Rosario Sánchez Infantas
«¡Me costó mucho sacarlo del ataúd!».
Eso dijo. Lo escuché claramente.
Con enormes letras de color
amarillo sobre las mamparas de vidrio negro se leía Funeraria Descanso Eterno.
Entré a ella para averiguar el horario de atención de una imprenta
vecina. Sin darme cuenta, ya estaba atravesando un salón alfombrado: A ambos
lados se alineaban ataúdes de diversos modelos, tamaños y colores. La pintura
de una hermosa pradera cubría la pared del fondo. El sexagenario dueño de la
funeraria, a quien conozco solo de vista, hablaba por un teléfono fijo. Cuando
me vio, se despidió apresurado y colgó. Parecía sentirse descubierto haciendo
algo de lo que se avergonzaba pues abrió mucho la boca y llevó sus manos
crispadas delante de ella.
Me pregunté: ¿Con quién hablaba?
¿Qué fue lo que extrajo?
Pienso que se refería a algo
valioso, parte del ajuar de un difunto. Imagino que podría ser un anillo de oro
encajado en el dedo de su dueño. El rigor mortis habría dado batalla aferrando
la joya, aunque inútilmente por lo visto.
Parece increíble. Creo que alguien,
como don Eugenio Villafuerte, cercano a la idea de la muerte, debería estar más
próximo a la virtud en comparación con los demás mortales. Eso agrava lo
repudiable de su comportamiento. En varias décadas que viene regentando su
empresa, ¡cuántas cosas habrá extraído de los ataúdes! Y al parecer tiene un
cómplice porque comentaba su fechoría con alguien.
Lo que le oí decir me desconcentró
del propósito de mi ingreso a la funeraria. Tartamudeando formulo mi pregunta
y él, balbuceante, me da información vaga, siendo necesario
repreguntarle. Me despido y salgo torpemente. Siento que me observa porque he
puesto en evidencia su delito.
Quedé conmocionado. Enfocarme en el
asunto de la imprenta me tomó algunos minutos. Todavía falta una hora para que
abra. No estoy dispuesto a perder el viaje. Esperaré en el café de la esquina.
¡Tengo que hacer algo! No puedo
dejar que este aparente viejito nervioso y bonachón medre a costa
de la confianza de sus clientes. Especialmente en momentos tan dolorosos.
Luego de dos tazas de café me
reafirmé en que tenía que ser valiente y asumir la defensa de tanta gente
cándida.
Visitaré nuevamente al viejo. ¿Qué
invento? Debe ser creíble, algo como que... mi suegro tiene los días contados y
quiero aprovechar que estoy aquí para obtener información y tomar decisiones
cuando le llegue la hora final.
Traspongo las mamparas de vidrio,
atisbo al interior. Villafuerte no está a la vista, ingreso silenciosamente
hacia el fondo del salón. Sí que son hermosos los ataúdes. Estos lucen acabados
barnizados relucientes: negros, marrones, unos blancos y pequeños para niños e
incluso diminutos para parvulitos. ¿Quién es el socio del viejo? ¿A quién le
contaba su atropello? Quizás a un hijo no satisfecho con lo que le tocó en el testamento
de su padre.
¡El corazón me da un vuelco y se me
enfría el cuerpo! En la esquina más alejada del salón, bastón en ristre,
pálido y aparentemente amenazante está el viejo. Levanté ambas
manos instintivamente y pensé que se sentía descubierto y me atacaría. Don
Eugenio también se sorprendió y tardó unos instantes en reconocer al hombre que
lo había visitado media hora antes. Suspiró, se acercó y tartamudeando se
disculpó. Titubeante le conté la historia que había preparado, solicitándole
información acerca de los servicios que ofrecía su empresa.
El hombre mayor me indicó que tomara asiento en el sofá que, con su mano temblorosa, señalaba, y puso en mis manos un fino catálogo en papel satinado. Señaló que en tres minutos se reuniría conmigo; así terminé dando la espalda al lugar en el que lo encontré con el bastón amenazante. Avanzó con pasitos apurados hacia un ataúd de color nogal que tenía la parte superior del cajón levantada. Levantó nuevamente el bastón. Yo no perdía detalle a través del reflejo en un espejo que tenía delante de mí.
¡Quizás vendía órganos!... o partes
de los cuerpos que le confiaban. ¿Quién revisaría un cadáver embalsamado,
vestido y peinado, colocado convenientemente en un ataúd cerrado con tornillos?
Quedaba apenas una ventanilla para ver el tercio superior del cuerpo.
Mientras él hablaba de maderas,
barnices, placas personalizadas, acolchados, velatorios, y carrozas, yo pensaba
que le resultaba muy conveniente tener el cadáver de un día para el otro para su
arreglo. Y hay tantos estudiantes de medicina deseosos de aprender aunque ello
requiera comprar piezas anatómicas. ¡Motivo y oportunidad! Engaña fácilmente su
pequeña estatura, cuerpo rechoncho y rostro sonrosado. ¡Este es el rostro de la
maldad, la ambición y el irrespeto extremo!
De pronto se me enfrió el cuerpo y
mi corazón comenzó a latir como loco. Los bisturíes, sierras eléctricas y
cuchillos deben ser parte de su arsenal en la trastienda.
Mientras el hombrecillo seguía ofreciéndome el libro de
condolencias, servicios religiosos y asistencia psicológica a los
deudos, yo me preguntaba cuál sería la mejor estrategia de
acción. ¿Denunciar
ante una fiscalía? ¿No tendrá cómplices en el poder público? ¿A cuál de las fiscalías
debo denunciar? Quizás a la de Prevención del Delito.
¡Cristo! ¡Ya sé lo que hace
Villafuerte! Vende un ataúd, por la noche con la ayuda de un cómplice, lo
recupera, lo arregla y lo vuelve a vender. ¡Deja el pobre cuerpo sin ataúd! Tiene
que estar involucrado el vigilante del cementerio. ¡Cómo avanza la corrupción!
Literalmente desalojan al muertito.
El viejo me dijo que podía
conservar el catálogo y me dio su tarjeta de presentación. Secó el sudor de su
frente en el dorso de su mano y me preguntó con una vocecilla que se extinguía:
—Creo que es suficiente, ¿verdad?
¿Desea ver los ataúdes? —Como no contesté, añadió—: Puedo mostrarle solamente
los de la derecha. Vamos a pintar el local, el encargado estuvo lijando y no he
podido limpiar, aun, los de la izquierda.
El calor me encendió el rostro al
corroborar mi hipótesis: algo escondía en esa parte del salón.
Acepté observar los féretros que me
mostraba mi guía mientras no cesaba de preguntar sobre la edad, anterior
ocupación y preferencias de mi pariente agónico candidato a difunto. Para no
cometer errores le iba describiendo a mi único tío, entretanto no dejaba de
pensar que con ese interrogatorio el inescrupuloso imaginaba qué
botín podía esconder cada ataúd.
En ese momento, un sonido suave
llamó mi atención. Giré rápidamente la cabeza y vi cómo un gordo gato amarillo
cruzaba la sala y desaparecía tras la puerta de salida. Durante unos segundos me
quedé paralizado. Salí finalmente de la funeraria, con el corazón aún latiendo
con fuerza.
Me dirigí a la imprenta, donde me alegró saber que mi próximo libro de narrativa estaría listo en una semana. Por la tarde voy a estar muy sonrojado cuando el psicoterapeuta que me atiende diga que abordaremos mi hostilidad... que yo llamaría creatividad.
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