lunes, 30 de junio de 2025

Desalojo

Rosario Sánchez Infantas


«¡Me costó mucho sacarlo del ataúd!».

Eso dijo. Lo escuché claramente.

Con enormes letras de color amarillo sobre las mamparas de vidrio negro se leía Funeraria Descanso Eterno. Entré a ella para averiguar el horario de atención de una imprenta vecina. Sin darme cuenta, ya estaba atravesando un salón alfombrado: A ambos lados se alineaban ataúdes de diversos modelos, tamaños y colores. La pintura de una hermosa pradera cubría la pared del fondo. El sexagenario dueño de la funeraria, a quien conozco solo de vista, hablaba por un teléfono fijo. Cuando me vio, se despidió apresurado y colgó. Parecía sentirse descubierto haciendo algo de lo que se avergonzaba pues abrió mucho la boca y llevó sus manos crispadas delante de ella.   

Me pregunté: ¿Con quién hablaba? ¿Qué fue lo que extrajo?

Pienso que se refería a algo valioso, parte del ajuar de un difunto. Imagino que podría ser un anillo de oro encajado en el dedo de su dueño. El rigor mortis habría dado batalla aferrando la joya, aunque inútilmente por lo visto.

Parece increíble. Creo que alguien, como don Eugenio Villafuerte, cercano a la idea de la muerte, debería estar más próximo a la virtud en comparación con los demás mortales. Eso agrava lo repudiable de su comportamiento. En varias décadas que viene regentando su empresa, ¡cuántas cosas habrá extraído de los ataúdes! Y al parecer tiene un cómplice porque comentaba su fechoría con alguien.

Lo que le oí decir me desconcentró del propósito de mi ingreso a la funeraria. Tartamudeando formulo mi pregunta y él, balbuceante, me da información vaga, siendo necesario repreguntarle. Me despido y salgo torpemente. Siento que me observa porque he puesto en evidencia su delito.

Quedé conmocionado. Enfocarme en el asunto de la imprenta me tomó algunos minutos. Todavía falta una hora para que abra. No estoy dispuesto a perder el viaje. Esperaré en el café de la esquina.

¡Tengo que hacer algo! No puedo dejar que este aparente viejito nervioso y bonachón medre a costa de la confianza de sus clientes. Especialmente en momentos tan dolorosos.

Luego de dos tazas de café me reafirmé en que tenía que ser valiente y asumir la defensa de tanta gente cándida.

Visitaré nuevamente al viejo. ¿Qué invento? Debe ser creíble, algo como que... mi suegro tiene los días contados y quiero aprovechar que estoy aquí para obtener información y tomar decisiones cuando le llegue la hora final.

Traspongo las mamparas de vidrio, atisbo al interior. Villafuerte no está a la vista, ingreso silenciosamente hacia el fondo del salón. Sí que son hermosos los ataúdes. Estos lucen acabados barnizados relucientes: negros, marrones, unos blancos y pequeños para niños e incluso diminutos para parvulitos. ¿Quién es el socio del viejo? ¿A quién le contaba su atropello? Quizás a un hijo no satisfecho con lo que le tocó en el testamento de su padre.

¡El corazón me da un vuelco y se me enfría el cuerpo! En la esquina más alejada del salón, bastón en ristre, pálido y aparentemente amenazante está el viejo. Levanté ambas manos instintivamente y pensé que se sentía descubierto y me atacaría. Don Eugenio también se sorprendió y tardó unos instantes en reconocer al hombre que lo había visitado media hora antes. Suspiró, se acercó y tartamudeando se disculpó. Titubeante le conté la historia que había preparado, solicitándole información acerca de los servicios que ofrecía su empresa.

El hombre mayor me indicó que tomara asiento en el sofá que, con su mano temblorosa, señalaba, y puso en mis manos un fino catálogo en papel satinado. Señaló que en tres minutos se reuniría conmigo; así terminé dando la espalda al lugar en el que lo encontré con el bastón amenazante. Avanzó con pasitos apurados hacia un ataúd de color nogal que tenía la parte superior del cajón levantada. Levantó nuevamente el bastón. Yo no perdía detalle a través del reflejo en un espejo que tenía delante de mí.

¿Qué iba a hacer? ¿Qué se hace con un bastón al interior de un ataúd? Vi que dio varios golpes con los nudillos en la madera del féretro. Miró hacia el interior. Introdujo varias veces el bastón hacia el fondo. ¿Qué quería lograr? ¿Pretendía ocultar algo? Yo no creo en la vida después de la muerte. Pero que se ofendiera así a un ser destinado al descanso eterno me despertó un temor atávico: de existir el Todopoderoso podría fulminarnos en el acto por tal atropello. Villafuerte alternó algunos golpecitos en el exterior del cajón y remociones enérgicas del bastón en el interior. Secó el sudor de la frente en la manga de la camisa y se acercó a explicarme el catálogo. Ambas manos no dejaban de temblarle. Sí que era un pillo el tal Don Eugenio, aunque yo no lograba apreciar objeto valioso alguno que hubiera salido de algún ataúd.

¡Quizás vendía órganos!... o partes de los cuerpos que le confiaban. ¿Quién revisaría un cadáver embalsamado, vestido y peinado, colocado convenientemente en un ataúd cerrado con tornillos? Quedaba apenas una ventanilla para ver el tercio superior del cuerpo.

Mientras él hablaba de maderas, barnices, placas personalizadas, acolchados, velatorios, y carrozas, yo pensaba que le resultaba muy conveniente tener el cadáver de un día para el otro para su arreglo. Y hay tantos estudiantes de medicina deseosos de aprender aunque ello requiera comprar piezas anatómicas. ¡Motivo y oportunidad! Engaña fácilmente su pequeña estatura, cuerpo rechoncho y rostro sonrosado. ¡Este es el rostro de la maldad, la ambición y el irrespeto extremo!

De pronto se me enfrió el cuerpo y mi corazón comenzó a latir como loco. Los bisturíes, sierras eléctricas y cuchillos deben ser parte de su arsenal en la trastienda.

Mientras el hombrecillo seguía ofreciéndome el libro de condolencias, servicios religiosos y asistencia psicológica a los deudos, yo me preguntaba cuál sería la mejor estrategia de acción. ¿Denunciar ante una fiscalía? ¿No tendrá cómplices en el poder público? ¿A cuál de las fiscalías debo denunciar? Quizás a la de Prevención del Delito.

¡Cristo! ¡Ya sé lo que hace Villafuerte! Vende un ataúd, por la noche con la ayuda de un cómplice, lo recupera, lo arregla y lo vuelve a vender. ¡Deja el pobre cuerpo sin ataúd! Tiene que estar involucrado el vigilante del cementerio. ¡Cómo avanza la corrupción! Literalmente desalojan al muertito.

El viejo me dijo que podía conservar el catálogo y me dio su tarjeta de presentación. Secó el sudor de su frente en el dorso de su mano y me preguntó con una vocecilla que se extinguía:

—Creo que es suficiente, ¿verdad? ¿Desea ver los ataúdes? —Como no contesté, añadió—: Puedo mostrarle solamente los de la derecha. Vamos a pintar el local, el encargado estuvo lijando y no he podido limpiar, aun, los de la izquierda.

El calor me encendió el rostro al corroborar mi hipótesis: algo escondía en esa parte del salón.

Acepté observar los féretros que me mostraba mi guía mientras no cesaba de preguntar sobre la edad, anterior ocupación y preferencias de mi pariente agónico candidato a difunto. Para no cometer errores le iba describiendo a mi único tío, entretanto no dejaba de pensar que con ese interrogatorio el inescrupuloso imaginaba qué botín podía esconder cada ataúd.

En ese momento, un sonido suave llamó mi atención. Giré rápidamente la cabeza y vi cómo un gordo gato amarillo cruzaba la sala y desaparecía tras la puerta de salida. Durante unos segundos me quedé paralizado. Salí finalmente de la funeraria, con el corazón aún latiendo con fuerza.

Me dirigí a la imprenta, donde me alegró saber que mi próximo libro de narrativa estaría listo en una semana. Por la tarde voy a estar muy sonrojado cuando el psicoterapeuta que me atiende diga que abordaremos mi hostilidad... que yo llamaría creatividad.

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