miércoles, 25 de junio de 2025

Claro de luna

C.M. Hollens


Emilio San Román apuró el último sorbo de su café espresso. Eran las nueve menos diez de la mañana. Sentado en una esquina olvidada del restaurante, se ocultaba en esa penumbra cómplice, con los ojos profundamente azules brillando ante el resplandor tenue de su celular. El aroma del café flotaba entre las notas de Beethoven, mientras en su mente punzaban las lacerantes palabras del doctor: «Te queda poco tiempo con ella».

Apretó la taza con fuerza. Al soltarla, se levantó sin titubeo, llamó con autoridad a uno de los meseros, firmó la cuenta y abandonó a paso enérgico aquel mágico refugio.

Con la destreza que da la asiduidad, cruzó la avenida de cuatro carriles hasta alcanzar la esquina opuesta. A esa hora, el ruido de la ciudad era una sinfonía desordenada in crescendo, y el bullicio de las tertulias en los locales cercanos daba vida a una urbe vibrante y colorida. Emilio suspiró antes de entrar a su oficina, miró su reloj inteligente y sonrió, satisfecho al ver que eran exactamente las nueve menos cinco de la mañana.

Carmen, no me transfiera llamadas. No estoy para nadie dijo, dirigiéndose en tono recio al pasar frente a la mesa de trabajo de la joven.

La chica detuvo sus actividades, dirigió la mirada a su compañero del escritorio contiguo, Roberto Fonseca y, sin pensarlo mucho, apuró el paso detrás de San Román. 

—¿Qué quiere, Carmen? —vociferó, impaciente, Emilio al notar que su asistente lo seguía.

—Na... nada, señor —respondió la joven, visiblemente nerviosa—. So... sólo espero instrucciones, señor.

San Román resopló con impaciencia. 

—Esas son mis instrucciones, Carmen: que nadie me moleste. ¿Está claro?

—Sí, señor. Di… disculpe, señor —. Se retiró la chica, sudando copiosamente, de nuevo a su escritorio.

Roberto la abordó de inmediato con intención de calmarla. Le dijo, en voz susurrante que, ocasionalmente, el jefe llegaba de mal humor, pero con el transcurrir del día lo notaría más sereno. La joven esbozó una sonrisa leve y continuó su trabajo.

—Sé que es tu primer día, dulzura —dijo Roberto, intentando seguir la conversación—, pero pronto te acostumbrarás a la bipolaridad del jefe. No por nada conocemos entre seis y ocho asistentes nuevos cada año… aunque, honestamente, espero que tú te quedes mucho más tiempo. 

La chica lo miró, estoica, por un momento y continuó tecleando la información que le habían solicitado en Recursos Humanos. Roberto regresó a su lugar, esperando volver a construir la oportunidad de acercarse a ella.

San Román era un hombre extremadamente disciplinado. Sonreía pocas veces, pero cuando lo hacía, dejaba entrever una bondad genuina. Nadie se imaginaba el vacío que experimentaba la mayor parte del tiempo: buscaba sin saber qué era lo que debía encontrar.

A sus cuarenta y dos años había construido —durante quince años de trabajo arduo, con errores, aprendizajes y superación de obstáculos— una franquicia mediana de restaurantes que fusionaban la comida internacional contemporánea, café de alta especialidad y postres artesanales.

La sucursal matriz quedaba justo enfrente de las oficinas centrales, donde se encontraba el despacho de Emilio, quien además fungía como presidente ejecutivo. Desde la ventana, se podía observar que se alzaba ufano el elegante letrero que ostentaba el nombre Maison San Román, en cuyo interior, cada día de seis a nueve menos diez, Emilio repetía su rutina con exactitud matemática.

La fama de la cadena residía en su ambiente exquisito, casi hogareño, y en la música clásica envolvente que rescataba un espacio perfecto para conversaciones profundas y románticas. La atmósfera intimista contrastaba de forma curiosa con la naturaleza evitativa de Emilio, quien era una mezcla desconcertante de líder amado y temido.

Los gerentes de todas las sucursales sabían que durante el horario laboral —aunque faltara apenas un minuto para concluir—, debían estar completamente disponibles, e incluso dejar todo para entrar a junta virtual en el momento que deseara el jefe. Era agotador, sí, pero posible, gracias a que San Román había dotado a cada restaurante con la mejor tecnología para asegurar una comunicación eficaz e inmediata. Ya cerca del final de la jornada, llamó a su asistente.

—Carmen, envíe los mensajes pertinentes para una junta virtual con los gerentes de las sucursales. Genere el enlace correspondiente y anote que el asunto es la cultura de calidad dentro de la compañía. Quiero que se incorpore a la reunión para redactar la minuta ordenó mostrándose indiferente, mientras pensaba escéptico si por fin habrían contratado a la secretaria adecuada.

Sí, señor respondió Carmen con una sonrisa forzada. 

Justo terminando el día, pensó la joven. ¿A quién se le ocurre empezar a trabajar a las cuatro de la tarde? Esto es un atropello…—mascullaba para sí, mientras identificaba los correos de los gerentes y enviaba el enlace de la videoconferencia—. Su habilidad era, por demás, evidente. Organizó todo lo necesario y completó la tarea con precisión. Emilio se sorprendió cuando, quince minutos después, recibió la llamada de Carmen anunciándole que todo estaba listo para iniciar.

La pantalla pronto mostró los recuadros encendidos, sin que faltara ninguno de los gerentes. San Román apareció en el suyo: camisa blanca impecable, sin corbata, el gesto serio y una taza de espresso en la mano. Detrás de él, apenas visible, se distinguía una estantería con botellas de vino, libros de arte culinario y una placa con el logotipo de Maison San Román.

—Buenas tardes, ya saben por qué estamos aquí —dijo sin preámbulos, mientras revisaba que los asistentes pertenecieran a todas las sucursales. Conocía a cada uno por su nombre—. ¿Ya llegó Laura? —preguntó, buscando entre los recuadros.

—Sí, Emilio, aquí estoy —contestó una voz dulce y vivaz que provenía de una hermosa joven morena, de ojos grandes y largo cabello obscuro y rizado.

—Muy bien —respondió complacido y luego continuó con tono recio—, ustedes saben que el éxito de la empresa que juntos vamos expandiendo depende de continuar con excelencia lo que sabemos hacer. No quiero que nadie se desvíe un milímetro del sistema de la compañía.

En la esquina inferior, Jorge Cisneros —gerente de la sucursal de Monterrey— frunció el ceño. Hizo clic en su micrófono.

—Emilio, la gente quiere cosas nuevas. He recibido comentarios de que el menú es reducido y sólo hay música clásica.  

Un silencio tenso siguió al comentario.

—Esto no es un mercado de antojos —replicó Emilio—. Nuestro menú es una sinfonía. Si un músico improvisa, arruina todo el concierto. O, para los que son visuales: cuando cada uno hace lo que se le viene en gana, se desdibuja nuestro propósito.

Andrea, de la sucursal de Querétaro, no pudo evitar esbozar una sonrisa. Emilio continuó con tono enfático:

—La musicalidad del ambiente de los restaurantes tampoco está en discusión. A las seis de la tarde, hora central, debe escucharse Claro de Luna en todas nuestras sucursales. No quiero excusas. En un sistema diseñado, no cabe mucho lugar a la creatividad. Cada uno tiene que hacer lo que está establecido, y ya. ¿Entendido?

Todos asintieron, excepto Fernando, quien, desde la sucursal matriz en Guadalajara, intervino con voz contenida:

—Pero también podría ser una oportunidad, jefe. Eso impulsaría nuestra ya exitosa presencia en redes.

Emilio entrecerró los ojos. Inclinó el cuerpo hacia la cámara y respondió con pasión:

—No me interesa ser viral, Fernando. Me interesa ser inolvidable. Que las personas encuentren un espacio para ser, en profundidad, ellos mismos, en medio del insufrible barullo de la vida diaria. Maison San Román es un oasis en medio de la jungla urbana.

Todos guardaron silencio. Nadie sabía los motivos de fondo de Emilio. En su historia había dolor, amor, lealtad… y un interminable vacío que había sido cavado en el olvido. Antes de cerrar la sesión, sostuvo la mirada fija en la cámara. La voz, más baja, más lenta:

Maison San Román no es un nombre. Es una promesa. Y yo no rompo promesas.

Con estas palabras, desde su silla de caoba tapizada en piel genuina, Emilio despidió a todos de la junta, incluida su asistente. Solo pidió que se quedara la gerente de la sucursal de Oaxaca: Laura Altamirano, reconocida por su inteligencia y su nobleza. La profunda mirada de la joven hacía que Emilio se sintiera desnudo, descubierto y casi inerme. Le gustaba estar con ella sin saber bien por qué; su presencia era para él, un manantial en medio de su desierto.  

—Laura. —Se dirigió a ella con un tono más suave.

—Presente —respondió Laura con una risa juguetona, muy acorde a su carácter extrovertido.

—Estoy enterado que solicitaste vacaciones en Recursos Humanos.

—Ajá —respondió aun sonriendo—. ¿Tengo algún impedimento? ¿O me vas a inventar una nueva tarea imprescindible e ineludible de último momento?

Emilio sintió el rubor subirle al rostro. Las dos veces anteriores que Laura pidió receso, él abrió un par de nuevas sucursales y acompañó a Oaxaca a los gerentes en entrenamiento. Sorprendido por su franqueza, San Román gesticuló una sonrisa para disimular el bochorno.

—No, Laura —continuó más serio—, tú sabes que valoro mucho tu eficiencia.

Poniéndose creativo inventó:

—Es que quiero integrar el café oaxaqueño artesanal al menú del restaurante.

—Pensé que el objetivo de esta junta era aclararnos que no harías cambios —respondió ella ágilmente.

—No diametralmente opuestos al espíritu de la compañía —dijo ya más dueño de la situación. 

—Está bien, mientras no me suspendas mis vacaciones, dime con qué te apoyo.

—Quiero que me acompañes a un tour por los diferentes pueblos de Oaxaca para identificar la mejor especie de café.  Me queda claro que será arabica por la región, pero estoy entre la bourbon, caturra o garnica.

—Emilio —contestó Laura con la confianza que le daba intuir que era muy aceptada—, sabes que para Maison San Román, la mejor opción es una mezcla con arabica typica y mundo novo.

Emilio sonrió. Se sintió expuesto, ella conocía el negocio y a él se le habían acabado las excusas. De verdad estaba interesado en convivir más con ella. Algo de Laura le parecía irresistible. Quizás su serenidad, su confianza desenfadada, su elegancia simple y la pulcritud de sus maneras. Nadie más le había interesado de esa forma. A él, que era hermético, evitativo y solitario, considerado de los hombres solteros más apuestos de su entorno, le era totalmente aburrido el perfil de mujeres con las que trataba en su exiguo círculo social.

—Laura —reiteró enfático—, será cuestión de tres días. Tú tendrás tu habitación y yo me encargaré del itinerario.

Laura se quedó pensativa con la mirada ligeramente perdida. ¿Qué pretendía Emilio? ¿Sería una treta del destino? ¿Una prueba en el camino que ella había elegido? Su silencio permaneció unos segundos más de los que exige la cortesía y tras un profundo y suave suspiro, contestó:

—¿Cuándo necesitas que te acompañe?

Emilio sintió brincar su espíritu como un niño en un parque de diversiones, pero haciendo un estupendo control de sus emociones, contestó de manera profesional mientras revisaba su agenda.

—Sería… a ver… 2018… marzo, sería el 28, 29 y 30 de marzo.

—¡Emilio, eso es la próxima semana y es Semana Santa! —exclamó Laura, casi contrariada.

—No se diga más. Carmen te mandará todo el itinerario y yo llegaré el 28 a tu sucursal.

—Espera, espera, espera… —interrumpió Laura— ¿viste mi fecha de vacaciones? Salgo el 26 de marzo y regreso el 9 de abril. No puedo cambiar mis planes, Emilio. Incluso estoy dispuesta a rescindir mi contrato de trabajo, que tanto disfruto, si me obligas a cambiar mi itinerario.

San Román se sintió desilusionado. Fue un balde de realidad. De repente, se dio cuenta de que no importaba tener un imperio de restaurantes o ser un hombre considerado atractivo, si no era capaz de relacionarse con la mujer que le gustaba y ganarse un lugar a su lado para compartir la vida. Tendría que cambiar su manera de acercarse. Hasta ahora, había sido frío, formal y distante, siempre dentro del ámbito profesional… ¿Qué tendría que hacer para que ella le abriera un espacio en su cotidianidad?

—Entiendo, Laura —respondió, tratando aún de disimular su desencanto—. De ninguna manera sería capaz de obligarte de nuevo a cambiar las vacaciones a que tienes derecho. Verás —dijo en tono más humilde—, ese es el único tiempo que tengo y, a decir verdad, me gustaría compartirlo contigo —agregó tragando saliva y deseando que ella no lo rechazara de manera cruenta. Era curioso ver en esa posición al siempre estoico empresario San Román.

—Oh, Emilio —profirió perpleja Laura, quien no esperaba que su jefe abriera así su corazón. Le inspiró tanta ternura. Su amiga Tina, de la sucursal de Guerrero, constantemente le hacía ver las preferencias que San Román tenía con ella, pero pensó que eran especulaciones de una celosa ilusa. Este giro la obligaba a tener que abrirse. Laura tenía un secreto que no era fácil que el mundo entendiera.

—Mira, seré más claro —continuó Emilio con valentía—. Quiero conocerte, convivir contigo en otro plano que no sea el profesional. Me interesa ser tu amigo… y también…

—¿Ser mi amigo? —interrumpió Laura—. Así la cosa cambia. Ven conmigo a donde iré de vacaciones —se atrevió a invitarlo, apostando internamente a que no aceptaría.

Los ojos vivaces de Emilio se iluminaron. ¿Escuchó bien? ¿O sus deseos le estaban jugando una broma inesperada? Su mente saltó de improviso a los pasillos pulcros de una casa familiar para él. Sabía que era difícil dejar tanto tiempo su mayor responsabilidad, más profunda que su exclusiva cadena de restaurantes, pero tenía que apostar por esta relación.

—De acuerdo —contestó más que emocionado.

—Espera, espera, espera —declaró Laura tratando de regresar las cosas a su lugar.

—Te estoy invitando, como amigo, a la misión a la que iré en Semana Santa. ¿Estás dispuesto a pasar de miércoles a domingo bajo mis términos, para regresar el Lunes de Pascua?

—Por supuesto. ¿Qué debo hacer?

—Te mando un email con las instrucciones.

—Excelente.

Emilio se despidió sin poder disimular su alegría, y Laura, más que preocupada. Siendo sincera, no creía que Emilio pudiera sobrellevar con éxito aquel viaje. A ella le había costado muchas renuncias realizarlo y a pesar del atractivo de su jefe, no estaba interesada en compartir tiempo con él, sin embargo, algo en su interior le decía que debía permitirle vivir esa experiencia a su lado, incluso aunque se metiera en problemas sentimentales.

San Román salió sin despedirse de los empleados que se habían quedado haciendo horas extra, incluida su novel asistente. Condujo a una velocidad inusual hacia esa casa familiar para él: un oasis de descanso situado en una zona exclusiva de la ciudad.

Al llegar, saludó al personal encargado de turno y se dirigió hacia una mujer que estaba sentada en el patio, con la mirada perdida y las manos entrelazadas.

Emilio se sentó frente a ella y la contempló con cariño desbordado. Ella era su dulce secreto y al mismo tiempo el motor de su vida. Observó detenidamente su pelo cano, sus arrugas profundas, y tomó sus pálidas manos. Su mente agolpaba un sin fin de recuerdos con ella y el dolor atravesaba su corazón. El olvido duele más que la muerte.

Desde lejos, dos enfermeras encargadas del turno —ambas ya en sus sesentas— los observaban.

—Ahí está Emilio, como siempre —comentó una con tono cálido.

—Hoy llegó un poco más tarde —respondió su compañera.

—No he conocido un hijo más devoto. Mira, Lupita —añadió con énfasis—, llevo quince años trabajando aquí. Yo iba iniciando cuando ingresó doña Selene San Román. Fue cuatro meses después de la muerte de su esposo. En todo este tiempo, este muchacho ha sido el único familiar que le he visto. Todas las tardes las pasa a su lado, trabajando y platicando como si aún tuviera la esperanza de que ella le conteste.

—Ya quisiera yo que mis hijos me hablaran al menos una vez por semana —replicó Lupita. Ambas suspiraron al unísono antes de continuar con sus labores.

—Mamá hermosa —susurró Emilio con ternura—, escucha —dijo mientras buscaba un canal de música en su celular.

Un breve momento después, comenzó a sonar la entrañable melodía que tanto significaba para ella: Claro de Luna. Aquellas hermosas notas vibraban en el corazón de la dulce anciana y de sus ojos comenzaron a fluir sendas lágrimas. Aunque permaneció inmóvil, presionó ligeramente la mano de Emilio y él sonrió, increíblemente reconfortado en medio del doloroso eco de la voz que, dos días atrás, había sentenciado: «Te queda poco tiempo con ella».

—Sé que sabes que estoy aquí, viejita hermosa. Sí, me quedaré contigo, como siempre. También trabajaré a tu lado, como cada tarde. Mamá —continuó, casi susurrando—, creo que conocí a la indicada, y una vez me dijiste: «Cuando la encuentres, lucha por ella hasta donde Dios lo permita». No he sido muy amigo de Dios en este tiempo, pero el recuerdo de tus palabras me impulsa a seguir mi corazón —dijo, mientras sellaba la frente de su anciana madre con un beso tierno. Bajo la luz del atardecer que se extinguía, Emilio sacó su tableta y comenzó a trabajar hasta pasadas las once de la noche.

Tal como lo acordaron, una semana después, siguiendo las indicaciones de Laura, Emilio aterrizó en la capital de Oaxaca y, desde ahí, localizó el camión que lo llevaría a un pequeño pueblo en la zona mixe, llamado Santo Domingo Latani.

Latani era un pueblo pintoresco enclavado en el corazón de una zona montañosa del noroeste de Oaxaca. Su banda musical, las fiestas del pueblo y la fe sencilla de su gente, enmarcaban la deliciosa comida, siempre acompañada de un humeante café negro y grandes tortillas amarillas como girasoles.

Al llegar a Latani, el grupo misionero de Laura fue recibido entre música y alboroto. La gente amaba el tiempo que los misioneros pasaban entre ellos, pues se mezclaban con la comunidad y llevaban palabras de esperanza a un pueblo sediento de enseñanzas… con sabor a eternidad.

Emilio estaba impresionado con el recibimiento. Se sentía fuera de lugar, pero, al mismo tiempo, sorprendido de conocer aquella faceta de Laura. Recordaba con amor a su madre, aunque seguía sintiendo un vacío que creía poder llenar con la mujer indicada.

Laura aprovechaba cualquier momento para explicarle el trasfondo de cada actividad: desde la historia de la salvación humana hasta la cosmovisión católica que animaba su misión.

Cada noche, Emilio terminaba exhausto por las andanzas vividas junto a Laura. Recostado en un sencillo petate, sonreía al recordarse tratando de controlar a los párvulos en el catecismo; cuando estuvo en el río, intentando atrapar acociles para la comida principal; o cuando debía atravesar largos silencios que no sabía cómo llenar, mientras buscaba, sin éxito, la mirada de Laura, capaz de pasar más de dos horas en profunda y quieta reflexión. Sin embargo, en medio de tanta felicidad, había en ella algo que no alcanzaba a descifrar: era tan cercana y a la vez tan lejana. Buscaba en su mirada algún gesto de coqueteo, una señal de atracción…pero ese anhelo quedaba suspendido sin respuesta.  

La noche del lunes de Pascua, justo antes de regresar, cansados, pero felices, se dieron un momento para conversar bajo la luz de la hermosa luna oaxaqueña.

—Gracias, Laura —dijo Emilio, abriendo la conversación.

—Nada que agradecer. Estoy sorprendida de lo bien que te adaptaste a la comunidad y a las actividades —respondió ella, sonriendo.

—Te voy a ser sincero —dijo Emilio, en tono solemne—: vine aquí por ti… pero me voy con el alma llena. La felicidad de la gente, en medio de lo sencillo, es algo nuevo para mí. El romper con mis estructuras… eso sí —añadió, frunciendo el entrecejo— les falta mucha organización.

Ambos rieron divertidos, y él continuó:

—Esto es lo que yo estaba buscando y no lo sabía: entregar mi vida al servicio. Sin interés. Sin ganancias económicas. Sin matemáticas. Pero aún me falta algo…

—Me alegro tanto, Emilio —interrumpió Laura, anticipándose a cualquier situación romántica que pudiera ponerla en aprietos. Aún no sabía cómo decirle su secreto a aquel atractivo hombre. ¿Sería el momento indicado? Una vez dicho, no habría retroceso. Hablar es renunciar, pensaba.

—Laura, estoy muy interesado en seguir compartiendo tiempo contigo…

—Emilio —pronunció su nombre dulcemente y con la resolución de quien ha tomado una decisión sin vuelta atrás—: hay algo que debes saber de mí.  

—Me encantará conocer todo de ti —susurró Emilio, ilusionado.

—Quizá ya lo hayas notado, Emilio —continuó Laura, ahora más seria—. Yo… estoy consagrada.

Un silencio profundo se apoderó del instante. Emilio se quedó con el alma suspendida.

—No entiendo —atinó a decir—. ¿Qué significa eso?

—Significa que he consagrado mi soltería al servicio de Dios desde mi ser laico. Entiendo que no lo comprendas. No es sencillo. Pero, en términos mundanos, soy como una monja que puede vivir en su casa y trabajar, pero he elegido no formar una familia y quedarme al servicio de Dios y de mis hermanos.

Emilio se quedó en silencio. El «luchar hasta donde Dios lo permita» de su madre, retumbó en su corazón. En ese instante comprendió los límites de Dios, donde ya no se puede pelear.

—Laura, eso es… eso es… —titubeó Emilio— extraordinario… creo.

Ambos rieron juntos y pasaron un momento de entrañable amistad. Emilio aceptó la realidad de Laura y comprendió la necesidad de construir relaciones más significativas, agradecer lo que tenía y servir sin esperar nada a cambio. Pidió, al Dios que empezaba a tratar, que la ilusión que sentía por Laura, fuera semilla para sembrar nuevas esperanzas de encontrar, un día, a la indicada.

El camino de regreso a casa fue un tiempo de reflexión profunda. Mientras observaba las límpidas nubes desde el cómodo asiento del avión, pensaba en la magnificencia de cada elemento de la creación. Sabía que todo había sido hecho por amor… y desde el amor. Por vez primera, se sentía enamorado de la vida.

Al reincorporarse el martes, aún flotaba entre aquellos campos de algodón que había observado en el azul sereno del cielo. Esa mañana decidió abandonar la seguridad de su rincón en el restaurante y comenzó a conversar con el personal. Llegó al trabajo animado, notando incluso el impecable desempeño de Carmen. Inició sus jornadas más temprano, decidido a respetar el horario de sus colaboradores. Bromeó con su asistente, quien le respondió con un tímido guiño. San Román reparó entonces en sus grandes ojos verdes, su candor e inteligencia. Roberto Fonseca, atento a cada gesto, percibió el cambio, temiendo tener un nuevo y fuerte rival. Emilio, por su parte, también miró con recelo a Fonseca, pero supo que era un adversario al que sí podría enfrentar.

Agradeció con hondura la amistad de Laura y las silenciosas lecciones de la anciana que le había regalado la vida. Sabía que estaría a su lado mientras Dios lo permitiera. Pero su mente también regresó a aquella tarde oscura, a las seis en punto, cuando el corazón de su amado padre colapsó y se apagó para siempre. Se veía entonces, abrazado a su madre, llorando, mientras le prometía honrar la memoria de su viejo, amante del buen café, de las tertulias profundas y de Claro de Luna, la apasionada melodía de Beethoven.

Selene, ese satélite de nombre antiguo, tendría siempre un significado profundo para Emilio. Como las letras doradas de su logotipo: Maison San Román, sostenidas sobre la base de una luna llena plateada entre las montañas, símbolo del hombre que, al fin, cambió el vacío por plenitud, el dolor por gratitud y el olvido por recuerdos encendidos.

5 comentarios:

  1. He disfrutado mucho con la lectura de Claro de luna. Historia llena de detalles y que contiene un mensaje profundo sobre el sentido de la vida y la importancia del cultivo de las relaciones duraderas. Felicidades!

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  2. Me fascinó leer "Claro de Luna" una historia que con su lenguaje, te invita a seguir y seguir leyendo porque te va envolviendo en la trama con pasión, de tal manera que te inspira continuar hasta el final, dejando la enseñanza de que tu vida debe de seguir teniendo sentido siempre basado en el amor de Dios, que te permite disfrutar y admirar las cosas más sencillas y hermosas que nos da la vida. Felicidades a la escritora!!, me encantó leer y me recordó cuando de chica leía las novelas de Corin Tellado. Me fascinó el toque romántico y cómo se narra cada momento, como se describe cada detalle que lo visualizaba super real, natural al leer, me llegué a sentir como un personaje que también estaba dentro de la historia, como observador de la vida de Emilio. Espero con ansias la siguiente, me encantó!!!

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    1. Muchas gracias, me animas a seguir escribiendo. Saludos!

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  3. Un mensaje extraordinario, una cálida, armoniosa y fina escritura. Me encantó!!!

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