Doris Verónica Martínez Méndez
Tic-tac, tic-tac, tic-tac, cada paso de la aguja del reloj me parece más lento
que el anterior, el chasquido tropieza con segundos más largos, llenos de
vacío. Son las tres de la tarde, la hora de la misericordia, o eso me decían en
la escuela dominical. Veremos si es cierto. ¿Quién diría que aún conservo un grado
de fe? ¿O es superstición? El caso es que no puedo esperar hasta mañana. Abro la
caja y extraigo su contenido, rompo la bolsa con los dientes, tomo el tubo en
forma de lápiz y retiro la tapa. Doy un suspiro. Tiro a la basura el inserto
con las instrucciones. Me las sé de memoria: un par de gotas de orina en la
primera ranura y esperar tres minutos. Ver la segunda ranura: una raya es
negativo, dos rayas es positivo. He perdido la cuenta de las veces… No, sabes
perfectamente cuántas pruebas has hecho.
¿Recuerdas la primera prueba que te hiciste? Te la
llevó aquel novio que te arrebató la razón por completo, ese mismo que tu madre
nunca quiso, junto a una rosa y una nota que decía: «Estaré contigo, pase lo
que pase». Su ilusión te atormentaba: «¿Y si sale positiva? No, no puede salir positiva».
Eso le daría la razón a tu madre en que arruinabas tu vida. Debía ser una falsa
alarma o le causarías un doloroso desengaño a tu padre, quien aún te miraba
como una niña.
Leíste el inserto al menos doce veces. Estabas en el
pequeño cubículo del baño público de una placita comercial. Te temblaban las
rodillas, un nudo en las entrañas no te dejaba expulsar unas cuantas gotas de
orina para analizar. Apenas mantenías tu equilibrio y golpeaste las paredes al balancearte
de un lado a otro. Era igual que aquella tarde en que perdiste tu virginidad en
el apretado interior de un Chevy 78. Cabalgaste al desgraciado sin tener idea
de nada, por apenas tres minutos. El calor por estar las ventanas cerradas, la
incomodidad y los chirridos del asiento delantero no evitaron el morbo por algo
más que unos besos. Nunca habías explorado tu sexualidad y solo tenías la torpe
ilusión que te inculcó la radio romántica del dial. Pronto, el pánico por las amenazas
de una madre sobreprotectora y la culpa obligada por la estricta religiosidad
de tu padre socavaron el deseo y, en lugar de placer, sentiste una profunda
vergüenza. Y seguiría siendo así hasta el día de tu boda.
El líquido por fin cayó, caliente, entre tus dedos. ¡Mierda!
Para los hombres sería más fácil tomar una prueba como esta, pero no, luego de
descargarse en un orgasmo breve, su labor termina. El resto —y vaya qué resto— es
cosa de la mujer. Tres minutos: la antesala del antes y el después. Viste el
resultado y tuviste que rescatar las instrucciones del basurero, entre todos
los asquerosos papeles, porque habías olvidado qué significaba una sola raya. Diste
un suspiro de alivio, pero sentiste la nostalgia de un instinto que guardabas
secretamente en tu interior.
Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Los segundos avanzan, pero mis pensamientos han dado
veinte vueltas al reloj. Tomo una muestra limpia y sin accidentes. El
dispositivo reposa sobre el tocador, junto a las velas que perfuman el cuarto
de baño. Miro mis manos; tiemblan. «¿Qué si sale negativa? No, no puede salir
negativa otra vez». Eso le daría la razón al médico en que era la última
oportunidad. Ya no habría más coitos agendados con día y hora sin importar los
ánimos, en posiciones sugeridas sin morbo ni instinto, quedándote quieta, escuchando
la respiración del otro hasta terminar, subiendo luego las caderas sobre un
cojín, apretando las piernas, tratando de retener cada gota, sin asearte y quitarte
ese olor a sexo que no aseguraba nada. Nuevamente el miedo te robaba el placer.
Esa última noche repetiste la rutina mientras tu esposo caía dormido por la
fatiga y el éxtasis y sonreíste por saberlo satisfecho, pero fue un cosquilleo
remanente el que te hizo reír cuando el sueño te vencía, olvidando el cojín
bajo tus caderas para apretarte un poco más a él, sin darte cuenta.
Dos minutos han pasado y el último se arrastra más
lento. «¿Por qué no esperé a mañana y hacer esto juntos? No. No aceptaría otra
nota que diga: “Estaré contigo pase lo que pase”, y que nada suceda».
—¿Por qué no tenés bebés? —preguntó un día nuestro sobrino.
«¿Por qué?».
—Ya es hora de encargar uno —señaló mi suegro en año
nuevo.
«¿Encargar? ¿A dónde? ¿A quién?».
—Mi mayor sueño es ser padre —confesó aquel novio y, al
poco tiempo, buscó a alguien más para cumplirlo.
—¿Y si adoptamos? —propuso mi esposo luego de verme
llorar sin consuelo la última prueba negativa, como si las leyes en este país
fueran más piadosas que la biología.
El tic-tac del reloj enmudece de repente. Son las
tres de la tarde y tres minutos. Pongo la mano en mi vientre como tantas veces.
Se siente igual. Miro al espejo y no noto en mis ojos el brillo de la dulce
espera. Recojo el tubo y lo tiro a la cesta de la basura.
«¿Será un alivio o un tormento para él si me rindo? Seguramente
vendrá apurado para poder ver el partido de esta noche y no tendrá idea de nada
de esto…», piensas sin imaginar que Luis ya viene en camino.
Hoy he salido más temprano del trabajo gracias a que
Ernesto tomó las horas extra que me habían asignado.
—Déjame hacer tus horas, Luis, necesito el dinero.
—¿Por qué? ¿Se descompuso tu auto de nuevo? —pregunté y
me animó la idea de salir un poco antes y poder ver el partido de fútbol en
casa.
—¡No, qué va! —bajó la voz y miró al suelo—. Cecilia… está
embarazada otra vez.
Aquella noticia fue un balde de agua fría. Ernesto y
Cecilia tienen cuatro hijos, el último embarazo los sorprendió con unos gemelos
que, según dicen, los están volviendo locos.
—Creí que habían cerrado la fábrica —dije en un
intento de broma, mientras pensaba en cuánto tiempo podría ocultárselo a Diana,
mi mujer.
—Ya ves que Cecilia es muy despistada, olvidó tomarse
una pastilla y no le dio importancia. Una sola, Luis, ¿no te parece ridículo?
«¿Ridículo?», pensé y vi la imagen de Cecilia haciendo
malabares con sus cuatro hijos, llevándolos al colegio, a la guardería, al
médico, yendo a su trabajo, cosiendo los dobladillos de los pantalones,
haciendo las comidas y todavía tener que tomar anticonceptivos porque Ernesto
le tuvo pánico a la vasectomía. Sí, era ridículo.
«Las tres de la tarde, queridos amigos, ya se
encuentra con nosotros nuestra compañera, Claudia, para acompañarlos hasta las
siete de la noche con buena música...».
Cambio la radio al cruzar hacia la calle de la
Reforma, según Waze estoy a solo tres minutos de casa, pero encuentro un
congestionamiento inusual y no alcanzo a ver el motivo. Le mando un mensaje de
texto a mi esposa para avisarle.
«Tan cerca y tan lejos», escribo y tomo una fotografía
de la fila vehicular a solo dos cuadras de nuestra residencial.
—Este me parece un bonito lugar para vivir —te dijo
ella cuando aún eran novios y paseaban de la mano en el parque municipal—. Es
tranquilo y hace buen clima. Es raro encontrar un sitio donde aún puedas
escuchar el trinar de los pájaros…
¿Recuerdas que no te aguantaste y te pusiste en una
rodilla para mostrarle el anillo que llevabas en tu bolsillo hacía una semana,
sin decidirte de qué manera dárselo? Así lo hiciste. Te pareció eterno el
tiempo que le tomó responder. En el pasmo de sus ojos, por un breve momento, viste
desfilar las sombras de sus miedos antes de decir: «Sí, quiero». Imaginaron una
vida muy distinta a la que tienen ahora.
La primera vez que hiciste el amor con ella fue aún
siendo novios, una tarde inocente en la que quedaron solos en casa de tus
padres. Miraban una película, ya no recuerdas cuál, pero aquella magia
espontánea se rompió con sus lágrimas afligidas, llenas de culpa.
—¿Y si he quedado embarazada? —te preguntó y quisiste
tranquilizarla.
—Nos hemos cuidado, igual no pasa nada, vamos a
casarnos —dijiste con calma, pero no fue hasta que le bajó el periodo que pudo
estar en paz y, como una tregua a sus escrúpulos, no volvieron a estar juntos
hasta la noche de bodas.
El mapa sigue diciendo que estoy a solo tres minutos, pero
han pasado quince. Diana no ha visto mi mensaje y recuerdo: mañana toca hacer
la prueba. Ya pasaron los días recomendados desde el último intento controlado
por el ginecólogo. Nada como un esquema diseñado por un tercero para encender la
pasión entre dos personas.
—Ya saben el protocolo —les dijo, como si eso fuera alentador,
y solo pudiste estirar una sonrisa condescendiente.
Esa tarde llegaron a casa en absoluto silencio. Tú te
fuiste a encender la televisión para ver el partido entre Colombia y Brasil.
Ella fue a llorar al baño sin decirte nada. La culpa no le ha permitido decirte
de todas las pruebas que ha hecho a tus espaldas.
—¿Qué pasa que todavía no hay hijos? —te preguntó tu
papá en Navidad.
—No pasa nada y, por favor, no hagas el comentario. Es
cosa nuestra.
«Quizás no sea tan malo», reflexionaste luego de la
fiesta de cumpleaños de los gemelos. Aquella algarabía ensordecedora, los
llantos, los gritos, la sobredosis de azúcar y las pataletas pusieron tu vida
en perspectiva. Pero encontraste la mirada anhelante de tu mujer cuando ayudó a
Cecilia a cargar a uno de los niños en brazos y entendiste que ella querría
intentarlo una vez más.
Ese último intento fue diferente a todos los
anteriores. De no tener expectativas distintas al cumplimiento de una tarea, surgió
una pasión descomunal. Ella se aferró a tu cuerpo como si estuviera a punto de
caerse al vacío. Sus suspiros eran una plegaria en la que parecía expiar sus viejos
pecados. No importaba tu presencia, ella buscaba desesperadamente algo distinto
al placer, y ese deseo hizo trascender el tuyo. En el secreto de sus súplicas, quisiste
ser Dios y darle todo lo que pedía.
Son las tres y media, falta poco para llegar, los
mismos tres minutos invariables en el mapa. Alcanzo a ver el accidente que
bloquea la intersección y consigo rodear para entrar a la residencial.
Me estaciono al frente de la casa y veo a la molesta vecina
regando sus plantas, seguramente ella también comenta lo mismo: Ocho años de
matrimonio y no hay hijos.
En las amonestaciones se tocó el tema y notaste la
mirada nerviosa de tu novia ante el cuestionario.
—¿Quieres tener hijos y cuántos?
—Al menos uno, ¿no crees?
Entonces viste el esfuerzo que hizo para sonreír y
agachó la mirada.
—¿Y si no se pudiera?
Apago el motor cuando la vecina entra a su casa y me alegro
de haberla evitado. Abro la puerta y encuentro a mi mujer lavando algunos
platos.
—Vienes temprano.
—Ernesto tomó mis horas. Hay un accidente aquí cerca que
me entretuvo más de media hora, ¿no viste mi mensaje?
—Discúlpame, dejé cargando el celular en el cuarto y
no he visto la hora —dijo y al darme un beso supe que mentía—. Cuéntame.
—Deja que vaya al baño un momento. ¿Te gustaría que pidamos
algo de comer?
Entro al baño y no alcanzo a escuchar su respuesta, si
la hubo. Conozco de memoria sus ojos tristes y estoy seguro de que volvió a
hacer la prueba sin mí. No sé qué quiere ahorrarme, o tal vez busca evitarme la
pena de decepcionarme, como si eso fuera posible.
—Tal vez viví con tanto miedo a embarazarme que ahora…
—Calla, no digas eso, no es tu culpa.
Me lavo las manos y veo en el cesto de la basura la prueba
de embarazo. Me siento sobre el inodoro y halo mis cabellos, conteniendo la
rabia.
«Ya no más. Se acabó. Las parejas también eligen no
tener hijos y eso haremos. Ella sola me basta, ¿le bastaré yo?».
Luis toma la prueba entre sus dedos para mirarla sin
miedo y hacer las paces con la vida. Aprieta el entrecejo y busca el inserto en
la caja. Al leerlo, sus ojos se abren por completo.
—¡Amor! —llama y sale del baño.
Diana está en la habitación, Luis entra y muestra la
prueba sin poder pronunciar palabras.
—Lo sé, era hacerlo mañana. Tuve miedo, no te enojes…
—Diana —insiste, levantando la prueba en su mano trémula y una sonrisa llena de lágrimas—, ¿la has visto bien?
Muy inspiradora historia
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