miércoles, 14 de mayo de 2025

Tres minutos

Doris Verónica Martínez Méndez


Tic-tac, tic-tac, tic-tac, cada paso de la aguja del reloj me parece más lento que el anterior, el chasquido tropieza con segundos más largos, llenos de vacío. Son las tres de la tarde, la hora de la misericordia, o eso me decían en la escuela dominical. Veremos si es cierto. ¿Quién diría que aún conservo un grado de fe? ¿O es superstición? El caso es que no puedo esperar hasta mañana. Abro la caja y extraigo su contenido, rompo la bolsa con los dientes, tomo el tubo en forma de lápiz y retiro la tapa. Doy un suspiro. Tiro a la basura el inserto con las instrucciones. Me las sé de memoria: un par de gotas de orina en la primera ranura y esperar tres minutos. Ver la segunda ranura: una raya es negativo, dos rayas es positivo. He perdido la cuenta de las veces… No, sabes perfectamente cuántas pruebas has hecho.

¿Recuerdas la primera prueba que te hiciste? Te la llevó aquel novio que te arrebató la razón por completo, ese mismo que tu madre nunca quiso, junto a una rosa y una nota que decía: «Estaré contigo, pase lo que pase». Su ilusión te atormentaba: «¿Y si sale positiva? No, no puede salir positiva». Eso le daría la razón a tu madre en que arruinabas tu vida. Debía ser una falsa alarma o le causarías un doloroso desengaño a tu padre, quien aún te miraba como una niña.

Leíste el inserto al menos doce veces. Estabas en el pequeño cubículo del baño público de una placita comercial. Te temblaban las rodillas, un nudo en las entrañas no te dejaba expulsar unas cuantas gotas de orina para analizar. Apenas mantenías tu equilibrio y golpeaste las paredes al balancearte de un lado a otro. Era igual que aquella tarde en que perdiste tu virginidad en el apretado interior de un Chevy 78. Cabalgaste al desgraciado sin tener idea de nada, por apenas tres minutos. El calor por estar las ventanas cerradas, la incomodidad y los chirridos del asiento delantero no evitaron el morbo por algo más que unos besos. Nunca habías explorado tu sexualidad y solo tenías la torpe ilusión que te inculcó la radio romántica del dial. Pronto, el pánico por las amenazas de una madre sobreprotectora y la culpa obligada por la estricta religiosidad de tu padre socavaron el deseo y, en lugar de placer, sentiste una profunda vergüenza. Y seguiría siendo así hasta el día de tu boda.

El líquido por fin cayó, caliente, entre tus dedos. ¡Mierda! Para los hombres sería más fácil tomar una prueba como esta, pero no, luego de descargarse en un orgasmo breve, su labor termina. El resto —y vaya qué resto— es cosa de la mujer. Tres minutos: la antesala del antes y el después. Viste el resultado y tuviste que rescatar las instrucciones del basurero, entre todos los asquerosos papeles, porque habías olvidado qué significaba una sola raya. Diste un suspiro de alivio, pero sentiste la nostalgia de un instinto que guardabas secretamente en tu interior.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Los segundos avanzan, pero mis pensamientos han dado veinte vueltas al reloj. Tomo una muestra limpia y sin accidentes. El dispositivo reposa sobre el tocador, junto a las velas que perfuman el cuarto de baño. Miro mis manos; tiemblan. «¿Qué si sale negativa? No, no puede salir negativa otra vez». Eso le daría la razón al médico en que era la última oportunidad. Ya no habría más coitos agendados con día y hora sin importar los ánimos, en posiciones sugeridas sin morbo ni instinto, quedándote quieta, escuchando la respiración del otro hasta terminar, subiendo luego las caderas sobre un cojín, apretando las piernas, tratando de retener cada gota, sin asearte y quitarte ese olor a sexo que no aseguraba nada. Nuevamente el miedo te robaba el placer. Esa última noche repetiste la rutina mientras tu esposo caía dormido por la fatiga y el éxtasis y sonreíste por saberlo satisfecho, pero fue un cosquilleo remanente el que te hizo reír cuando el sueño te vencía, olvidando el cojín bajo tus caderas para apretarte un poco más a él, sin darte cuenta.

Dos minutos han pasado y el último se arrastra más lento. «¿Por qué no esperé a mañana y hacer esto juntos? No. No aceptaría otra nota que diga: “Estaré contigo pase lo que pase”, y que nada suceda».

—¿Por qué no tenés bebés? —preguntó un día nuestro sobrino.

«¿Por qué?».

—Ya es hora de encargar uno —señaló mi suegro en año nuevo.

«¿Encargar? ¿A dónde? ¿A quién?».

—Mi mayor sueño es ser padre —confesó aquel novio y, al poco tiempo, buscó a alguien más para cumplirlo.

—¿Y si adoptamos? —propuso mi esposo luego de verme llorar sin consuelo la última prueba negativa, como si las leyes en este país fueran más piadosas que la biología.

El tic-tac del reloj enmudece de repente. Son las tres de la tarde y tres minutos. Pongo la mano en mi vientre como tantas veces. Se siente igual. Miro al espejo y no noto en mis ojos el brillo de la dulce espera. Recojo el tubo y lo tiro a la cesta de la basura.

«¿Será un alivio o un tormento para él si me rindo? Seguramente vendrá apurado para poder ver el partido de esta noche y no tendrá idea de nada de esto…», piensas sin imaginar que Luis ya viene en camino.

Hoy he salido más temprano del trabajo gracias a que Ernesto tomó las horas extra que me habían asignado.

—Déjame hacer tus horas, Luis, necesito el dinero.

—¿Por qué? ¿Se descompuso tu auto de nuevo? —pregunté y me animó la idea de salir un poco antes y poder ver el partido de fútbol en casa.

—¡No, qué va! —bajó la voz y miró al suelo—. Cecilia… está embarazada otra vez.

Aquella noticia fue un balde de agua fría. Ernesto y Cecilia tienen cuatro hijos, el último embarazo los sorprendió con unos gemelos que, según dicen, los están volviendo locos.

—Creí que habían cerrado la fábrica —dije en un intento de broma, mientras pensaba en cuánto tiempo podría ocultárselo a Diana, mi mujer.

—Ya ves que Cecilia es muy despistada, olvidó tomarse una pastilla y no le dio importancia. Una sola, Luis, ¿no te parece ridículo?

«¿Ridículo?», pensé y vi la imagen de Cecilia haciendo malabares con sus cuatro hijos, llevándolos al colegio, a la guardería, al médico, yendo a su trabajo, cosiendo los dobladillos de los pantalones, haciendo las comidas y todavía tener que tomar anticonceptivos porque Ernesto le tuvo pánico a la vasectomía. Sí, era ridículo.

«Las tres de la tarde, queridos amigos, ya se encuentra con nosotros nuestra compañera, Claudia, para acompañarlos hasta las siete de la noche con buena música...».

Cambio la radio al cruzar hacia la calle de la Reforma, según Waze estoy a solo tres minutos de casa, pero encuentro un congestionamiento inusual y no alcanzo a ver el motivo. Le mando un mensaje de texto a mi esposa para avisarle.

«Tan cerca y tan lejos», escribo y tomo una fotografía de la fila vehicular a solo dos cuadras de nuestra residencial.

—Este me parece un bonito lugar para vivir —te dijo ella cuando aún eran novios y paseaban de la mano en el parque municipal—. Es tranquilo y hace buen clima. Es raro encontrar un sitio donde aún puedas escuchar el trinar de los pájaros…

¿Recuerdas que no te aguantaste y te pusiste en una rodilla para mostrarle el anillo que llevabas en tu bolsillo hacía una semana, sin decidirte de qué manera dárselo? Así lo hiciste. Te pareció eterno el tiempo que le tomó responder. En el pasmo de sus ojos, por un breve momento, viste desfilar las sombras de sus miedos antes de decir: «Sí, quiero». Imaginaron una vida muy distinta a la que tienen ahora.

La primera vez que hiciste el amor con ella fue aún siendo novios, una tarde inocente en la que quedaron solos en casa de tus padres. Miraban una película, ya no recuerdas cuál, pero aquella magia espontánea se rompió con sus lágrimas afligidas, llenas de culpa.

—¿Y si he quedado embarazada? —te preguntó y quisiste tranquilizarla.

—Nos hemos cuidado, igual no pasa nada, vamos a casarnos —dijiste con calma, pero no fue hasta que le bajó el periodo que pudo estar en paz y, como una tregua a sus escrúpulos, no volvieron a estar juntos hasta la noche de bodas.

El mapa sigue diciendo que estoy a solo tres minutos, pero han pasado quince. Diana no ha visto mi mensaje y recuerdo: mañana toca hacer la prueba. Ya pasaron los días recomendados desde el último intento controlado por el ginecólogo. Nada como un esquema diseñado por un tercero para encender la pasión entre dos personas.

—Ya saben el protocolo —les dijo, como si eso fuera alentador, y solo pudiste estirar una sonrisa condescendiente.

Esa tarde llegaron a casa en absoluto silencio. Tú te fuiste a encender la televisión para ver el partido entre Colombia y Brasil. Ella fue a llorar al baño sin decirte nada. La culpa no le ha permitido decirte de todas las pruebas que ha hecho a tus espaldas.

—¿Qué pasa que todavía no hay hijos? —te preguntó tu papá en Navidad.

—No pasa nada y, por favor, no hagas el comentario. Es cosa nuestra.

«Quizás no sea tan malo», reflexionaste luego de la fiesta de cumpleaños de los gemelos. Aquella algarabía ensordecedora, los llantos, los gritos, la sobredosis de azúcar y las pataletas pusieron tu vida en perspectiva. Pero encontraste la mirada anhelante de tu mujer cuando ayudó a Cecilia a cargar a uno de los niños en brazos y entendiste que ella querría intentarlo una vez más.

Ese último intento fue diferente a todos los anteriores. De no tener expectativas distintas al cumplimiento de una tarea, surgió una pasión descomunal. Ella se aferró a tu cuerpo como si estuviera a punto de caerse al vacío. Sus suspiros eran una plegaria en la que parecía expiar sus viejos pecados. No importaba tu presencia, ella buscaba desesperadamente algo distinto al placer, y ese deseo hizo trascender el tuyo. En el secreto de sus súplicas, quisiste ser Dios y darle todo lo que pedía.

Son las tres y media, falta poco para llegar, los mismos tres minutos invariables en el mapa. Alcanzo a ver el accidente que bloquea la intersección y consigo rodear para entrar a la residencial.

Me estaciono al frente de la casa y veo a la molesta vecina regando sus plantas, seguramente ella también comenta lo mismo: Ocho años de matrimonio y no hay hijos.

En las amonestaciones se tocó el tema y notaste la mirada nerviosa de tu novia ante el cuestionario.

—¿Quieres tener hijos y cuántos?

—Al menos uno, ¿no crees?

Entonces viste el esfuerzo que hizo para sonreír y agachó la mirada.

—¿Y si no se pudiera?

Apago el motor cuando la vecina entra a su casa y me alegro de haberla evitado. Abro la puerta y encuentro a mi mujer lavando algunos platos.

—Vienes temprano.

—Ernesto tomó mis horas. Hay un accidente aquí cerca que me entretuvo más de media hora, ¿no viste mi mensaje?

—Discúlpame, dejé cargando el celular en el cuarto y no he visto la hora —dijo y al darme un beso supe que mentía—. Cuéntame.

—Deja que vaya al baño un momento. ¿Te gustaría que pidamos algo de comer?

Entro al baño y no alcanzo a escuchar su respuesta, si la hubo. Conozco de memoria sus ojos tristes y estoy seguro de que volvió a hacer la prueba sin mí. No sé qué quiere ahorrarme, o tal vez busca evitarme la pena de decepcionarme, como si eso fuera posible.

—Tal vez viví con tanto miedo a embarazarme que ahora…

—Calla, no digas eso, no es tu culpa.

Me lavo las manos y veo en el cesto de la basura la prueba de embarazo. Me siento sobre el inodoro y halo mis cabellos, conteniendo la rabia.

«Ya no más. Se acabó. Las parejas también eligen no tener hijos y eso haremos. Ella sola me basta, ¿le bastaré yo?».

Luis toma la prueba entre sus dedos para mirarla sin miedo y hacer las paces con la vida. Aprieta el entrecejo y busca el inserto en la caja. Al leerlo, sus ojos se abren por completo.

—¡Amor! —llama y sale del baño.

Diana está en la habitación, Luis entra y muestra la prueba sin poder pronunciar palabras.

—Lo sé, era hacerlo mañana. Tuve miedo, no te enojes…

—Diana —insiste, levantando la prueba en su mano trémula y una sonrisa llena de lágrimas—, ¿la has visto bien?

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