Rosario Sánchez Infantas
¡Uf! Las piernas me tiemblan como gelatina.
¡Estos incas eran hinchas de las escaleras!
¡Y no vamos ni a la mitad!
José Luis, de ocho años, subía con dificultad las escaleras de piedra; un poco más adelante sus padres cargaban a sus hermanas de cinco y cuatro años. La pequeña familia se había ilusionado con llegar a la cima de la colina. El guía turístico al promocionar el centro arqueológico Arwaturo, cuyo nombre significa «hueso quemado», lo describió como grandes almacenes de los incas, preparados para contener alimentos, tejidos, herramientas y armas de guerra.
El muchachito consideraba esta subida como una mortificación conferida inmerecidamente por sus padres. ¡En la cima lo iban a escuchar! Para argumentar mejor su reclamo, mientras rezongaba, llevaba la cuenta de los escalones subidos. De tramo en tramo, donde hacían sombra unos cipreses, se sentaban a descansar y contemplaban hacia atrás, cada vez más pequeña, la hondonada cubierta de terrenos agrícolas de diferentes colores, bosquecillos de eucaliptos y una hermosa laguna en la que se reflejaba el cielo azul matizado de grandes nubes blancas. Cantaban las avecitas silvestres, una ligera brisa refrescaba la soleada mañana y traía algún balido lejano.
Superado el peldaño doscientos catorce accedieron a la cima, una angosta y alargada planicie desde donde, hacia derecha e izquierda, vieron un gran valle, pequeñas poblaciones, cultivos multicolores y algunas colinas cubiertas de árboles. En la montaña más alejada destacaba una cordillera nevada resplandeciente por el sol. Jamás habían visto todo el valle del Mantaro desde tan alto. Acostumbrado a la ciudad gris en la que vivía desde que nació, José Luis quedó deslumbrado, aunque agitado al borde del colapso. Caminaron todavía unos trescientos metros hacia las construcciones pétreas.
—¿Por dónde, estos, son almacenes? —refunfuñó José Luis.
Entre la grama silvestre había casi una veintena de construcciones rectangulares de piedra y barro, ubicadas una al lado de otra, carentes de techo y algunas con sus paredes semiderruidas. Los restos de una pared pétrea y aromáticos cipreses rodeaban el conjunto.
—Aprecien los almacenes construidos por la etnia Wanka que habitó el valle antes de ser conquistada por los incas. Estos continuaron utilizándolos e incluso los mejoraron. Tienen más de quinientos años de antigüedad. Aprecien la técnica de refrigeración natural de los alimentos: en esta cima circula mucho viento, al igual que en todas las colpas del imperio incaico —explicaba entusiasta el guía turístico.
—Bueeeno. Siendo tan antiguas, se entiende que estén así, vacías. El guía hubiera dicho que nos iba a mostrar almacenes viejitos… o unas bodegas de los incas… o un minimarket de Pachacútec…
José Luis se sentó sobre el pasto, a la
sombra de un árbol, a descansar. Descargó su mochila, bebió agua, se quitó las
zapatillas y las lanzó cerca. Una cayó a su derecha y la otra detrás de él.
—¿Recién llegas y molestas? —le dice un niño
de su edad, mejillas coloradas, el ceño fruncido y una polera negra con la
figura impresa de un fémur a medio quemar. Había estado apoyado en el lado
opuesto del árbol.
—¡Uy! Disculpa. No te vi. ¿De dónde
saliste? —pregunta a su vez José Luis sorprendido.
—¡Qué pregunta tan tonta! Yo no te
pregunto, ¿de dónde entraste? No sé qué hago aquí. Cuidaba a un par de ovejitas
traviesas que me encargaron, me aburrí, me dormí un poquito y tú me despiertas
con un zapatillazo.
—¡Sorry! ¡Qué polera tan chévere!
—¡Gracias!¡Tu camiseta también está locaza!
—Por cierto, me llamo José Luis. Y tú,
¿cómo te llamas?
—Me llamo Fernando. Y ¿tienes hermanos?
—Dos latosas, Rosita y Carlita —dijo José
Luis con voz afectada.
—Las mías se llaman Gabrielita y Pochita —señala Fernando haciendo muecas de repulsa.
Luis se sintió muy bien con este nuevo
amigo. Empezaron a hacerse confidencias.
Compartían la molestia de ser hermanos mayores en sus respectivas
familias.
—¡Es un raspón en la rodilla!
—¡Avena caliente en el verano!
—¡Un jarabe amargo que huele a fresa!
—¡Un lápiz sin punta!
—¡Una pepa de aceituna que muerdes sin
darte cuenta!
—¡El kion que masticas creyendo que era
papita!
—El celu con cuatro por ciento de batería.
—¡Eso!
—No
es tan malo ser el mayor. Conmigo hablan mis papás de cosas importantes, no con
las enanas. Pero, hay que sacrificar el juego, los gustos, hay que
cuidarlas, ¡ni que fueran nuestras hijas!
—¡Préstale,
invítale, enséñale, ayúdale, perdónale!
—Da
el ejemplo, muéstrales cómo se hace, no te portes así que te están mirando tus
hermanitas.
—¡Pasar
de hijo único a padrecito!
—¡Tú
sí me entiendes! Ojalá fueras mi hermano.
—Y
maestro. Tómale la lección a tu hermanita, ayúdale con su tarea a la chiquita.
—Te muerden los
lápices, destapan tus plumones,
¡pintan tus cuadernos!
—Yo quería unos plumones chéveres. Como
no hay mucho dinero en casa, comprarían un estuche para cada hijo, mes a mes. Pero ¡cómo no!, «primero para tus hermanitas, luego para ti»
—parodió José Luis.
—Se
acabó pasarse a la cama de los papás cuando tienes miedo o cuando quieres hacer
creer que tienes miedo.
—Je, je, je. Yo también hacía lo mismo.
Conforme iban
contrastando sus experiencias como hermanos mayores, Fernando y José Luis
destacaban todo lo negativo que tenía esa condición en la familia. De pronto
escucharon los gritos. Un becerro pardo que ramoneaba los brotes tiernos de un
sauce, había entrado en pánico ante los gritos de Rosita y Carlita al verlo. El
torito empezó a correr para escaparse de ellas, pero se encontró con la mamá de
José Luis que daba gritos de terror, giró y comenzó a correr en la misma
dirección que Carlita.
Fernando y José
Luis empezaron a perseguirlo y dar gritos tratando de atraer su atención. Lo
lograron, el animalito se detuvo y viró hacia ellos. A pesar del miedo, los
muchachos seguían gritando para asegurarse que la niña estuviera a salvo. De
pronto, detrás de una de las construcciones de piedra, salió una enorme vaca
que corría en dirección de su ternero…, ¡y de los chicos!
Los niños no pararon hasta encaramarse en las primeras ramas de un árbol de ciprés, cerraron los ojos para no ver lo que iba a suceder. José Luis empezó a sentir sacudidas en su hombro derecho, luego en su cabeza. Pensó que iba a quedar como un hueso quemado. ¡Era el fin! Cuando se atrevió a abrir lentamente los ojos vio a su padre, arrodillado a su lado, instándolo a despertarse.
Todo había «pasado» tan rápido. A José Luis lo inundó una sensación de satisfacción y orgullo de sí mismo; sin embargo, empezó a refunfuñar por la «inmadurez» de sus padres. De seguro iban a contar su hazaña con el becerro a los abuelos, a sus padrinos, a sus amigos y, por los siglos de los siglos, a Rosita y Carlita.
«¡Qué bobo! Solo fue un sueño». Sonrió al reconocer que había sido muy agradable quejarse con Fernando. También se dio cuenta de que siempre haría lo que pudiera por cuidar a las enanas. ¡No está mal ser el hermano mayor!
Felizmente se bajaba del centro arqueológico a través de una rampa.
Un suculento almuerzo los esperaba en la ciudad.
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