jueves, 24 de abril de 2025

Ingenuidad

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


En el fondo, Saúl era un soñador romántico, ingenuo y hambriento de afecto en un mundo que no se apiada de quienes aman sin medida.

Había empezado un nuevo trabajo en una empresa de venta de autos. Quería tomarse la oportunidad en serio, por eso, en las noches, después del trabajo, asistía a un curso de marketing, en un instituto de prestigio.

Cercano a los treinta, su vida había sido inestable. Aún vivía con su madre, quien siempre había trabajado para mantenerlo. No estudió en la universidad, debido a que no priorizó el estudio en su vida, por lo que empezó a trabajar bastante joven.

En el instituto conoció a una hermosa chica de unos veinte años, de quien se sintió atraído desde el primer momento. Ella era un poco tímida y le respondía con amabilidad, aunque sin mucho interés. Lo único que llamaba su atención era que él era mayor y distinto a los chicos de su edad.

Físicamente Saúl era apuesto, varonil, alto y en buena forma física ya que jugaba futbol los fines de semana con amigos. Ella tenía un tipo más bien desenfadado, su cabello crespo y abundante enmarcaba un rostro bonito aceitunado, era baja de estatura y delgada.

Ese aire juvenil, indomable y distinto lo cautivó. No lo sabía aún, pero sería su perdición.

—Hola, Miriam, ¿cómo estás? —le susurró al oído con una voz envolvente.

—Bien, ¡me sorprendiste Saúl!, eres muy sigiloso a veces.

—Solo cuando me siento como un gatito curioso —bromeó Saúl, forzando una sonrisa que intentaba ser seductora, aunque delataba más bien vulnerabilidad.

Pronto la invitó a salir. Miriam se sentía importante a su lado. Los chicos de su edad la aburrían, y salir con Saúl le daba cierto encanto ante los demás.

Pasaron algunas semanas, y Saúl se enamoraba más de Miriam. A veces, ella se mostraba como una joven inocente, casi ingenua; otras, lo desconcertaba con una actitud que sugería que sabía demasiado sobre la vida y el amor.

Saúl quería estar con ella, pero ella le había dado a entender que nunca había estado con un hombre, y que necesitaba un poco de tiempo para conocerlo mejor. Esto lo cautivaba aún más, ya que, a pesar de considerarse un joven moderno, en el fondo todavía conservaba preceptos machistas, por ejemplo, que la mujer debía llegar virgen al matrimonio.

Decidió creer que su futura esposa era virgen y que sería él quien la desfloraría la noche de bodas.

La carne pudo más que el idílico deseo, y una noche que regresaban de una celebración de la oficina de Saúl, pararon en un hotel para entregarse el uno al otro en una noche de pasión.

Saúl sintió que estaba cruzando un umbral, como si aquel momento lo acercara a la vida que siempre había soñado. Pero en medio del deseo, hubo un instante mínimo, fugaz, en el que Miriam pareció distinta. Tuvo la impresión de que ella ya había estado ahí antes.

Esta nueva etapa de su relación se tornó intensa, apasionada, enigmática, ya que los encuentros variaban uno al otro, los días buenos eran mágicos. Miriam reía, lo abrazaba con dulzura y le susurraba promesas al oído. Pero en los días malos, su mirada se volvía fría, distante. A veces, explotaba sin razón. Como si una sombra del pasado la persiguiera.

A pesar de todo, Miriam creyó que era el momento de llevarlo a su casa y presentarle a su familia. Ellos vivían en el Callao, en una zona populosa, donde la seguridad no existía.

Saúl se sorprendió al ver el lugar, ya que si bien es cierto su situación económica no era la mejor, siempre había vivido en distritos de clase media.

Su amor por ella era más grande que cualquier prejuicio. Cuando conoció a su madre y a su hermana menor, entendió de dónde venía parte de su variabilidad. La madre, una mujer divorciada con una vida social muy activa, había llevado a varios de sus amantes a vivir con ellas. Esa casa había sido, más que un hogar, un campo de batalla silencioso.

Pasaron un par de años, de amores, encuentros, desencuentros y conflictos con su mamá, que no aprobaba la relación, hasta que Saúl animó a Miriam a que se presente a la empresa donde él trabajaba.

Con su cartón bajo el brazo, Miriam podía postular a un puesto de ventas en la empresa a pesar de que no contaba con experiencia, su carisma y juventud la ayudaron a hacerse de la plaza.

Saúl no tomaba conciencia de lo que estaba haciendo, ella inmadura aún, empezó a portarse diferente, coqueteaba con algunos, lo celaba con compañeras haciéndole la vida a cuadritos.

Pronto, Miriam tuvo que renunciar por el bien de ambos, ya que las molestias ocasionadas en el centro de labores trascendieron a los jefes.

En ese momento de su relación, la situación se hacía insostenible, Saúl mismo lo comentaba, no soportaba sus berrinches, sus arremetidas violentas sin mayor razón de ser, los exabruptos de la familia que empezaba a ser protagonista en la relación.

La madre y familiares de Saúl querían que terminase ya la relación, no la veían con buenos ojos, y solo esperaban el desenlace, pero no llegaba, fueron meses de espera, hasta que finalmente Saúl anunció que se iba a casar porque Miriam estaba embarazada y solo quedaba corregir el desliz con un matrimonio.

Así que un buen día de junio se realizó la ceremonia de matrimonio, los invitados eran solo la familia de ella y de él, quienes después del matrimonio pasaron a la casa de la mamá de Miriam. La madre de Saúl había decidido no ir al matrimonio, sin embargo, su abuelo le aconsejó a que fuera, pues era la voluntad de su nieto, aunque estuviese equivocado.

Saúl creyó que con el matrimonio todo cambiaría. Que el amor lo curaba todo. Pero Miriam solo mostró lo que siempre había estado oculto bajo su sonrisa inocente. Se quedaron a vivir en la casa de la mamá de Miriam, ya que su economía no les permitía vivir solos.

Así llegó el primer bebé, las peleas seguían, a veces estaban bien, otras no tanto, la madre de Saúl observaba desde lejos, cuando él recurría a ella, lo escuchaba y aconsejaba, esta situación se mantuvo todo el tiempo, con efectos nocivos.

Miriam se quejaba constantemente de que el sueldo no les alcanzaba. Diego crecía rápido y, con él, los gastos. Gracias al padre de Miriam, consiguieron una pequeña casa en Ventanilla. Quedaba lejos del trabajo de Saúl, pero no había otra opción. Fue en ese contexto que Miriam tomó una decisión inesperada: irse a trabajar al Cuzco.

—¿Por qué tienes que irte tan lejos para trabajar?

—La oportunidad está allá, me voy con Carolina, ya consiguió trabajo para ambas, serán dos semanas, pero me pagarán bien, es en marketing.

—Cómo haré con Diego, ¿no piensas en tu hijo?

—Porque pienso en él es que me voy, ya que tú no eres capaz de cubrir nuestras necesidades.

El viaje de Miriam duró un mes, regresó con una buena cantidad de dinero que no supo explicar cómo había conseguido, él no estaba tranquilo con sus respuestas.

—¡Basta, Saúl! —gritó ella, harta de sus preguntas—. ¿Quieres saber la verdad? ¡Fui al Cuzco a prostituirme! Lo planeamos desde el principio. No había trabajo, y esto era lo más rápido. ¡Ahí tienes tu explicación!

Saúl sintió que el aire le faltaba. Se quedó mudo, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. La mujer a la que había idealizado, la madre de su hijo… ¿lo había engañado así?

Aún en shock solo atinaba a seguir trabajando, pasar un tiempo con su hijo, no entendía lo que pasaba por la cabeza de Miriam, las peleas continuaban. Saúl la perdonó, aunque ella nunca se lo pidió. Se convenció de que su actitud era solo consecuencia de la falta de dinero en casa.

Saúl la veía cada vez más distante. Había algo en su mirada, en su actitud, que le decía que tarde o temprano ella se iría. No podía permitirlo. Si tenía otro hijo, quizás todo cambiaría. Tal vez se quedaría.

Pasó lo inevitable y Miriam estaba molesta por estar nuevamente embarazada, la idea ingenua de Saúl nuevamente no surtió efecto y ahora tenían dos niños.

Miriam después de dar a luz se dio al abandono, dormía hasta tarde, no atendía a sus hijos, Saúl debía dejar de trabajar para ir a atenderlos, darles sus alimentos, lo que le generaba problemas en su trabajo. Su rendimiento bajó.

Las peleas eran diarias. Al principio, eran solo discusiones. Luego, gritos. Con el tiempo, Miriam dejó de gritar y simplemente lo ignoraba. Lo que más le dolía a Saúl no eran las palabras hirientes, sino la frialdad. Ella ya no estaba ahí. No con él.

Miriam estrechó su amistad con Carolina, quien frecuentaba una comunidad feminista del Callao, que además acogía a la comunidad LGTB, empezó a ir a las reuniones. Sentía en carne propia los abusos que los hombres ejercían sobre las mujeres, en su trastornada psique, Saúl la maltrataba, tanto en forma verbal como emocional. Pero esa confusión entre percepción y realidad tenía raíces profundas: durante su infancia o adolescencia había sufrido abuso sexual de su propio padre.

Saúl ignoraba esta parte de su historia, creía que estaba desequilibrada, más no sabía el motivo.

Un día mientras se alistaban para salir a visitar a la madre de Saúl, Miriam le recriminó su condición de hombre a Saúl.

—¡Estoy harta de que te creas superior a mí! —gritó Miriam, con los ojos encendidos de furia.

—¿De qué hablas, Miriam? —Saúl frunció el ceño, sin entender qué había detonado su enojo esta vez.

—¡Crees que porque eres hombre tienes el control de todo, pero te equivocas! —escupió las palabras con desprecio.

—¿Qué te pasa? Ahora sí empiezo a creer que te volviste loca —dijo Saúl, cruzándose de brazos.

—También me han advertido que intentarás hacerme ver como loca para salirte con la tuya —dijo ella, con una sonrisa amarga.

—No sé de qué me hablas, creo que tus nuevas amigas te han llenado la cabeza de ideas absurdas —respondió Saúl, cansado.

—¡Ellas son las únicas que me entienden! —Miriam lo miró con desprecio—. Con ellas me siento completa. Los hombres solo sirven para engendrar hijos. ¡La vida sería mejor sin ustedes!  

Saúl sintió un escalofrío. Algo se había roto para siempre.

En su nueva comunidad, Miriam se sentía como pez en el agua. Estaba rodeada de mujeres que compartían no solo sus ideales, sino también una libertad sexual que ya había explorado y un abierto desprecio hacia los hombres. Fue en ese entorno donde conoció a Stephanie, una mujer de apariencia muy femenina que no tardó en coquetear con ella de forma directa. Al principio, Miriam lo tomó como un juego, una experiencia novedosa. Pero, con el tiempo, la atracción fue creciendo, volviéndose cada vez más irresistible. Así fue como descubrió una faceta desconocida de sí misma y comenzó una relación con Stephanie.

En ocasiones la llevaba a su casa, no le importaba que sus hijos estuvieran allí. Solo daba rienda suelta a sus deseos.

Finalmente, a Stephanie se le presentó la oportunidad de migrar a Italia, ya que tenía familiares que vivían allá, le contó a Miriam, ella vio la solución de su vida, ya no tendría que seguir atrapada en esa pequeña casa que detestaba, ya no tendría que soportar a Saúl y tampoco a sus hijos.

Miriam aceptó la propuesta, empezaron a planificar el viaje, lo harían en verano. Cuando la fecha llegó, le informó a Saúl que ahora mantenía una relación con Stephanie y que se iba con ella fuera del país.

—¿Te vas? ¿Así, sin más? —preguntó Saúl, incapaz de creerlo.

—Me voy porque quiero. Porque ya no te debo nada.

—¿Y nuestros hijos?

—Son tuyos ahora. Yo necesito vivir mi vida.

Saúl se puso fuera de sí, sintió un calor rabioso subirle por la espalda. Su corazón latía con violencia.

—Si te vas, te mato —susurró, con los dientes apretados.

Miriam rio. Un sonido hueco, casi ajeno, emergió de su garganta.

—No me busques. No me llames. Ya no existes para mí —dijo antes de cerrar la puerta.

Miriam se había encargado de convencer a su padre de que botara a Saúl con sus hijos de su casa pues ya no estaría allí.

Totalmente devastado no le quedaba más chance que recurrir a su madre, para que lo acogiera con sus hijos. Ese mismo día se comunicó con ella. Regresó cabizbajo, derrotado, en estado de shock. No entendía nada, todo había sido muy rápido. Su madre no le hizo preguntas, solo lo recibió.

Saúl siguió en su rutina mecánica: trabajar, volver a casa, ver a sus hijos desde la distancia mientras su madre se encargaba de todo. No tenía energía para discutir con ella, ni para luchar contra la sensación de vacío que lo devoraba por dentro.

Las noches eran las peores. Se quedaba despierto hasta tarde, con el celular en la mano, revisando la última conexión de Miriam. Nunca le escribía. Nunca llamaba. Pero tampoco la olvidaba.

Una tarde, mientras terminaba su jornada, el jefe lo llamó a la oficina.

—Saúl, me preocupa tu rendimiento —dijo con voz neutra—. Estás distraído, llegas tarde. No eres el mismo de antes.

Saúl bajó la mirada. Sabía que era cierto.

—¿Necesitas tiempo? —preguntó el jefe—. ¿Un cambio? ¿Algo?

Saúl no respondió de inmediato. No sabía qué necesitaba. ¿Tiempo? ¿Para qué? ¿Para seguir viviendo como un fantasma en la casa de su madre?

Esa noche, al llegar a casa, encontró a su madre en la cocina, dándole la cena a los niños. Ella lo miró con cansancio.

—Hoy lloraron por ti —dijo—. Querían que los llevaras al parque.

Saúl no supo qué responder.

Subió a su habitación y cerró la puerta. Se miró en el espejo. Estaba más delgado, con ojeras profundas. Parecía un hombre mayor, alguien que había renunciado a todo.

Buscó su teléfono y, sin pensarlo demasiado, escribió un mensaje: Miriam.

El cursor parpadeó en la pantalla. Las palabras le pesaban. ¿Qué quería decirle? ¿Preguntarle si alguna vez lo extrañó? ¿Pedirle que volviera? ¿O simplemente insultarla por todo lo que había hecho?

Borró el mensaje. Se dejó caer en la cama y cerró los ojos.

«Un mañana sin Miriam»…

No sabía si podría hacerlo. No sabía si quería hacerlo.

Pero, por primera vez, la idea estuvo ahí.

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