Doris Verónica Martínez Méndez
El despertador
suena a las cuatro de la mañana, invariable, desde hace cinco años. Descansa en
ocasiones los fines de semana, pero no todos. No he logrado adaptarme, no soy
una persona madrugadora. La inercia me arranca de la cama. Mi esposo queda dormido
y la gata lo acompaña. Mantengo los ojos cerrados hasta que golpeo contra la
puerta del baño. En aquella oscuridad narcótica busco el interruptor para
encender la luz. Abro la llave de la ducha deseando poder dormir cinco minutos
más bajo el agua fría.
A las
cuatro y media salgo de mi casa. ¿Olvidé algo? Más vale que no. Empaqué todo lo
necesario la noche anterior. ¿No es así? Es día de guardia, no puedo olvidar
nada. La luna me saluda, radiante, en el horizonte. El viento en la calle me
sacude, haciéndome tiritar. Estornudo una vez, dos, tres veces más. Pongo la
calefacción en el auto para desempañar el parabrisas y relajar mis músculos
contraídos por el frío. Me acomodo los anteojos y conduzco entre las calles
oscuras, donde los impuestos de la municipalidad no alcanzan para iluminación.
Faltan
diez minutos para las cinco y ya estoy atrapada en el tráfico matutino. El
extenso bulevar es una arteria vital de la Calle Panamericana que conecta los
municipios de la periferia con la gran capital. La gran mayoría se dirige a los
empleos triviales que los esclavizan de ocho de la mañana a cinco de la tarde con
una gastada promesa de superación. Yo, por el contrario, voy a uno de los
municipios periféricos y veo los cientos de farolas en aquella procesión solemne
de los trabajadores. Las motocicletas son enjambres de luciérnagas zigzagueantes,
con sus motores rugiendo a diestra y siniestra de los vehículos. Una guirnalda de
luces rojas en mi ruta me advierte del congestionamiento en la zona. Coloco el
navegador: Tomemos ruta nacional dos Calle Agua Caliente. Esta ruta es siete
minutos más rápida que Bulevar del Ejército Este…
Tomo el
desvío. La pronunciada curva me obliga a bajar la velocidad; no hay tendido
eléctrico y la pintura que delimita los carriles se ha borrado, las luces de
los vehículos me afectan la visibilidad, gracias a mi astigmatismo. Llego al
puente y veo el aviso: Carril central reversible de 5am a 9am. Doy un
suspiro al encontrarme calle arriba con el autobús que se detiene en estaciones
a recoger pasajeros cada diez metros, como un viacrucis del proletariado. No puedo
rebasarlo, el carril central es ahora utilizado en sentido contrario al que me
dirijo.
Veo el
mapa: Tiempo estimado en tráfico, doce minutos.
Luis
Miguel en la radio me trae el recuerdo de Isabel. Debería dedicarle un poco más
de tiempo y explotar su potencial. En aquella canción encuentro ideas y armo
escenarios inspiradores, pero son las cinco y treinta de la mañana y no tengo a
nadie para contárselos. Pienso en su padre, un pobre alcohólico que la orilló a
criarse a sí misma. Eso explicaría su obsesión por el orden y la pulcritud, su
severidad en el trabajo y su amarga soledad.
¡Cataplán!
El golpe seco en una de las llantas me saca de mis pensamientos: un bache, la calle
está llena de ellos. El alcalde no ha hecho nada por taparlos, ni siquiera los
que hay frente a su alcaldía... ¡Zoom! Un auto nos sobrepasa a media curva en
aquella caravana, infringiendo la norma. Los pitidos de las bocinas sugieren
los insultos e improperios de los conductores que puso en riesgo con su imprudencia.
—¡Qué hijo
de puta! —digo en un reproche que nadie va a escuchar.
Continúo
mi camino, esquivando baches, motociclistas y el camión de la basura que
recolecta los montones de deshechos en la muy poblada urbanización, donde las
casas se apilan en pasajes estrechos como si fueran cajas de concreto. Son las
cinco y cuarenta de la mañana. El nudo de vehículos en la intersección no me
permite cruzar, a solo diez metros del hospital. Una ambulancia con la sirena a
todo volumen advierte su paso; imagino a sus ocupantes como guijarros en una
maraca, rebotando en las curvas, sin cinturones de seguridad, mientras cuidan
del enfermo que trasladan. He perdido el sueño, a expensas de crisis nerviosas
y maniobras defensivas. La cámara del marcador detecta mi rostro agotado a las
cinco cincuenta y tres y me saluda con su voz robótica: Puede pasar.
Cruzo el
pasillo blanco iluminado por largas lámparas y llego a la puerta de vidrio
nevado del área de hospitalización. Me recibe un concierto de llantos y gritos
en todas direcciones. Los compañeros de guardia se alegran de verme.
—¿Cómo
está el tráfico?
—De los
mil demonios. ¿Cómo les fue anoche?
—Igual.
Paso la
ronda, recibo a los ingresados y dejo ir a los colegas deseándoles suerte en
ese éxodo de vehículos. Estoy sola y debo cubrir la emergencia. Pero antes, me
preparo un café. Desde mi consultorio escucho el rugido de los motores, las
bocinas, las sirenas y los silbatos de los policías de tránsito. El aire
acondicionado y la breve tranquilidad de la sala de pediatría vuelve a
aletargarme. Luego de quemarme un poco los labios con el café, en su aroma
tostado me viene a la mente la figura tosca y huraña de Enrique. Ha crecido mi
interés por él. Puedo ver la dulzura escondida en sus ojos negros y me atrae la
severidad de su entrecejo apretado. Es un villano para todos, pero no para mí.
Yo conozco su secreto. ¿Cómo habría de revelarlo? Sorprendería a todos si lo
hiciera, especialmente a Jorge, su hijo.
El
chirrido del disco en la impresora anuncia la llegada de un paciente. Salgo de
mis pensamientos para entrar de lleno al sistema de emergencia.
—¿Por qué
trae al niño, mamá?
—Es que
estaba dormido y le dio un nervio.
—¿Un
nervio?
—Sí,
empezó a mover el pie como si le diera un nervio.
Mi mente
viaja de nuevo a los tantos escenarios donde me gusta escapar. Si escribo estos
relatos inverosímiles, ¿me creerían? Hubo un tiempo que estas pequeñas crónicas
resultaron muy populares en mis redes sociales. ¿Eran críticas, chistes o
anécdotas? No importaba. Mis amigos parecían disfrutarlas mucho, como esa
columna de Aunque usted no lo crea que aparecía en las tiras cómicas del
periódico dominical. ¿Y si tal vez exploto ese mercado? El humor entre colegas
es muy importante para mantener la cordura. Extraño poder hacerlo. Pero luego
que unos médicos fueran despedidos y sancionados por el gobierno a causa de
unos tweets sacados de contexto, es mejor abstenerse de decir lo que uno
piensa.
Son las
ocho de la mañana y ya me encuentro evaluando a los niños ingresados. Las
paredes todavía emanan el olor de la pintura que la nueva administración autorizó,
borrando los hermosos murales de Frozen y Winnie Pooh que
ayudaban a distraer a mis pequeños de su enfermedad. Ahora no hay colores, todo
es blanco, como en un manicomio. Me acomodo en mi estación: una mesa
rectangular llena de boletas hechas de papel reciclado, almohadillas de tinta
azul y sellos de gomas. Tiene un fregadero al final y, no importa cuánto
aprietes la llave del grifo, gotea continuamente, emitiendo un ruido metálico que
se pierde entre las melodías de La vaca Lola y El patito Juan.
—Yo creí
que usted era de Candelaria —dice una de las madres a otra.
—No. Yo
conozco Candelaria por una prima del hermano de la mujer del señor que le
trabaja a mi tío Santiago.
La
enfermera y yo nos miramos un momento y escondemos la risa. Tomo mis audífonos
y decido aislarme de aquel caos de llanto, motores de nebulizadores, toses y
melodías infantiles. Todo está bajo control y mientras escribo las notas e
indicaciones, mi mente se disocia entre la medicina y la música.
Al
momento se encuentra estable, tolerando la vía oral y con aporte de oxígeno…
Quisiera ser un pez para tocar mi nariz en tu pecera…
Me detengo
un momento. Necesito anotar eso que vino a mi mente de manera brusca. Tomo una
de las recetas en blanco y escribo la idea, no tengo tiempo para desarrollarla.
Ya lo haré después. Doblo el pequeño papel y lo guardo en el bolsillo de mi
bata. Regreso a los expedientes clínicos y aquella melodía me hace pensar en
Andrés.
«Es
demasiado perfecto, sabrá deslumbrar, sin duda, pero no llegará a nada si no le
encuentro algún defecto», pienso.
—Doctora,
el niño del otro cubículo volvió a vomitar.
—Voy
enseguida —respondo y me quito los audífonos para guardar mis ideas, de nuevo.
El día
siguió sus rutinas, sin darme tregua para ventilar mis pensamientos. Tendré
unas horas libres antes del turno, las usaré para repasar mis anotaciones.
—No vendrá
Pérez —me avisa mi jefe después de almuerzo—. ¿Podrías cubrir la tarde? Te
compenso las horas.
—¿Podría
irme mañana temprano?
—Mañana
no, escogé otro día y me avisás.
Meto mis
manos en los bolsillos y puedo sentir el pedazo de papel en el que anoté la idea
que se ha ido diluyendo entre mocos, vómito y notas de evolución.
Inicia el
turno a las seis de la tarde y me encuentro con mi grupo de guardia. La
algarabía en la emergencia tiene horas pico, como el tráfico en las calles.
Casi siempre coincide con las horas de comer.
—¿Por qué
consulta?
—Lo traigo
porque mucho parpadea.
Son las
diez de la noche y busco un espacio para cenar con una de mis compañeras en el mismo
consultorio que ha visto lo indecible. Limpiamos el escritorio con un poco de
alcohol y disponemos la comida chatarra que ha perdido el sabor por estar
demasiado fría. Quisiera comer sola, despejarme, pero aquella charla sirve de
catarsis, lo cual ayuda a conservar la salud mental. Nos distribuimos las horas
de la madrugada para atender la emergencia y descansar un poco, si es que es
posible, usando de cama el diván pediátrico en el que apenas se acomoda el
cuerpo. El cansancio es brutal, obnubila los sentidos y pronto el dolor de
espalda, la luz en la rendija, el llanto de los niños, el frío, la tertulia de
las enfermeras, los pitidos de las máquinas y el ruido de mis pensamientos se desvanece.
Amanece
por fin. El reporte de turno: Ochenta y siete consultas y cinco ingresos. Doce
niños en hospitalización, sin eventualidades, porque, irónicamente, los ánimos
destruidos del personal no son un perjuicio al sistema de salud. Tomo una ducha
rápida en uno de los baños de la consulta general, pues el pequeño baño de los
médicos está ocupado. La regadera es un tubo sin forma que hace caer un chorro
de agua directamente del caño. No hay una cortina que evite salpicaduras al
piso. Estoy desnuda y me cala una sensación incómoda de estar siendo vigilada.
¿A qué arquitecto se le ocurre colocar una ventana en un baño? De vidrio
esmerilado, pero ventana al fin. Escucho el bullicio en los pasillos: Han
empezado a entrar los pacientes citados a sus consultas. Utilizo la ropa sucia
como alfombra. El inodoro no tiene tapa y mi maleta está sobre el lavamanos. Me
las ingenio para poder secar mis pies y ponerme calcetas limpias sin tropezarme.
El resto es más fácil. Mi estómago gruñe de hambre. Solo quedan ocho horas más
para salir.
El tráfico
de las dos de la tarde no es más benévolo que el de la madrugada, pero al menos
hay mejor visibilidad. Me detengo en un semáforo, justo frente a la pasarela
peatonal. Bajo las escaleras se encuentra una mujer de cuerpo regordete,
semidesnuda. Se está dando un baño con una cubeta de agua. Sus pechos caen
sobre su abdomen y las enaguas le llegan hasta sus tobillos. El resto de
conductores la ignoran, pero algo en ella me parece tan familiar que no puedo
dejar de verla. Sus cabellos revueltos se enredan en un moño alto, como si
fuera un nido de pájaros. Entonces viene a mi mente: Paloma, la pintoresca
mujer de la ciudad de Victoria que deambula por las azoteas gorjeando con las
tórtolas, sacando migas de pan de su bolsillo para alimentarlas. ¿Qué pudo
enajenar su mente de esa manera? Su imagen se superpone al de aquella
desconocida y su historia se desparrama en los rincones de mi mente. Debo tener
algunos detalles en el cajón de mi mesa de noche, anotados en pedazos de
recetas o boletas de hospital.
¡Piiiip!
El semáforo da luz verde, un conductor detrás de mí me muestra su impaciencia con
su bocina, induciendo al resto de conductores a hacer lo mismo, y todas las
expresiones de mi imaginación se diluyen en la realidad de aquellos pitidos.
Por primera vez me percato de la radio y no reconozco la canción ni el artista
que suena. Sí me parece que la letra le va mucho a la personalidad de Román, a
una de ellas al menos. No tengo oportunidad de detenerme y anotar una frase que
me ayude a buscarla después. La repito varias veces para memorizarla, pero sé
que al llegar a mi casa la habré olvidado, igual que tantas otras veces.
Son las
cuatro de la tarde. Llego a casa por fin. Mi esposo me recibe, feliz de verme.
Desempaco la ropa sucia y húmeda y la llevo a lavar.
—¿Cómo te
fue? —pregunta él mientras me ayuda.
—¿Por
dónde empiezo? —digo, agotada.
El remanso
de mi hogar se vuelve un suave somnífero que va apagando el piloto automático
en el que me he mantenido.
—¿Quieres
ver una película? —pregunta mi esposo después de cenar mientras acomoda los
platos en el lavavajillas.
—No.
Realmente tengo ganas de escribir.
Me acomodo
en mi cama entre los arrumacos de la gata y el frío que se cuela por la
ventana. Teniendo la computadora sobre mi regazo, abro por fin el documento que
dejé en blanco y veo el parpadeo del cursor en la primera línea. ¿Por dónde
empiezo? Cierro mis ojos para elegir entre todos los personajes que transitaron
por mi cabeza y pongo mis dedos sobre el teclado. Nada. Suena una melodía en el
fondo de mi cerebro. Es esa canción que no reconocí antes, pero sin la letra.
Debo poner yo las palabras.
El
pequeño cuarto de baño contenía una melodía amortiguada por el agua cayendo de
la regadera…
Mi esposo
llega pasadas las nueve de la noche y apenas abro los ojos para ver cómo aparta
la computadora. Con suavidad quita mis anteojos y me besa la frente.
—Vamos a
dormir —susurra y apaga la luz—. Ya mañana terminas lo que estabas haciendo.
me gustó muchísimo. tan natural en cada detalle sensible.
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