martes, 19 de noviembre de 2024

Un paso, una huella

Rosario Sánchez Infantas


¡Lo que daría porque alguien me rascase la espalda!

Me estremezco cuando muerde, sacude y me arranca un pedazo de piel, nervios y músculo. A veces solo se desplaza para volver al ataque. Me imagino que busca la grasa de mi cuerpo flaco. ¡Oh! Esta picazón insufrible me ha despertado. Soñaba que una fiera me devoraba. ¡Mierda! ¡Esto es el infierno! Deben ser larvas de mosca que se agitan. Se desplazan comiendo en mi espalda. ¡Qué comezón! ¡Esto es insufrible!

Me duele todo el cuerpo, me cuesta respirar y estoy aturdido. Veo que, del pecho hacia abajo, estoy atrapado por el lodo, piedras y plantas que arrastró una avalancha. Lo intento, pero es inútil, no puedo escapar de esta masa casi sólida.

La ceja de selva y sus miles de voces me permiten orientarme dónde estoy. No sé qué hago aquí ni qué día es. Recuerdo, vagamente, que las primeras luces del día son la señal de ponerse en pie y, rápidamente, hacer las cosas. Me parece que hice tantas cosas y que urge hacer muchas otras. ¿Ya comerían las mulas?, ¿mulas?... ¡Claro soy arriero! La primera obligación de un arriero es cuidar de sus mulas, siempre lo digo y mi Laura se molesta. ¿Dónde está Laura? Alguien vendrá a ayudarme.

Siento hambre. Recuerdo que cuando niño, en mi caserío en el sur de la China, despertaba y dormía con hambre. Había noches frías en que las viejas cobijas parecían sábanas mojadas. Los huecos de mis zapatos dejaban que el sucio barro mojara y entumeciera mis pies todos los días de la temporada de lluvias y en los deshielos de la primavera. Sin embargo, hasta cuando las ratas mordisqueaban mis orejas mientras dormía, tenía libertad para intentar hacer algo. Ahora no puedo hacer nada. Parece que estos malditos insectos, además del sufrimiento, me están devolviendo mis recuerdos. ¡Qué ganas de frotarme la espalda contra una roca rasposa!

¡Me están comiendo los gusanos! ¡Ahora es mi hombro derecho y ambos brazos! ¡Ayúdame, madre! ¿Llegará ayuda?   

Hijo mayor de una joven pareja de campesinos analfabetos, nací en un caserío de la provincia de Guangxi, en una época de hambruna por los desastres naturales y la epidemia del cólera. La situación económica se puso peor tras la derrota china en la Primera guerra del opio y por la sobrecarga de impuestos a los agricultores; tuvimos que abandonar nuestras pequeñas tierras. En un año habrían de morir mis padres y mi hermanita menor de una enfermedad desconocida. Along Li, el anciano barquero que nos transportaba me adoptó, pese a ser viudo y pobre. Habría de legarme el deseo de ser buena persona y la sabiduría de miles de hombres de todos los tiempos, mediante los proverbios que orientaban su actitud hacia la vida. Cumplí los cinco años cuando inició la guerra civil entre la dinastía Qing y los rebeldes Taiping. Pudimos sobrevivir catorce años de masacres generalizadas, devastación de poblados, casi treinta millones de personas muertas, migraciones y la profundización de la crisis económica y política en China.

Muerto mi protector, con diecinueve años y sin saber qué hacer con mi vida, me dirigí al puerto comercial de Macao. Allí conocí a «enganchadores» que informaban del éxito de colonos chinos afincados en América. Gruñéndome el estómago de hambre, me pareció fabuloso recibir dinero adelantado para pagarlo con mi trabajo en una hacienda del Perú, para lo cual me hicieron firmar un contrato por ocho años. No podía haber imaginado que, decenas de compatriotas morirían y serían echados al mar, pues enfermaban por la suciedad, desnutrición y apiñamiento, en un viaje que duró cuatro meses. La segunda semana del viaje, para espantar el dolor y el arrepentimiento me repetía como un mantra: «Si te subes a un tigre no bajarás cuando tú quieras, sino cuando quiera el tigre».

El 24 de junio de1870 llegué al puerto peruano del Callao y luego a la hacienda San Rafael en un valle norteño para trabajar en el cultivo de la caña de azúcar. Ni en los peores momentos, en mi patria, llevé grilletes en los pies y dormí encerrado con otros culíes como yo. Solo tenía derecho a una libra y media de arroz diario, dos mudas de ropa y una frazada al año, además de un lugar para dormir en un destartalado galpón. Gran parte del jornal de ocho reales semanales se convirtió en cupones para comprar, a precios carísimos y en la hacienda misma, algo de comida, abrigo, jabón o tabaco. Con ello incrementaba mi deuda, llegando a pensar que moriría sin poder pagarla.

Los hermanos Yiu y Along Apac tras nueve años de semi esclavitud cumplieron su contrato de trabajo en una hacienda algodonera y decidieron ir a probar fortuna, con otros connacionales, en la ceja de selva central. Dicha región estaba recibiendo grupos de colonos italianos y austro alemanes, decididos a hacer de la selva feraz un lugar de trabajo y residencia. Cuando llevaba tres años labrando la tierra, corrió la voz entre mis compañeros que Yiu Apac le había escrito una carta a Chián Apac, su sobrino, y lo animaba a fugarse de la hacienda y afincarse en la selva central. Allí ellos labraban la tierra y comerciaban libremente. Tres de nosotros compartimos la esperanza de fugarnos. Ella nos hizo resistir y hacer minuciosos preparativos. «Incluso la liebre muerde cuando es acorralada», me decía a fin de tranquilizarme por no cumplir mi contrato.

Tras muchas peripecias, atravesando casi medio país que nos consideraba paganos, atrasados, sucios y bárbaros, una mañana lluviosa de marzo de 1873 ingresábamos a La Merced, la tierra prometida. Un pequeño poblado en las últimas estribaciones de la cordillera de Los Andes, rodeado de bosques con una gran diversidad de plantas y animales silvestres. Tras haberse talado los árboles y haberle ganado terreno a la selva en algunas pequeñas haciendas próximas al pueblo se cultivaba coca, café, caña de azúcar y frutales, principalmente. En medio de la espesura de los bosques en pequeños claros habitaban varias tribus hostiles. Unos kilómetros más adelante, hacia el oriente, comienza la inmensa llanura amazónica que se extiende hasta el Atlántico.

Los caminos y trochas estaban intransitables, el calor era intenso y el temor a los nativos permanente. Salpicadas en la selva central una docena de haciendas con mano de obra andina y de algunos culíes. Los migrantes más antiguos en el lugar cultivaban pequeñas parcelas o se dedicaban al comercio; vendían sus productos agrícolas en poblados andinos aledaños. Allí compraban herramientas agrícolas y diversos utensilios que trocaban con nativos selváticos amistosos. Primero debí trabajar como peón en la hacienda de un peruano, a fin de juntar un pequeño capital, lo cual fue posible con la ayuda mutua que se prestaban nuestros connacionales, alrededor de cien, en su mayoría dedicados a la agricultura.

Poco a poco me fui acostumbrando a este entorno duro pero que permitía vivir en libertad. En un pequeño descampado, los peones andinos y sus familias, los días domingo, compartían comida, música y bailes. Por primera vez en cuatro años fui tratado como un igual por estas personas peruanas. Uno de esos domingos conocería a Laura Soto Vicuña. Una jovencita de piel trigueña, grandes ojos negros, rasgos armoniosos y apretadas trenzas. Era tan bella que me pareció inalcanzable. Sin embargo, me dije: Chián Ku seguirá trabajando mucho para un día ser digno de pedirla como esposa. Trabajé, Laura y yo nos enamoramos y gracias a que los andinos valoran al hombre trabajador y honesto, sus padres bendijeron nuestra unión y un misionero franciscano me bautizó, confirmó en la fe cristiana y casó el mismo día. Fuimos muy felices.

Cuando ya habían nacido nuestros tres chinitos peruanos, dos paisanos y yo teníamos nueve mulas y algunos burros y viajábamos juntos por esos peligrosos caminos, como arrieros. En la temporada de lluvias no salíamos debido a las precipitaciones torrenciales, crecidas de ríos y deslizamientos de lodo y piedras. Fue entonces que me buscó un fraile franciscano, que pidió llevara a tres de sus compañeros hasta su centro principal, el Convento de Santa Rosa de Ocopa, porque nadie más quería salir en esta época del año. Desde el siglo XVII los franciscanos paralelamente a la conversión de nativos, realizaban actividades comerciales en las zonas en las que iban instalando sus misiones. En ellas producían caña y en sus trapiches se elaboraba azúcar, melaza y aguardiente; los nativos debían trabajar tres días por semana para los franciscanos. Así mismo, proyectaban caminos de penetración a la selva, hacían construir puentes y llevaban la religión católica. Muchos de ellos morían flechados por nativos hostiles y sus cuerpos nunca fueron ubicados.

La explotación del caucho, que se expandía en la Amazonía, llegó muy cerca de la Merced. Se ofrecían recompensas a los nativos que cazaran a otros nativos a fin de ser utilizados como mano de obra esclava. Es así que algunas misiones franciscanas habían sido asaltadas y se habían llevado a hombres adultos y herido a algunos pobladores. En una reciente incursión dos frailes habían resultado heridos y era preciso llevarlos a su convento sede viajando unos diez días hacia el suroeste del país. Me dejé persuadir, y es que hablaban muy bonito. Conmovían al tocar las fibras más sensibles de quienes los escuchaban. No parecían ser los mismos que, en varias ocasiones, habían intentado tomar y explotar el Cerro de la Sal, el cual había sido administrado en paz y armonía por diferentes etnias, en la selva central, durante miles de años hasta la popularización de la sal marina.

La luz del amanecer, el canto de las aves y las miles de voces en la jungla me terminan de despertar. Todo me duele. Todo me pica. Estoy en una orilla del río Tulumayo. Nos ha arrastrado una avalancha. No veo a los frailes ni a las mulas. Esta trocha es muy poco transitada especialmente en esta época de luvias. Creo que es el fin.   

 

Tres años me costó intentar reconstruir la vida de Chián Ku, mi bisabuelo. Me siento desolado, estoy sentado en una piedra, no puedo sostenerme en pie. Los archivos de los monjes señalan la fecha y el nombre de dos franciscanos muertos, probablemente en una avalancha en 1880, en inmediaciones de Pacaybamba, a orillas del río Tulumayo. Quizás fueron sacrificados por nativos y echados al río. No figura el nombre del arriero culí que los guiara en su último viaje.

El cementerio del Convento de Santa Rosa de Ocopa cobija a difuntos de los poblados cercanos; en un pabellón exclusivo se conservan las lápidas de mármol de los monjes muertos en más de tres siglos de funcionamiento del monasterio. Quise comprobar por mí mismo que no están las tumbas de los monjes guiados por mi bisabuelo, que murieron en circunstancias desconocidas y cuyos cuerpos nunca se hallaron. Siempre escuché en casa «La esperanza es como un camino de campo: al principio, no existe ningún camino, pero a fuerza de caminar la gente traza uno». Tenía la esperanza de que el sacerdote que me informó se hubiera equivocado y que los franciscanos tuvieron la humanidad de dar cristiana sepultura, en Ocopa, al arriero que murió sirviéndolos. Quizás hubieran traído un cadáver anónimo a enterrar aquí. La fecha del entierro podría guiarme hacia la verdad.

Me abruma no poder hacer algo, ahora que suponía estar tan cerca de hallar los restos de mi ancestro. Alguien con pocas luces ha «arreglado» el cementerio; las tumbas antiguas y modestas han recibido una gruesa capa de esmalte blanco, tapando las inscripciones en el cemento.

–Si nos apuramos podemos visitar las catacumbas bajo el altar mayor –escucho lejano el mensaje de un monje guiando a media decena de seminaristas de la capital.

«Claro, quizás encuentre información valiosa en esas catacumbas». Me levanto, sacudo el polvo de los pantalones y corro para alcanzar al pequeño grupo. «Apúrate lentamente» escucho en mi mente como en casa desde que tengo memoria. Sonrío, hace más de ciento cuarenta años el bisabuelo Chián nos legó esta sabiduría milenaria traída desde la otra orilla del Océano Pacífico. Los alcanzo ingresando, por un costado del altar mayor, a la antigua sacristía que ahora almacena floreros, crucifijos, pequeñas andas y cirios. Mediante una escalera bajamos a una cripta que alberga aproximadamente cuarenta nichos. Mientras el guía explica que bajo sus pies están enterrados los primeros misioneros muertos en Ocopa, cuestiono mi hipótesis inicial. Aquí solo están los miembros de la comunidad religiosa. En los nichos no aparecen los nombres de los monjes que murieron cerca de Pacaybamba. Me imagino que tras el retraso en la llegada de los sacerdotes heridos y el arriero culí, habrían enviado a otros arrieros a buscarlos o enterrarlos en las inmediaciones de la avalancha o en el poblado más cercano. Solo por no interrumpir continúo con el grupo.

Aún me entusiasmó escuchar que algunos franciscanos están enterrados en ciudades selváticas como Pangoa, Río negro o Satipo, equidistante entre el lugar del accidente y Santa Rosa de Ocopa. ¡Quizás los enterraron en Satipo!¡Podría buscarlo allí! ¿Ciento cuarenta y cuatro años después? ¿Sus compañeros no sabrían dónde están enterrados?

¡Ya no era necesario hallar sus restos! Su presencia paradigmática ha estado en la vida de tres generaciones de peruano-chinos porque, Morir sin perecer, es presencia eterna, me parece escucharlo decir. Guardo, en la cartera, la imagen sepia del hombre delgado que sonríe con tierna timidez.

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