Laura Sobrera
Su última Navidad
la sorprendió en casa, con sus hijas, en una sobremesa atípica. Ya en esos días
era muy difícil sacarle una sonrisa, al menos para estas tres mujeres que la
acompañaban. ¿El lugar? La barbacoa de la morada, el sitio más iluminado del
hogar, con grandes ventanales que dan al jardín con árboles frutales y plantas
que con sus flores le daban un toque de color a ese día soleado. En la parrilla,
todavía quedaban vestigios de la carne asada que fue el plato principal de la
comida navideña familiar, la charla era amena y distendida hasta que la mayor,
en un momento trascendental le pregunta:
—¿Alguna vez
fuiste feliz?
—No —fue la
escueta respuesta.
La forma en que lo
dijo sorprendió a las hijas, que vieron sus ojos vidriosos por algunas lágrimas
que se empeñaba en retener. Se levantó como impelida por un resorte y se alejó
del lugar donde se llevaba a cabo esta informal reunión hacia su dormitorio,
lugar en el que se refugiaba cuando quería huir de algo que la mortificaba.
Las tres hijas
quedaron atónitas sin comprender cómo en ochenta y seis años su madre aseguraba
nunca haber sido feliz.
Al cabo de unos
minutos, más tranquila, regresa con un cuaderno gastado, amarillento por el
paso del tiempo con tapas duras apenas sujetas por unos cuantos hilos que
sobrevivieron el correr de los años. María y Martha, las hijas mayores, lo
conocían, pero Rosa nunca lo había visto.
Sin pensarlo
demasiado Celia, la mamá, se lo entrega a esta última, sin decir ninguna palabra
y se puso a hojearlo sin profundizar mucho por el contenido.
Las mayores
dijeron:
—Es el diario de
mamá.
El asombro de Rosa
se manifestó en la cara y sintió un profundo honor de que su madre se lo diera
para leer sabiendo que las otras ya conocían lo que estaba escrito en él.
Hasta ese
instante, la mamá era la imagen de la perfección o eso creía. Lo que había
hecho en su vida y cómo parecía ir más allá del límite de lo excelente y estar
en el inalcanzable terreno de lo perfecto, pero eso visto desde la perspectiva
de hijas que admiran a su madre como si fuera extraterrenal y viendo que su
papá tenía los mismos sentimientos respecto a ella. Brillaba en cada cosa que
tocaba o hacía. Eso hizo muy difíciles las cosas para su descendencia que no
tenían esa necesidad de ser perfectas, aunque buscaran la excelencia, pero sin
ser una obligación, sino más bien, una elección propia.
Fue como haber
vivido con el mismísimo rey Midas. Ese monarca de los cuentos infantiles tenía
sus lados oscuros. La carencia de expresión en el amor de cualquier tipo fue
como si hubiera nacido para sentir, pero no para demostrar, con un escudo o
barrera que la separaba del mundo. Sin embargo, aunque suene incoherente, era
capaz de los sacrificios más insólitos para cualquiera que no fuera ella misma.
Jamás pensaba en
sí misma, como si ella no se perteneciera y fuera mercancía ajena.
Ese diario,
escrito con letra de maestra de las de antes con una caligrafía impecable, que
Rosa comenzó a leer sin darle trascendencia, fue invadiendo el alma de esta
hija que era muy distinta a sus hermanas, tanto, que por lo general había
sentido no pertenecer a la familia.
Entre medio de la
lectura, hablaban con su madre sobre las palabras que había dicho y aunque sonara
reproche, le preguntaron:
—¿Por qué nunca
nos abrazaste o besaste?
—A mí me criaron
así. Papá nos besaba solo cuando salía de viaje. Yo por ser de las últimas en
nacer, ni siquiera fui atendida por mi madre, solo por la tía Iris. Lo hizo
bien, pero no era una mamá, aunque así era la costumbre de las familias
numerosas de principios del siglo pasado.
Rosa, que sintió
la ausencia de demostraciones de cariño quiso cambiar eso en los hijos que
engendró, para que nunca les faltaran las muestras de amor filial y así
enseñarles la importancia de que los afectos, cariños o amores se argumenten en
hechos, palabras, además de las caricias en esa búsqueda de que fueran felices,
antes que nada. Fue muy cariñosa con ellos, aún lo es. Nunca faltó la palabra
amable, el abrazo apretado, ese contacto físico que es tan importante para
formar personas dignas de habitar este mundo caótico.
—¿No sentiste
nunca la necesidad de un abrazo, un beso de tus padres?
—No teníamos
tiempo para eso. El ocio no era una opción Las labores manuales nos mantenían
ocupados. Leer era considerado una pérdida de tiempo, por eso solo destinábamos
a ello unos ratos por las noches. Costura, bordado, tejido, las manos siempre
ocupadas mantenían nuestras mentes activas con «cosas productivas», soñar no
estaba permitido, aunque es imposible evadir las ilusiones —dijo con la mueca
de una sonrisa.
—Pero el amor
tiene que ser importante, ¿no?
—El amor de las
novelas no existe —contesta tajante.
De nuevo se
levantó como si necesitara respirar un poco de aire fresco. Siempre la ahogaba
enfrentarse a sí misma, algo de lo que vivió huyendo.
Cuando entró en su
dormitorio, la menor comenzó a declamar como si fuera una letanía que las demás
la siguieron a coro:
«Era una inmensa pampa de granito; su
color, gris; en su llaneza, ni una arruga; triste y desierta; triste y fría;
bajo un cielo de indiferencia, bajo un cielo de plomo. Y sobre la pampa estaba
un viejo gigantesco; enjuto, lívido, sin barbas, estaba un gigantesco viejo de
pie, erguido como un árbol desnudo. Y eran fríos los ojos de este hombre, como
aquella pampa y aquel cielo; y su nariz, tajante y dura como una segur; y sus
músculos, recios como el mismo suelo de granito; y sus labios no abultaban más
que el filo de una espada. Y junto al viejo había tres niños ateridos, flacos,
miserables; tres pobres niños que temblaban, junto al viejo indiferente e
imperioso, como el genio de aquella pampa de granito».
Recordaron esa parábola entre sonrisas y recuerdos.
—¿No les parece que ese viejo es como mamá? —preguntó Rosa.
Hasta su descripción física es acorde a ella.
—Sí, tal cual —respondió María— no en vano, José Enrique Rodó
personificó con él a la fuerza inquebrantable de la voluntad y a los niños con
nuestras entrañas, talentos y capacidades.
Hicieron un silencio que se asemejó a la trama de una obra
teatral, aunque pareció que las tres visualizaba esa parábola de formas muy
diferentes, según la experiencia de cada una con el alma del hogar.
En ese momento,
Rosa encuentra una carta, la lee con gran interés y fue una gran sorpresa que
estuviera dirigida a una persona que no era su padre.
Con mirada
interrogante les pregunta a sus hermanas:
—¿Quién es la
persona a la que está dirigida esta carta?
—Fue un hombre que
conoció cuando ya estaba comprometida con papá —contestaron— si lo quieres
conocer, busca debajo de una estampa con flores, allí está su foto.
Rosa revisó
afanosa cada estampa pegada y allí, como dijeron sus hermanas, estaba la foto
de Gustavo, hombre atractivo, ojos claros, cabello rubio con gomina, con un
pocito en el mentón, que daba la sensación de fortaleza masculina.
—¿Quién fue
Gustavo? —le preguntó Rosa sin anestesia, cuando su madre hubo vuelto.
—No fue nadie.
—Pero mamá, estas
líneas no parecen dirigidas a un «nadie».
—Las cosas no se
podían cambiar —dijo con voz ahuecada, como si no fuera de ella— estaba
comprometida con tu padre y me casé con él.
—¿Intentaste
rebelarte?
—Las mujeres no
rompían los compromisos.
Cada vez que la
conversación llegaba a un punto álgido se alejaba hacia la habitación, como si
el tema de conversación fuera una pesada carga de recuerdos, que su cuerpo no
pudiera sostener, por eso se retiraba, para respirar, reponerse y ahogar recuerdos
que sentía que no debía tener.
Rosa les dijo a
sus hermanas:
—La mujer que
escribió esta carta y otras cosas en el diario no tiene nada que ver con mamá.
La pasión con la que describe lo que significa para ella separarse de Gustavo,
ese no poder respirar, el pedirle que no la mire porque no podría dejarlo es
amor verdadero, ese que solo viene una vez en la vida y hay que seguirlo o
decidir morir, aunque se siga respirando.
Cuando la madre
volvió a la mesa, Rosa le dijo algo que la sorprendió:
—¿Sabes mamá?, me
hubiera gustado conocer a la mujer que se enamoró de Gustavo.
Un destello de luz
intentó asomar, pero solo fue un instante. Su hija lo vio, pero prefirió no
decir nada. Ella seguía insistiendo en que no había sido importante, cual
mantra aprendido que repetía intentando convencerse de la veracidad de sus
propias palabras.
Cambiaron de tema,
algo que esa madre agradeció. Para alguien que escondió su corazón durante toda
la vida, es casi imposible que cambie de opinión con respecto al «nadie» que
estuvo solo un tiempo de su pasado, aunque por las fechas de ese diario, duró
hasta que la hija menor cumplió cinco años.
Rosa por fin pudo
comprender muchas cosas de la relación de su mamá con el padre, hermanos,
ellas, las hijas, una que cambió de forma sustancial con la llegada de los
nietos y bisnietos. En ellos pudo abrir un poco ese corazón sacrificado.
Pasada la Navidad,
Rosa le escribió unas líneas contando esta historia desde su perspectiva. El corazón
de esa gran madre sufrió por enfermedades y dolores del alma, por eso pensó
mucho si darle o no ese escrito.
Sus hermanas
pensaron que no era buena idea, así que decidió tantear el destino y
preguntarle si le molestaría que escribiera sobre su historia, esa que quedó
escondida en el tiempo y en su corazón, aunque se empeñara en decir lo
contrario.
Cuando la terminó
buscó un momento en que estuvieran a solas, y se las leyó, y Celia guardó en el
mismo diario, junto a la carta a Gustavo, las líneas que su hija le había
dedicado.
Tuvo miedo al
mostrarle el diario. Temió ser juzgada y eso no sucedió. A Martha no le gustaba
esta historia, le hacía sentir que el papá no había sido importante, pero Rosa
era diferente. Ella entendió que el padre, fue papá y eso no podía ser cambiado
por nadie. La madre lo quiso mucho y cuidó aún más, pero amor, lo que se dice ese
AMOR con mayúsculas es el que sintió por Gustavo. La vida es lo que es, al
igual que las personas.
Eso no desmerece
todas las otras cualidades que ella tuvo y que fueron muchas, pero como Rosa
dijo en esa carta que le dedicó:
«Hay veces que
detrás de la historia está escondida una pequeña ventana que otorga un permiso
especial; cuando la vida se pone dura o se la siente injusta, podemos asomarnos
a ella o tal vez, solo leer unas líneas en las páginas amarillentas de un viejo
diario escrito con letra de maestra de las de antes que nos recuerden no
únicamente lo que fuimos, sino también, viendo esa foto oculta bajo la postal
de una flor, lo que pudimos haber sido».
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