viernes, 18 de marzo de 2022

Escondida en la historia

Laura Sobrera


Su última Navidad la sorprendió en casa, con sus hijas, en una sobremesa atípica. Ya en esos días era muy difícil sacarle una sonrisa, al menos para estas tres mujeres que la acompañaban. ¿El lugar? La barbacoa de la morada, el sitio más iluminado del hogar, con grandes ventanales que dan al jardín con árboles frutales y plantas que con sus flores le daban un toque de color a ese día soleado. En la parrilla, todavía quedaban vestigios de la carne asada que fue el plato principal de la comida navideña familiar, la charla era amena y distendida hasta que la mayor, en un momento trascendental le pregunta:

—¿Alguna vez fuiste feliz?

—No —fue la escueta respuesta.

La forma en que lo dijo sorprendió a las hijas, que vieron sus ojos vidriosos por algunas lágrimas que se empeñaba en retener. Se levantó como impelida por un resorte y se alejó del lugar donde se llevaba a cabo esta informal reunión hacia su dormitorio, lugar en el que se refugiaba cuando quería huir de algo que la mortificaba.

Las tres hijas quedaron atónitas sin comprender cómo en ochenta y seis años su madre aseguraba nunca haber sido feliz.

Al cabo de unos minutos, más tranquila, regresa con un cuaderno gastado, amarillento por el paso del tiempo con tapas duras apenas sujetas por unos cuantos hilos que sobrevivieron el correr de los años. María y Martha, las hijas mayores, lo conocían, pero Rosa nunca lo había visto.

Sin pensarlo demasiado Celia, la mamá, se lo entrega a esta última, sin decir ninguna palabra y se puso a hojearlo sin profundizar mucho por el contenido.

Las mayores dijeron:

—Es el diario de mamá.

El asombro de Rosa se manifestó en la cara y sintió un profundo honor de que su madre se lo diera para leer sabiendo que las otras ya conocían lo que estaba escrito en él.

Hasta ese instante, la mamá era la imagen de la perfección o eso creía. Lo que había hecho en su vida y cómo parecía ir más allá del límite de lo excelente y estar en el inalcanzable terreno de lo perfecto, pero eso visto desde la perspectiva de hijas que admiran a su madre como si fuera extraterrenal y viendo que su papá tenía los mismos sentimientos respecto a ella. Brillaba en cada cosa que tocaba o hacía. Eso hizo muy difíciles las cosas para su descendencia que no tenían esa necesidad de ser perfectas, aunque buscaran la excelencia, pero sin ser una obligación, sino más bien, una elección propia.

Fue como haber vivido con el mismísimo rey Midas. Ese monarca de los cuentos infantiles tenía sus lados oscuros. La carencia de expresión en el amor de cualquier tipo fue como si hubiera nacido para sentir, pero no para demostrar, con un escudo o barrera que la separaba del mundo. Sin embargo, aunque suene incoherente, era capaz de los sacrificios más insólitos para cualquiera que no fuera ella misma.

Jamás pensaba en sí misma, como si ella no se perteneciera y fuera mercancía ajena.

Ese diario, escrito con letra de maestra de las de antes con una caligrafía impecable, que Rosa comenzó a leer sin darle trascendencia, fue invadiendo el alma de esta hija que era muy distinta a sus hermanas, tanto, que por lo general había sentido no pertenecer a la familia.

Entre medio de la lectura, hablaban con su madre sobre las palabras que había dicho y aunque sonara reproche, le preguntaron:

—¿Por qué nunca nos abrazaste o besaste?

—A mí me criaron así. Papá nos besaba solo cuando salía de viaje. Yo por ser de las últimas en nacer, ni siquiera fui atendida por mi madre, solo por la tía Iris. Lo hizo bien, pero no era una mamá, aunque así era la costumbre de las familias numerosas de principios del siglo pasado.

Rosa, que sintió la ausencia de demostraciones de cariño quiso cambiar eso en los hijos que engendró, para que nunca les faltaran las muestras de amor filial y así enseñarles la importancia de que los afectos, cariños o amores se argumenten en hechos, palabras, además de las caricias en esa búsqueda de que fueran felices, antes que nada. Fue muy cariñosa con ellos, aún lo es. Nunca faltó la palabra amable, el abrazo apretado, ese contacto físico que es tan importante para formar personas dignas de habitar este mundo caótico.

—¿No sentiste nunca la necesidad de un abrazo, un beso de tus padres?

—No teníamos tiempo para eso. El ocio no era una opción Las labores manuales nos mantenían ocupados. Leer era considerado una pérdida de tiempo, por eso solo destinábamos a ello unos ratos por las noches. Costura, bordado, tejido, las manos siempre ocupadas mantenían nuestras mentes activas con «cosas productivas», soñar no estaba permitido, aunque es imposible evadir las ilusiones —dijo con la mueca de una sonrisa.

—Pero el amor tiene que ser importante, ¿no?

—El amor de las novelas no existe —contesta tajante.

De nuevo se levantó como si necesitara respirar un poco de aire fresco. Siempre la ahogaba enfrentarse a sí misma, algo de lo que vivió huyendo.

Cuando entró en su dormitorio, la menor comenzó a declamar como si fuera una letanía que las demás la siguieron a coro:

«Era una inmensa pampa de granito; su color, gris; en su llaneza, ni una arruga; triste y desierta; triste y fría; bajo un cielo de indiferencia, bajo un cielo de plomo. Y sobre la pampa estaba un viejo gigantesco; enjuto, lívido, sin barbas, estaba un gigantesco viejo de pie, erguido como un árbol desnudo. Y eran fríos los ojos de este hombre, como aquella pampa y aquel cielo; y su nariz, tajante y dura como una segur; y sus músculos, recios como el mismo suelo de granito; y sus labios no abultaban más que el filo de una espada. Y junto al viejo había tres niños ateridos, flacos, miserables; tres pobres niños que temblaban, junto al viejo indiferente e imperioso, como el genio de aquella pampa de granito».

Recordaron esa parábola entre sonrisas y recuerdos.

—¿No les parece que ese viejo es como mamá? —preguntó Rosa. Hasta su descripción física es acorde a ella.

—Sí, tal cual —respondió María— no en vano, José Enrique Rodó personificó con él a la fuerza inquebrantable de la voluntad y a los niños con nuestras entrañas, talentos y capacidades.

Hicieron un silencio que se asemejó a la trama de una obra teatral, aunque pareció que las tres visualizaba esa parábola de formas muy diferentes, según la experiencia de cada una con el alma del hogar.

En ese momento, Rosa encuentra una carta, la lee con gran interés y fue una gran sorpresa que estuviera dirigida a una persona que no era su padre.

Con mirada interrogante les pregunta a sus hermanas:

—¿Quién es la persona a la que está dirigida esta carta?

—Fue un hombre que conoció cuando ya estaba comprometida con papá —contestaron— si lo quieres conocer, busca debajo de una estampa con flores, allí está su foto.

Rosa revisó afanosa cada estampa pegada y allí, como dijeron sus hermanas, estaba la foto de Gustavo, hombre atractivo, ojos claros, cabello rubio con gomina, con un pocito en el mentón, que daba la sensación de fortaleza masculina.

—¿Quién fue Gustavo? —le preguntó Rosa sin anestesia, cuando su madre hubo vuelto.

—No fue nadie.

—Pero mamá, estas líneas no parecen dirigidas a un «nadie».

—Las cosas no se podían cambiar —dijo con voz ahuecada, como si no fuera de ella— estaba comprometida con tu padre y me casé con él.

—¿Intentaste rebelarte?

—Las mujeres no rompían los compromisos.

Cada vez que la conversación llegaba a un punto álgido se alejaba hacia la habitación, como si el tema de conversación fuera una pesada carga de recuerdos, que su cuerpo no pudiera sostener, por eso se retiraba, para respirar, reponerse y ahogar recuerdos que sentía que no debía tener.

Rosa les dijo a sus hermanas:

—La mujer que escribió esta carta y otras cosas en el diario no tiene nada que ver con mamá. La pasión con la que describe lo que significa para ella separarse de Gustavo, ese no poder respirar, el pedirle que no la mire porque no podría dejarlo es amor verdadero, ese que solo viene una vez en la vida y hay que seguirlo o decidir morir, aunque se siga respirando.

Cuando la madre volvió a la mesa, Rosa le dijo algo que la sorprendió:

—¿Sabes mamá?, me hubiera gustado conocer a la mujer que se enamoró de Gustavo.

Un destello de luz intentó asomar, pero solo fue un instante. Su hija lo vio, pero prefirió no decir nada. Ella seguía insistiendo en que no había sido importante, cual mantra aprendido que repetía intentando convencerse de la veracidad de sus propias palabras.

Cambiaron de tema, algo que esa madre agradeció. Para alguien que escondió su corazón durante toda la vida, es casi imposible que cambie de opinión con respecto al «nadie» que estuvo solo un tiempo de su pasado, aunque por las fechas de ese diario, duró hasta que la hija menor cumplió cinco años.

Rosa por fin pudo comprender muchas cosas de la relación de su mamá con el padre, hermanos, ellas, las hijas, una que cambió de forma sustancial con la llegada de los nietos y bisnietos. En ellos pudo abrir un poco ese corazón sacrificado.

Pasada la Navidad, Rosa le escribió unas líneas contando esta historia desde su perspectiva. El corazón de esa gran madre sufrió por enfermedades y dolores del alma, por eso pensó mucho si darle o no ese escrito.

Sus hermanas pensaron que no era buena idea, así que decidió tantear el destino y preguntarle si le molestaría que escribiera sobre su historia, esa que quedó escondida en el tiempo y en su corazón, aunque se empeñara en decir lo contrario.

Cuando la terminó buscó un momento en que estuvieran a solas, y se las leyó, y Celia guardó en el mismo diario, junto a la carta a Gustavo, las líneas que su hija le había dedicado.

Tuvo miedo al mostrarle el diario. Temió ser juzgada y eso no sucedió. A Martha no le gustaba esta historia, le hacía sentir que el papá no había sido importante, pero Rosa era diferente. Ella entendió que el padre, fue papá y eso no podía ser cambiado por nadie. La madre lo quiso mucho y cuidó aún más, pero amor, lo que se dice ese AMOR con mayúsculas es el que sintió por Gustavo. La vida es lo que es, al igual que las personas.

Eso no desmerece todas las otras cualidades que ella tuvo y que fueron muchas, pero como Rosa dijo en esa carta que le dedicó:

«Hay veces que detrás de la historia está escondida una pequeña ventana que otorga un permiso especial; cuando la vida se pone dura o se la siente injusta, podemos asomarnos a ella o tal vez, solo leer unas líneas en las páginas amarillentas de un viejo diario escrito con letra de maestra de las de antes que nos recuerden no únicamente lo que fuimos, sino también, viendo esa foto oculta bajo la postal de una flor, lo que pudimos haber sido».

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