Rosario Sánchez Infantas
No es que no pudiera dormir, no había dejado de pensar toda la noche.
Illary (amanecer) tenía el cuerpo entumecido por haber pasado la noche
sin cobijas, acurrucado sobre el suelo irregular y recubierto por hierbas
silvestres. Abrió los ojos, una tenue luminosidad le permitió ver la pequeña
habitación circular de paredes de piedra, el aire helado se calaba por los
resquicios del improvisado techo de matas leñosas. Era un muchacho delgado, de aproximadamente catorce años, de tez morena;
su agraciado rostro se mostraba demacrado y con grandes ojeras. Vestía como un
hombre del pueblo inca: una túnica que le llegaba hasta las rodillas, un manto
a modo de capa, ambos de lana de auquénido y sandalias de cuero.
Afuera algunas avecitas entonaban sus cantos matutinos. Clareaba el día
once de junio de 1534 y desde aquel macizo de cerros se veía el amplio y fértil
valle que se extendía por setenta kilómetros hacia el sur en la región central andina del
imperio de los incas el cual abarcaba cuatro mil kilómetros en lo que varios
siglos después sería América del Sur. En las zonas altas los pastizales dorados
contrastaban con los abundantes árboles de diversos tonos de verde; en el fondo
del valle, cultivos multicolores. Un azul claro se iba imponiendo a los celajes
naranja, oro y rosa en el límpido cielo.
«¿No te has ido mal sueño? ¿Cuándo vas a acabar? –dijo con la voz quebrada mientras se incorporaba hasta
quedar arrodillado, inclinó la cabeza y, llorando ruidosamente como un niño
pequeño, se dejó caer. Con el rostro en el suelo, lloró mucho tiempo–. ¿Para
qué esta vida sin amor, sin alegría, sin vida? ¡Nunca más te veré, madre
querida!… –dijo, fijando su mirada delante suyo, como si la recordara y volvió
a sollozar–, padre mío, sombra, cobijo… Uchuykilla (luna pequeña), Shullahuayta (flor del rocío), hermanitas mías nunca más reiremos juntos, nunca más
juegos, nunca más cantos, ni sus mentirillas serias. –Agitó la cabeza
y suspiró. Se quedó unos instantes
en silencio y, al parecer recordando algo grave, se incorporó de manera violenta–. ¡Pacha-tikray! ¡Todo se ha
vuelto! ¡Nada sirve! ¡Es el fin de nuestro mundo! Alanceados, degollados,
humillados y ciegos sin poder creer en lo que creíamos. Han encarcelado y
matado a nuestros gobernantes, Sapa Inca,
hijos del sol. ¡Cuánto te he pedido madre luna, borra los malos sueños,
devuélveme a mi familia, a nuestras comunidades y su buen gobierno!».
Allí, en Tunanmarca (pueblo en la cima) a tres mil
seiscientos metros sobre el nivel del mar, a cero grados de temperatura, en una
altiplanicie, entre cientos de pequeñas construcciones pétreas semiderruidas,
el muchacho se sentía seguro. Antes del siglo XV, cuando los incas conquistaron
esta región, diversos asentamientos humanos se ubicaban en las cimas de los
cerros que conforman el valle; integrados al imperio incaico vivieron en
poblados en el fondo de la amplia hondonada. Ahora el abandonado pueblo preínca
era un buen cobijo para quien quisiera esconderse, lejos de los caminos
principales y de las poblaciones, y no ser visto por los invasores españoles
que ya se habían afincado en el imperio incaico tomado por asalto y empezaban a
fundar ciudades bajo su gobierno, como la ciudad de Jauja, al pie de donde
Illary se encontraba. Contar con el apoyo de un gobernante inca títere
facilitaba la consolidación de la conquista española.
Illary recordó a su perdida
familia. Orqo Wuaranga, su
padre, a quien no veía hacía cuatro años, tendría ahora cuarenta años. Era
alto, de piel oscura, fornido, parco y preciso. Expresaba su afecto de un modo
opacado y algo torpe, lo cual producía profunda ternura en el sensible
muchacho. Solía emplear expresiones breves y en un tono pontifical que su hijo
creía necesario interpretar con calma. Provenía de Mollepata, un pequeño poblado en la serranía norteña del
imperio. Situado en la vertiente oriental de la cordillera de los andes, era
uno de los muchos valles interandinos, ubicados alrededor de los tres mil
metros de altitud, que intercalaba paisajes agrestes y hermosas campiñas. Dada
su proximidad con pastizales para
los rebaños reales de camélidos, esa zona se especializó en la realización de
tejidos. A los dieciocho años había sido seleccionado para recibir entrenamiento militar.
En 1519, a los veintiséis años, Orqo
Waranqa tomó como esposa a
Cusirimay (la del alegre hablar), hermosa muchacha del lugar, seis años menor
que él.
La joven esposa del guerrero era
morena, delgada, de cuerpo armonioso. Su largo cabello negro enmarcaba un
rostro gracioso con hoyuelos en las mejillas y hermosos ojos negros. Ella había
sido una paco aclla, una de las mujeres que eran reclutadas aún adolescentes y
escogidas para ser preparadas en los llamados acllahuasis, por su origen social o por su excepcional belleza.
Siendo hija de un cacique regional, fue dada como esposa a Orqo Waranqa, quien participara en una campaña exitosa
en la expansión inca hacia regiones norteñas. Gracias a su formación en el acllahuasi,
Cusirimay dominaba la elaboración del
finísimo tejido cumbi: aquel que
servía para la vestimenta del inca y la nobleza.
Al año de convivir la pareja, nació Illary; seis años después llegaría Shullahuayta y tras dos años Uchuykilla. Todo prometía felicidad a
la joven familia; sin embargo, cuando el hijo mayor aún no cumplía los diez
años, ya emprendía su viaje hacia el imperio incaico la muerte, el
trastrocamiento de su cosmovisión, el oprobio, los arcabuces, los perros de
caza con los conquistadores españoles. Hacía aproximadamente dos años, en 1532,
inició la invasión del territorio imperial, coincidiendo con la guerra civil
que enfrentaba a los hermanos Wuáscar y Ataw Wallpa por la sucesión de Huayna
Cápac, el gobernante fallecido, padre de ambos. Además, desde los viajes de
aproximación al territorio inca, los europeos trajeron los virus del sarampión
y de la viruela que diezmaron a la población nativa.
Muchas hipótesis había revisado Illary en esa larga noche. Su padre podría
haber muerto en batalla pues, fallecido el inca Huayna Capac, Orqo Waranqa había pasado a formar parte del ejército de su hijo Ataw Wallpa. Pese a la
ruptura política y social generada por la conquista española y la muerte de sus
líderes, los miembros sobrevivientes de las aldeas al tener vínculos
familiares, culturales y administrativos y al estar relativamente lejos del
camino principal (Capac Ñan) se
apoyaban a sobrevivir. ¿Qué había pasado con su madre? Antes de que llegaran
los españoles una mujer solía morir por enfermedad o por accidente. Ella había
desaparecido en un viaje que hizo desde su aldea a la ciudad de Huamachuco,
a una hora de camino. El muchacho y algunos compueblanos la habían buscado sin
resultados positivos.
Aunque el hambre le apremiaba esa madrugada fría no
dejaba de pensar. ¿Había hecho todo lo posible para encontrar a sus hermanitas?
¿Las estaba abandonando al dejar su tierra? ¿La cobardía le hacía buscar a su
madre? Permaneció unos instantes mirando hacia lo alto. Bajó la mirada y
parpadeó varias veces, como cuando mentía u ocultaba algo. Sacudió la cabeza y suspiró. Sacó varios objetos de un atado, que
permanecía cerca a la puerta. Desdobló una pequeña manta de algodón en la que
había un plano rudimentario con algunos símbolos. Destapó un pequeño calabacín
alargado que contenía tinta negra. Ayudado por una ramita volvió a tachar los
ayllus cercanos al suyo a donde podrían haber ido sus hermanitas y donde no las
había hallado. Continúo recordando los hechos recientes de su familia y su
pueblo, buscando señales que le ayudaran a hallar a su madre. Esporádicamente, hacía
pequeños trazos para señalar o remarcar los hitos de la historia reciente y que
había detallado Sinchiwaman (halcón valiente), un chasqui que
conoció hacía un par de meses.
*****
Illary permaneció un día y una noche en el fondo de la quebrada: se había
luxado el tobillo. Pese a que, con mucho dolor, había vuelto la articulación a
su lugar, el adolescente de trece años, no podía caminar pues la tenía muy
adolorida e inflamada. El camélido que iba guiando yacía muerto a unos metros y
los alimentos que había intercambiado estaban desperdigados en el barranco.
Pensando en que sus hermanitas estarían sufriendo por su ausencia, se vendó el
pie con el cinturón e inició una penosa caminata por la orilla del río. Sabía
que dos kilómetros más abajo, aproximadamente, saldría a un camino sin
necesidad de escalar. Ya anochecía cuando lo logró; sin embargo, su tobillo
estaba tan inflamado que no podía caminar más. Cuando pensaba pernoctar sentado
bajo un árbol, una pareja de ancianos alertados por su perro, se acercaron
cautos al muchacho que lloraba amargamente. Al verlo tan desvalido, el hombre
le dijo:
–Hijito querido, nuestra casa te espera.
Sosteniéndolo desde los brazos para que no apoyase el pie lastimado, con
mucha dificultad, lo llevaron a su casa. Lo alimentaron y curaron como a un
hijo, mientras escuchaban conmovidos su historia. También en el pequeño
asentamiento de los ancianos, enfermedades desconocidas traídas por los
invasores había diezmado a sus habitantes. Los sobrevivientes debían,
penosamente, realizar las labores agropecuarias antes destinadas a los jóvenes
en el sistema de división del trabajo comunitario inca.
A la mañana siguiente cuando Illary despertó los ancianos conversaban con Sinchiwaman, un fornido muchacho de aproximadamente
veinte años, que servía al estado como chasqui o corredor de postas del
correo inca. El desgobierno debido a la invasión española y las epidemias le
había permitido abandonar su importante misión y venir a buscar, sin éxito, a
su familia en una comunidad cercana. Les dio una visión más completa de lo
que estaba sucediendo: habían muerto muchos gobernantes y curacas, y los que
quedaban estaban divididos: unos apoyaron a Wuáscar el inca legítimamente
elegido, pero impopular, y otros optaron por Ataw Wallpa su hermano usurpador
del mando, pero eficaz guerrero. Muertos ambos mandatarios, el primer grupo
había optado por la colaboración y el segundo por la resistencia hacia los
españoles.
Sinchiwaman realizaba su servicio en la ruta
serrana del camino principal del sistema vial de más de sesenta mil kilómetros
que posibilitó el proyecto
del imperio incaico. Residía en los tambos o albergues situados al lado del
camino principal en las inmediaciones
de su comunidad de origen. Testigo de excepción les informó que los pobladores
de asentamientos humanos alejados de los caminos principales sobrevivían
dolorosamente, huían a las regiones más altas y ariscas o se internaban en la
región selvática. Los habitantes cercanos a las vías principales brindaban
comida, ropa, leña, licor e incluso mujeres a los españoles y realizaban
fiestas a su paso, como se hacía con pueblos amigos. Ello por orden del inca
Ataw Wallpa, primero, y de los gobernantes incas títere que los españoles
fueron nombrando después.
El adolescente escuchó, con espanto, que el chasqui en Mollepata, su
aldea, había encontrado terrenos agrícolas, viviendas y algunos restos humanos
abandonados. Solo un par de perros lo habían seguido y ahora dormían a sus
pies. Illary lloró con amargura: a sus trece años había perdido a sus
hermanitas. Quizás aún podría hallar a sus padres.
El imperio incaico el más extenso de la América precolombina
abarcaba el territorio de lo que siglos después serían Colombia, Ecuador, Perú,
Argentina, Bolivia y Chile. Fue conquistado entre los siglos XV y XVI a través
de alianzas y guerras. El gobernante inca Ataw
Wallpa resultó ser el vencedor en la guerra política con su hermano Wascar. El
chasqui supo tempranamente de la llegada de los españoles al territorio inca,
del exceso de confianza del emperador inca que los dejó penetrar la nación por una
apreciación errada de la ofensiva española de parte de un espía suyo. De cómo Francisco
Pizarro y su tropa, en tres horas aprisionaron al emperador Ataw Wallpa un
sangriento dieciséis de noviembre de 1532 y mataron a diez mil nativos: la
elite militar, religiosa, administrativa y técnica de las diferentes regiones
del imperio y personal de servicio que no ofreció resistencia pues no estaban
armados. Capturado su mandatario el ejército inca se replegó, según se
acostumbraba, dando paso al saqueo de Cajamarca, a la toma de esclavos marcados
a hierro y cometiéndose un sinfín de tropelías. Se había quebrado el estado
incaico.
Los españoles exigieron un
fabuloso rescate: dos habitaciones, de aproximadamente ochenta metros
cuadrados, llenas de oro y una llena de plata para liberar a Ataw Wallpa.
Apenas empezado el saqueo del imperio a gran escala Sinchiwaman desconcertado observó pasar las enormes delegaciones de curacas de las
etnias Huancas y Xauxas, con víveres, oro y servidores, para ofrecer su apoyo a
los españoles, al no haber perdonado su anexión violenta al imperio inca. Varias
veces recibió el mensaje y se lo trasmitió a
su relevo: había que llevar todo el oro y plata a Cajamarca. No obstante
pasaban los cargamentos de los preciados metales, vio grupos de
avanzada de estos seres barbados, de piel y ojos claros y en total dominio de
animales de monta jamás vistos, penetrando el imperio para apurar el acopio.
Supo de su avidez por el oro y el desprecio hacia los indígenas: robaban,
saqueaban, violaban, torturaban y tomaban esclavos a su paso. Primero entraron
a la ciudad de Huamachuco y luego se dirigieron al templo (o Guaca) de
Pachacámac en la costa peruana.
El correo del inca siguió dando detalles, pero lo que llamó poderosamente
la atención de Illary fue la descripción del viaje de las huestes españolas hacia
Cusco. Los europeos recibieron y se repartieron el fabuloso rescate en oro y
plata, pero ejecutaron al gobernante inca tras mantenerlo ocho meses en
cautiverio y marcharon por más tesoros a la capital del imperio. Lentamente había avanzado la gran
comitiva que se extendía por varios kilómetros: alrededor de cuatrocientos
soldados españoles, un gran número de auxiliares indígenas (los que iban siendo
reclutados, los traídos de Nicaragua y los ofrecidos por sus curacas), esclavos
negros, gran cantidad de cargadores (humanos y llamas), concubinas, y el
flamante Inca títere Tupac Huallpa, su familia y su «corte». Cada etnia que
conformaba el gran imperio conservaba las peculiaridades de sus atuendos
típicos por lo que era posible reconocer la procedencia de los nativos de tan
insólito séquito. El chasqui había visto en él a varios pobladores
hombres y mujeres de Huamachuco obligados a marchar, atados. Algo más había
dicho el mensajero del inca, pero Illary, desgarrado de dolor, se mordió el
labio inferior hasta sentir el sabor salado de su sangre buscando no pensar en
lo dicho por Sinchiwaman.
Aproximadamente
dos meses Illary había buscado a sus hermanitas en las comunidades cercanas, en
las inmediaciones de los caminos y en las orillas del río próximo a Mollepata.
Terminó por aceptar que las había perdido. Entonces decidió ir hacia el Cusco
recorriendo la ruta tomada por los españoles.
******
En aquella noche sin dormir, en las inmediaciones de la ciudad de Jauja,
Illary había estado buscando algún indicio que le sirviera para encontrar a su
madre. Suspiró, las lágrimas recorrieron su frío rostro cuando, como otras
veces pensó en que quizás ella también hubiera muerto. Su respiración se agitó
mientras su musculatura se crispaba y oprimía fuertemente los puños. Podría haber
sido «alanceada» por los barbudos hombres blancos llegados por el oeste, sucumbido
a las enfermedades que ellos trajeron o tomada cautiva.
Necesitaba algo a lo que asirse para seguir viviendo. Entre las afirmaciones graves que hacía su padre reparó en: «Un enemigo, si desconocido, mayor». Ahora se daba cuenta que evitaba pensar en situaciones muy dolorosas, como si al negarlas se fueran a eliminar. Se agitó su respiración durante unos minutos. «Tendré que conocer al enemigo, la cima de su maldad. No puedo seguir escapando». –Pensó el muchacho, hizo una inhalación profunda y se irguió con rostro decidido. Había mucho por esclarecer, debía bajar a las llactas o poblados, hasta el Cusco, aunque se expondría a la insania de los invasores. Pero primero debes alimentarte hubiera dicho su madre. Del atado que llevaba consigo sacó un bolso de algodón y un pequeño recipiente de cerámica; fue alternando porciones de harina de cereales tostados y sorbos de agua fresca. Hacía todo de manera rutinaria mientras sus pensamientos no cesaban. De pronto exclamó «¡No!», se atoró y tosió mucho para reponerse. En la búsqueda de su madre no había querido, hasta ahora, asociar palabras que oyera a Sinchiwaman: mujeres reclutadas-concubinas. Lloró amargamente.
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