lunes, 21 de marzo de 2022

Conociendo al enemigo

Rosario Sánchez Infantas


No es que no pudiera dormir, no había dejado de pensar toda la noche. Illary (amanecer) tenía el cuerpo entumecido por haber pasado la noche sin cobijas, acurrucado sobre el suelo irregular y recubierto por hierbas silvestres. Abrió los ojos, una tenue luminosidad le permitió ver la pequeña habitación circular de paredes de piedra, el aire helado se calaba por los resquicios del improvisado techo de matas leñosas. Era un muchacho delgado, de aproximadamente catorce años, de tez morena; su agraciado rostro se mostraba demacrado y con grandes ojeras. Vestía como un hombre del pueblo inca: una túnica que le llegaba hasta las rodillas, un manto a modo de capa, ambos de lana de auquénido y sandalias de cuero.

Afuera algunas avecitas entonaban sus cantos matutinos. Clareaba el día once de junio de 1534 y desde aquel macizo de cerros se veía el amplio y fértil valle que se extendía por setenta kilómetros hacia el sur en la región central andina del imperio de los incas el cual abarcaba cuatro mil kilómetros en lo que varios siglos después sería América del Sur. En las zonas altas los pastizales dorados contrastaban con los abundantes árboles de diversos tonos de verde; en el fondo del valle, cultivos multicolores. Un azul claro se iba imponiendo a los celajes naranja, oro y rosa en el límpido cielo.

«¿No te has ido mal sueño? ¿Cuándo vas a acabar?  –dijo con la voz quebrada mientras se incorporaba hasta quedar arrodillado, inclinó la cabeza y, llorando ruidosamente como un niño pequeño, se dejó caer. Con el rostro en el suelo, lloró mucho tiempo–. ¿Para qué esta vida sin amor, sin alegría, sin vida? ¡Nunca más te veré, madre querida!… –dijo, fijando su mirada delante suyo, como si la recordara y volvió a sollozar–, padre mío, sombra, cobijo… Uchuykilla (luna pequeña), Shullahuayta (flor del rocío), hermanitas mías nunca más reiremos juntos, nunca más juegos, nunca más cantos, ni sus mentirillas serias. –Agitó la cabeza y suspiró. Se quedó unos instantes en silencio y, al parecer recordando algo grave, se incorporó de manera violenta–. ¡Pacha-tikray! ¡Todo se ha vuelto! ¡Nada sirve! ¡Es el fin de nuestro mundo! Alanceados, degollados, humillados y ciegos sin poder creer en lo que creíamos. Han encarcelado y matado a nuestros gobernantes, Sapa Inca, hijos del sol. ¡Cuánto te he pedido madre luna, borra los malos sueños, devuélveme a mi familia, a nuestras comunidades y su buen gobierno!».

Allí, en Tunanmarca (pueblo en la cima) a tres mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, a cero grados de temperatura, en una altiplanicie, entre cientos de pequeñas construcciones pétreas semiderruidas, el muchacho se sentía seguro. Antes del siglo XV, cuando los incas conquistaron esta región, diversos asentamientos humanos se ubicaban en las cimas de los cerros que conforman el valle; integrados al imperio incaico vivieron en poblados en el fondo de la amplia hondonada. Ahora el abandonado pueblo preínca era un buen cobijo para quien quisiera esconderse, lejos de los caminos principales y de las poblaciones, y no ser visto por los invasores españoles que ya se habían afincado en el imperio incaico tomado por asalto y empezaban a fundar ciudades bajo su gobierno, como la ciudad de Jauja, al pie de donde Illary se encontraba. Contar con el apoyo de un gobernante inca títere facilitaba la consolidación de la conquista española.

Illary recordó a su perdida familia. Orqo Wuaranga, su padre, a quien no veía hacía cuatro años, tendría ahora cuarenta años. Era alto, de piel oscura, fornido, parco y preciso. Expresaba su afecto de un modo opacado y algo torpe, lo cual producía profunda ternura en el sensible muchacho. Solía emplear expresiones breves y en un tono pontifical que su hijo creía necesario interpretar con calma. Provenía de Mollepata, un pequeño poblado en la serranía norteña del imperio. Situado en la vertiente oriental de la cordillera de los andes, era uno de los muchos valles interandinos, ubicados alrededor de los tres mil metros de altitud, que intercalaba paisajes agrestes y hermosas campiñas. Dada su proximidad con pastizales para los rebaños reales de camélidos, esa zona se especializó en la realización de tejidos. A los dieciocho años había sido seleccionado para recibir entrenamiento militar. En 1519, a los veintiséis años, Orqo Waranqa tomó como esposa a Cusirimay (la del alegre hablar), hermosa muchacha del lugar, seis años menor que él.  

La joven esposa del guerrero era morena, delgada, de cuerpo armonioso. Su largo cabello negro enmarcaba un rostro gracioso con hoyuelos en las mejillas y hermosos ojos negros. Ella había sido una paco aclla, una de las mujeres que eran reclutadas aún adolescentes y escogidas para ser preparadas en los llamados acllahuasis, por su origen social o por su excepcional belleza. Siendo hija de un cacique regional, fue dada como esposa a Orqo Waranqa, quien participara en una campaña exitosa en la expansión inca hacia regiones norteñas. Gracias a su formación en el acllahuasi, Cusirimay dominaba la elaboración del finísimo tejido cumbi: aquel que servía para la vestimenta del inca y la nobleza.

Al año de convivir la pareja, nació Illary; seis años después llegaría Shullahuayta y tras dos años Uchuykilla. Todo prometía felicidad a la joven familia; sin embargo, cuando el hijo mayor aún no cumplía los diez años, ya emprendía su viaje hacia el imperio incaico la muerte, el trastrocamiento de su cosmovisión, el oprobio, los arcabuces, los perros de caza con los conquistadores españoles. Hacía aproximadamente dos años, en 1532, inició la invasión del territorio imperial, coincidiendo con la guerra civil que enfrentaba a los hermanos Wuáscar y Ataw Wallpa por la sucesión de Huayna Cápac, el gobernante fallecido, padre de ambos. Además, desde los viajes de aproximación al territorio inca, los europeos trajeron los virus del sarampión y de la viruela que diezmaron a la población nativa. 

Muchas hipótesis había revisado Illary en esa larga noche. Su padre podría haber muerto en batalla pues, fallecido el inca Huayna Capac, Orqo Waranqa había pasado a formar parte del ejército de su hijo Ataw Wallpa. Pese a la ruptura política y social generada por la conquista española y la muerte de sus líderes, los miembros sobrevivientes de las aldeas al tener vínculos familiares, culturales y administrativos y al estar relativamente lejos del camino principal (Capac Ñan) se apoyaban a sobrevivir. ¿Qué había pasado con su madre? Antes de que llegaran los españoles una mujer solía morir por enfermedad o por accidente. Ella había desaparecido en un viaje que hizo desde su aldea a la ciudad de Huamachuco, a una hora de camino. El muchacho y algunos compueblanos la habían buscado sin resultados positivos.

Aunque el hambre le apremiaba esa madrugada fría no dejaba de pensar. ¿Había hecho todo lo posible para encontrar a sus hermanitas? ¿Las estaba abandonando al dejar su tierra? ¿La cobardía le hacía buscar a su madre? Permaneció unos instantes mirando hacia lo alto. Bajó la mirada y parpadeó varias veces, como cuando mentía u ocultaba algo. Sacudió la cabeza y suspiró. Sacó varios objetos de un atado, que permanecía cerca a la puerta. Desdobló una pequeña manta de algodón en la que había un plano rudimentario con algunos símbolos. Destapó un pequeño calabacín alargado que contenía tinta negra. Ayudado por una ramita volvió a tachar los ayllus cercanos al suyo a donde podrían haber ido sus hermanitas y donde no las había hallado. Continúo recordando los hechos recientes de su familia y su pueblo, buscando señales que le ayudaran a hallar a su madre. Esporádicamente, hacía pequeños trazos para señalar o remarcar los hitos de la historia reciente y que había detallado Sinchiwaman (halcón valiente), un chasqui que conoció hacía un par de meses.

 

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Illary permaneció un día y una noche en el fondo de la quebrada: se había luxado el tobillo. Pese a que, con mucho dolor, había vuelto la articulación a su lugar, el adolescente de trece años, no podía caminar pues la tenía muy adolorida e inflamada. El camélido que iba guiando yacía muerto a unos metros y los alimentos que había intercambiado estaban desperdigados en el barranco. Pensando en que sus hermanitas estarían sufriendo por su ausencia, se vendó el pie con el cinturón e inició una penosa caminata por la orilla del río. Sabía que dos kilómetros más abajo, aproximadamente, saldría a un camino sin necesidad de escalar. Ya anochecía cuando lo logró; sin embargo, su tobillo estaba tan inflamado que no podía caminar más. Cuando pensaba pernoctar sentado bajo un árbol, una pareja de ancianos alertados por su perro, se acercaron cautos al muchacho que lloraba amargamente. Al verlo tan desvalido, el hombre le dijo:

Hijito querido, nuestra casa te espera.

Sosteniéndolo desde los brazos para que no apoyase el pie lastimado, con mucha dificultad, lo llevaron a su casa. Lo alimentaron y curaron como a un hijo, mientras escuchaban conmovidos su historia. También en el pequeño asentamiento de los ancianos, enfermedades desconocidas traídas por los invasores había diezmado a sus habitantes. Los sobrevivientes debían, penosamente, realizar las labores agropecuarias antes destinadas a los jóvenes en el sistema de división del trabajo comunitario inca.

A la mañana siguiente cuando Illary despertó los ancianos conversaban con Sinchiwaman, un fornido muchacho de aproximadamente veinte años, que servía al estado como chasqui o corredor de postas del correo inca. El desgobierno debido a la invasión española y las epidemias le había permitido abandonar su importante misión y venir a buscar, sin éxito, a su familia en una comunidad cercana. Les dio una visión más completa de lo que estaba sucediendo: habían muerto muchos gobernantes y curacas, y los que quedaban estaban divididos: unos apoyaron a Wuáscar el inca legítimamente elegido, pero impopular, y otros optaron por Ataw Wallpa su hermano usurpador del mando, pero eficaz guerrero. Muertos ambos mandatarios, el primer grupo había optado por la colaboración y el segundo por la resistencia hacia los españoles.

Sinchiwaman realizaba su servicio en la ruta serrana del camino principal del sistema vial de más de sesenta mil kilómetros que posibilitó el proyecto del imperio incaico. Residía en los tambos o albergues situados al lado del camino principal en las inmediaciones de su comunidad de origen. Testigo de excepción les informó que los pobladores de asentamientos humanos alejados de los caminos principales sobrevivían dolorosamente, huían a las regiones más altas y ariscas o se internaban en la región selvática. Los habitantes cercanos a las vías principales brindaban comida, ropa, leña, licor e incluso mujeres a los españoles y realizaban fiestas a su paso, como se hacía con pueblos amigos. Ello por orden del inca Ataw Wallpa, primero, y de los gobernantes incas títere que los españoles fueron nombrando después.

El adolescente escuchó, con espanto, que el chasqui en Mollepata, su aldea, había encontrado terrenos agrícolas, viviendas y algunos restos humanos abandonados. Solo un par de perros lo habían seguido y ahora dormían a sus pies. Illary lloró con amargura: a sus trece años había perdido a sus hermanitas. Quizás aún podría hallar a sus padres.

El imperio incaico el más extenso de la América precolombina abarcaba el territorio de lo que siglos después serían Colombia, Ecuador, Perú, Argentina, Bolivia y Chile. Fue conquistado entre los siglos XV y XVI a través de alianzas y guerras. El gobernante inca Ataw Wallpa resultó ser el vencedor en la guerra política con su hermano Wascar. El chasqui supo tempranamente de la llegada de los españoles al territorio inca, del exceso de confianza del emperador inca que los dejó penetrar la nación por una apreciación errada de la ofensiva española de parte de un espía suyo. De cómo Francisco Pizarro y su tropa, en tres horas aprisionaron al emperador Ataw Wallpa un sangriento dieciséis de noviembre de 1532 y mataron a diez mil nativos: la elite militar, religiosa, administrativa y técnica de las diferentes regiones del imperio y personal de servicio que no ofreció resistencia pues no estaban armados. Capturado su mandatario el ejército inca se replegó, según se acostumbraba, dando paso al saqueo de Cajamarca, a la toma de esclavos marcados a hierro y cometiéndose un sinfín de tropelías. Se había quebrado el estado incaico.

Los españoles exigieron un fabuloso rescate: dos habitaciones, de aproximadamente ochenta metros cuadrados, llenas de oro y una llena de plata para liberar a Ataw Wallpa. Apenas empezado el saqueo del imperio a gran escala Sinchiwaman desconcertado observó pasar las enormes delegaciones de curacas de las etnias Huancas y Xauxas, con víveres, oro y servidores, para ofrecer su apoyo a los españoles, al no haber perdonado su anexión violenta al imperio inca. Varias veces recibió el mensaje y se lo trasmitió a su relevo: había que llevar todo el oro y plata a Cajamarca. No obstante pasaban los cargamentos de los preciados metales, vio grupos de avanzada de estos seres barbados, de piel y ojos claros y en total dominio de animales de monta jamás vistos, penetrando el imperio para apurar el acopio. Supo de su avidez por el oro y el desprecio hacia los indígenas: robaban, saqueaban, violaban, torturaban y tomaban esclavos a su paso. Primero entraron a la ciudad de Huamachuco y luego se dirigieron al templo (o Guaca) de Pachacámac en la costa peruana.

El correo del inca siguió dando detalles, pero lo que llamó poderosamente la atención de Illary fue la descripción del viaje de las huestes españolas hacia Cusco. Los europeos recibieron y se repartieron el fabuloso rescate en oro y plata, pero ejecutaron al gobernante inca tras mantenerlo ocho meses en cautiverio y marcharon por más tesoros a la capital del imperio. Lentamente había avanzado la gran comitiva que se extendía por varios kilómetros: alrededor de cuatrocientos soldados españoles, un gran número de auxiliares indígenas (los que iban siendo reclutados, los traídos de Nicaragua y los ofrecidos por sus curacas), esclavos negros, gran cantidad de cargadores (humanos y llamas), concubinas, y el flamante Inca títere Tupac Huallpa, su familia y su «corte». Cada etnia que conformaba el gran imperio conservaba las peculiaridades de sus atuendos típicos por lo que era posible reconocer la procedencia de los nativos de tan insólito séquito. El chasqui había visto en él a varios pobladores hombres y mujeres de Huamachuco obligados a marchar, atados. Algo más había dicho el mensajero del inca, pero Illary, desgarrado de dolor, se mordió el labio inferior hasta sentir el sabor salado de su sangre buscando no pensar en lo dicho por Sinchiwaman. 

Aproximadamente dos meses Illary había buscado a sus hermanitas en las comunidades cercanas, en las inmediaciones de los caminos y en las orillas del río próximo a Mollepata. Terminó por aceptar que las había perdido. Entonces decidió ir hacia el Cusco recorriendo la ruta tomada por los españoles.

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En aquella noche sin dormir, en las inmediaciones de la ciudad de Jauja, Illary había estado buscando algún indicio que le sirviera para encontrar a su madre. Suspiró, las lágrimas recorrieron su frío rostro cuando, como otras veces pensó en que quizás ella también hubiera muerto. Su respiración se agitó mientras su musculatura se crispaba y oprimía fuertemente los puños. Podría haber sido «alanceada» por los barbudos hombres blancos llegados por el oeste, sucumbido a las enfermedades que ellos trajeron o tomada cautiva.

Necesitaba algo a lo que asirse para seguir viviendo. Entre las afirmaciones graves que hacía su padre reparó en: «Un enemigo, si desconocido, mayor». Ahora se daba cuenta que evitaba pensar en situaciones muy dolorosas, como si al negarlas se fueran a eliminar. Se agitó su respiración durante unos minutos. «Tendré que conocer al enemigo, la cima de su maldad. No puedo seguir escapando»–Pensó el muchacho, hizo una inhalación profunda y se irguió con rostro decidido. Había mucho por esclarecer, debía bajar a las llactas o poblados, hasta el Cusco, aunque se expondría a la insania de los invasores. Pero primero debes alimentarte hubiera dicho su madre. Del atado que llevaba consigo sacó un bolso de algodón y un pequeño recipiente de cerámica; fue alternando porciones de harina de cereales tostados y sorbos de agua fresca. Hacía todo de manera rutinaria mientras sus pensamientos no cesaban. De pronto exclamó «¡No!», se atoró y tosió mucho para reponerse. En la búsqueda de su madre no había querido, hasta ahora, asociar palabras que oyera a Sinchiwaman: mujeres reclutadas-concubinas. Lloró amargamente.

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