María Elena Rodríguez
"Purifica
tus talentos de todo ego y disfrútalos, luego,
no te
tomes este mundo en serio”.
Kenneth Wapnick
Otro día que se coloca en primera fila con su automóvil justo antes de
las líneas marcadas para el cruce de peatones. Llega apenas se enciende la luz
roja. Por suerte esta vez no olvida situarse en el extremo derecho, igual da si
se ubica en el centro, las complicaciones se presentan cuando se para al lado izquierdo,
junto al poste del que cuelga el
semáforo, a la calzada donde está el policía que controla el tránsito vehicular,
el voceador de periódicos, la vendedora de limones, el adolescente malabarista,
el joven que limpia los parabrisas, la mujer que vende agua embotellada. Algunas
veces les complace con una compra o donación, a ella no le gusta la palabra
«limosna». En realidad, es algo eventual, siempre está apurada. Si la luz roja
le alcanza y le toca detenerse, arregla su cabello, se maquilla o desayuna, sí,
desayuna; puede ser una fruta, un trozo de pan, galletas, un yogur. De lunes a
viernes, antes de llegar al trabajo esa es su rutina. Nada más tiene un inconveniente:
su vida apurada y su trayecto estresante es parte de ella. El problema aparece cuando
olvida ubicarse al extremo derecho, y en medio de todos esos personajes, coincide
con el delgado hombre de avanzada edad que viste una vieja y ajada ropa color
blanco, tiene escaso cabello, piel cobriza, rostro curtido y cansado, con
muletas, sin una pierna, de perturbadora mirada fija que le escruta y
amedrenta. Él permanece parado frente a ella por leves segundos mientras
extiende la agrietada palma de su mano.
Ese tiempo es eterno, instante en el que ella
tiene clara conciencia de los latidos de su corazón y su respiración.
Cuando se le acerca «por una donación», ella nunca abre la ventana, enseguida voltea
su cabeza; para fingir que no lo mira, se pone sus gafas negras, o se coloca en
la oreja izquierda el dispositivo de manos libres de su móvil para simular una
conversación en solitario con exagerada gestualidad.
—«Sí claro, desde luego, vete,
vete, no me mires, no tengo dinero, ya vete, ya vete…».
Maya Cardoso, usualmente llega
cinco minutos antes de la hora establecida para el ingreso a su trabajo, eso siempre registra el
reloj electrónico que marcan los empleados de la compañía de software donde labora como asistente
informática. Está por cumplir los veinte y dos años, a los veinte, decidió dar
un pequeño salto hacia una vida independiente, o casi independiente. Primera
hija entre cuatro hermanos, arrendó a sus padres una de las dos pequeñas suites que acondicionaron en la terraza
de su casa con miras a tener dinero
extra fruto de los alquileres. Maya se
comprometió en pagar a sus padres por vivir ahí, pero le fue difícil honrar su
palabra, vive endeudada.
—Maya, la verdad, no es el dinero
lo que nos importa, eres nuestra hija, el tema es que quisiéramos que seas
seria con tus obligaciones.
Siempre antes de subir a la suite, Maya pasa por el piso de sus
padres, toma de la refrigeradora porciones de comida, y deja su ropa para que la laven y planchen.
—Maya, sería que le hagas una revisión a tu auto, en
cualquier momento se puede quedar en la calle, nos preocupa porque sales de
noche de la universidad, es peligroso.
Sus padres compraron un carro usado para Maya, ella acordó en pagar
algunas cuotas, apenas fueron dos o tres valores incompletos los que canceló; a veces tenían que prestarle dinero para el
combustible.
—Maya, tres noches seguidas que
llegas muy tarde, escuchamos la voz de alguien más.
Pasa viendo películas los fines
de semana en su suite. En medio de
ese frenesí, existe un leve intervalo en
el que se detiene a pensar, a estar
presente en sí misma, es cuando llega al semáforo y coincide con la agobiante
presencia del hombre vestido de blanco y muletas.
—«¡Alooooo... sí claro, ya estoy
yendo para allá, no me mires, imbécil!»
Al curvar experimenta alivio al
conectarse otra vez con su arrebato juvenil.
Camilo: Mayita preciosa, no
habrá última hora de clases … te esperamos en el bar
Maya: No me espere yo voy con ustedes ja ja ja
—«Maya, puede mejorar sus
puntajes de la universidad. Sus reportes
de calificaciones le facilitarán cambiar de posición, y desde luego, incrementar
su sueldo».
Eso le dice Lucía González, jefe de pagaduría
de la empresa.
Es día jueves y fin de mes. Maya cobra
su salario. Va al banco, cambia el cheque y como hojas volantes empieza a
repartir los billetes: para la vendedora de maquillaje, para el dueño del bar,
para la señora que vende zapatos, para pagar unos préstamos. Ese mes, tampoco dará
nada a sus padres. Llega temprano a casa, no fue a clases y tampoco al bar con sus
amigos.
Camilo: Mayaaaaa te estamos
esperando vienes???
Rosalía: Maya dnde te metiste saliste del trabajo sin decir
nada debes estar con plata y no quieres gastar, enseguida cambiaste el cheque
jajaa
El viernes cumple la habitual rutina para ir al trabajo, es
decir, su pequeño caos matutino. Esa mañana sale un poco más temprano, no hay
mucho tráfico, disminuye la velocidad, quiere llegar justo cuando el semáforo
se ponga en rojo. Con gesto desafiante
se detiene al frente del hombre aquel. Maya
abre la ventana del vehículo y extiende su mano, le entrega nada más y nada
menos que un billete de cincuenta pesos, ¡cincuenta pesos!, él estira su mano y
toma el dinero, el leve segundo que ella lo mira, solo es para exhibirle una actitud de
suficiencia y superioridad. Cierra la ventana y se marcha.
«¡Esto es por todas las veces que
no te he dado limosna, para que no me molestes máaass!». Grita eufórica mientras eleva el volumen de la radio.
«¡Ufff!... seguro no se me
acercará un buen tiempo… ¡qué aliviooo!»
Es sábado, Maya se comprometió
antes con una compañera de la universidad para encontrarse y preparar un examen, hace su habitual recorrido, como es
fin de semana hay poca gente. Llega al
semáforo, están algunos de los conocidos vendedores ambulantes, pero no él, el
hombre de las muletas.
«¡Ahhh!... tiene horario
ejecutivo, no trabaja fin de semana…»
El domingo hace el mismo
recorrido, las tareas de la universidad no las concluyó, vuelve a la casa de su compañera. Todo se repite. La
misma gente, pero no el hombre aquel. Corrobora en su mente lo mismo que pensó el
día anterior con un poco de sarcasmo.
«Tiene horario ejecutivo…ja, ja,
ja ».
Inicio de semana, rutina
frenética, llega al semáforo, se coloca al lado izquierdo, se detiene. Maya abre la ventana y saca la cabeza para
buscarlo. El policía se molesta
porque a pesar de que ya la luz
está en verde, ella no se mueve. Mira por el retrovisor y ve a todos los
siempre, menos a él.
«Tuviste una buena limosna, bien
que no te aparezcas hoy, sí, ¡ para ti limosna!¡sí!»
Por varios días todo sigue igual.
«Maya no llegues tan tarde, Maya recuerde sus reportes, su futuro es
prometedor, Maya nos vamos al bar, Maya, ¿tus padres se dieron cuenta que no
dormiste sola?»
Rindió exámenes, sus notas fueron excelentes, las entregó en la empresa,
finalizado el semestre, mejoró su posición y le subieron el sueldo.
Todos los días son lo mismo, a
más de su atolondrada rutina de festejos, trasnochadas, parejas eventuales, reclamos
de sus padres, estudios hasta el amanecer, está la descontrolada manejada hasta
llegar al semáforo. No cabe duda que al principio experimentó alivio por no
encontrar a ese hombre, supuso que no se
le acercaría por un tiempo, no que iba a desaparecer.
«Qué raro, tal vez fue de compras
a su pueblo, seguro nunca antes vio un billete grande».
Nueva semana, otra vez al
volante, está segura que el hombre aquel no se le acercará, pero en todo caso, hoy
estará ahí, sí, por fin, se hace ilusiones de verlo, es extraño.
«¿Regresaría, tal vez su familia
vive lejos y fue a visitarlos?»
Baja la velocidad, en su pecho se
hacen evidentes los latidos de su corazón y su respiración entrecortada. Se
coloca al lado izquierdo, el semáforo está en verde, recibe la señal de seguir, pero ella se queda parada,
detrás los impacientes conductores no dejan de dar bocinazos, ella avanza
lentamente, mira a cada lado, curva, toma la avenida. Pasan
los días, Maya se vuelve sombría. Varias noches se despierta pensando en él, llena su cabeza de ideas imaginando
qué le pudo pasar después de ese viernes en que recibió los cincuenta pesos.
« ¿Se fue a otro lugar?, ¿le
robaron?, tal vez vive en otra ciudad y con eso compró un boleto para visitar a
su familia, le cobrarían una deuda…»
Ponerse en el lado izquierdo junto al semáforo era una preocupación, algo que
siempre trató de evitar, ahora es una necesidad, Maya quiere encontrar al
hombre de las muletas, no saber de él le aflige. En poco tiempo se vuelve más correcta en el uso del cinturón de seguridad,
en prepararse el desayuno en casa y maquillarse antes de salir. Maya sigue
intrigada. Un sábado, para terminar con
sus dudas decide salir muy temprano de
su casa, eran alrededor de las seis y treinta de la mañana, con su auto se paró
en el extremo izquierdo, junto al semáforo, no había vehículos que le acosen con
bocinazos por no seguir, abre la ventana y llama a la vendedora de periódicos,
ella se le acerca y le ofrece un ejemplar.
—No gracias, quiero hacerle una
consulta: ¿podría informarme sobre el señor aquel que… lleva muletas, que no
tiene una…?
Detrás de su vehículo se instaló
un tráiler de carga, transporte que solo puede circular durante las primeras
horas del día; impaciente empezó a hacer sonar su claxon con una fuerza
abusiva, a Maya le tocó seguir, la
vendedora no alcanzó a decirle nada. Se queda intrigada, no le parece correcto
darse otra vuelta y mostrar interés por él.
«Seguramente aparece y le dice
que yo he preguntado por él, Dios mío,
no me quiero ni siquiera imaginar, bueno, capaz que fue a otra esquina, además,
¡no es mi problema!».
Esas cavilaciones dejaron
tranquila a Maya, durante el fin de
semana se olvidó del asunto, sin embargo, el día lunes empezó a sentir otra vez
la ligera molestia de nerviosismo en su estómago. Sale temprano, está
completamente lista frente al volante para no distraerse cuando llegue a la
esquina y poderlo buscar, espera que no haya mucho tráfico y así poderse parar
antes del paso peatonal.
«... no era una limosna, nunca le
había dado nada, se lo merecía, en el fondo sentí gusto por darle tanto dinero,
no es usual que un mendigo, no, no era un mendigo, igual, ¡qué fea palabra!»
Maya cambia su estilo de vida, pero
se anquilosa en una rutina absurda. Eficiente en el trabajo, se vuelve distante
con su entorno, habla lo justo, algo entrega de su salario a sus padres. Fue muy cumplida a
la hora de tener un presupuesto listo para gastarlo al pie del semáforo. Compra
agua, periódicos, revistas, frutas; deja que limpien el parabrisas de su auto y
paga al malabarista por las acrobacias, nadie deja de recibir sus caritativas «donaciones».
Día a día, al parar junto al
semáforo se aproxima a ella una caravana de vendedores ambulantes que aumentan paulatinamente,
todos reciben algo, es dinero seguro, pues Maya decidió que siempre que cambie
el cheque de su salario a cada uno le entregaría diez pesos en billetes de a
uno. Una vez por mes se queda hasta la madrugada, a media luz, hace cuentas,
planifica, organiza pequeños fajos de billetes para entregarlos todas las
mañanas que va al trabajo; cada paquete queda perfectamente etiquetado con
papelitos de diferentes colores, marca con un sello la fecha, y la referencia
de la semana correspondiente, su prolijidad es milimétrica.
La noticia se regó entre los vendedores
de la zona, esa esquina se volvió concurrida, Maya miraba que la gente que se
le acercaba iba en aumento, y el tráfico empezó a volverse pesado. Por
recomendación de los policías encargados del lugar, el Departamento Federal de Señalización de la
ciudad, reprogramó el semáforo.
Ella hacía los cálculos aproximados
de cuántas personas eran, muchos se las idearon para llevar también a sus
hijos, todos querían venderle algo, independientemente de lo que era, ella
siempre entregaba diez pesos, si eran una familia de cuatro integrantes, tenían
un buen ingreso para solventar su economía de supervivencia, eso le hacía
sentirse tranquila. Por un momento pensó que sería mejor entregarles tal vez
quince pesos, inmediatamente desistió; ese sería siempre el valor para todos, jamás
se le volverá a ocurrir dar un billete muy grande, pues en su inconsciente
pensaba que al hacerlo desaparecerían sin dejar rastro, como el hombre aquel,
entonces le invadía el miedo. Por varias ocasiones pidió adelantos de su
remuneración en la empresa.
«¿Qué le sucedió Dios mío, qué fue de su vida, dónde estará?»
«Maya, no es necesario que
compres todas las ediciones de los periódicos, Maya, ya no necesito que traigas
más limones, Maya, debes comer, Maya por qué ya no quieres ir al bar, Maya me
gustaría visitarte alguna noche, como antes, ¿recuerdas?».
La rutina de Maya al llegar al
semáforo se volvió obsesiva, el sentido de su vida estaba ahí, el resto del día
era difuso y gris. Los ambulantes se multiplicaron con sus ilimitadas ofertas, aparecieron
también quienes llevaban niños en brazos; Maya, por varias ocasiones tuvo que
replantear el presupuesto, sentía la obligación de siempre dar algo a todos. Al
ir al banco a cambiar el cheque de su salario, solicitaba una cierta cantidad de dinero en monedas de
cincuenta centavos para entregar a los pequeños; si aparecían mujeres
embarazadas, Maya se obligada a dar algo extra a las futuras madres.
Para los conductores que siempre transitaban por esa vía, llegar al semáforo se convirtió en un problema, en el
momento que Maya llegaba, una multitud
de personas se acercaban a su vehículo en busca del diario y seguro ingreso.
Sin importar la señal de tránsito, Maya se detiene y aparecen los ambulantes
que extienden sus manos callosas y
maltratadas. Conforme reparte el dinero, ella se pierde en su respiración entrecortada y los
ansiosos latidos del corazón, mientras por el retrovisor
siempre busca al hombre de las muletas, el que vestía de blanco.
En esa esquina ahora estaban
asignados tres policías para controlar el tráfico y ordenar la presencia de informales,
no pudieron hacer mayor cosa, diariamente se veían en incesantes problemas, era
inmanejable la situación, algunas veces tomaban fotos con sus teléfonos celulares
a ese vehículo color azul, el automóvil
de Maya. La
idea fija del hombre aquel, la esperanza de volverlo a ver, parecía
desaparecer, aunque era algo que no verbalizaba, estaba en su corazón la culpa,
se preguntaba qué hubiera pasado si le daba dinero antes y no le entregaba el
billete de cincuenta pesos, qué pasaría con él si siempre hubiera sido cordial, como lo
era con todos. Ahora disfrutaba de su propia generosidad, se sentía especial, admirada, no
deja su rutina de adquisiciones innecesarias.
«Quépasócontigoquépascontigoquépasócontigoquépasócontigo…».
Él con cierta frecuencia paseaba
por sus sueños. Los fines de semana, desocupa la cajuela de su carro que se
llena de periódicoschupetesdulcesaguasjugosjugueteslibros
piratasgloboscuadernosdepintar. El resto del día, de las horas, de las
semanas, no tienen importancia en su vida. Una ocasión, mirando por el retrovisor, encontró a
un hombre con sombrero igual al del hombre de las muletas, no se le veía el
rostro, caminaba balanceadamente como él, entonces, sintió alivio, ¡era él, era
él, no cabía duda!
«¡Por fin por fin ¿dónde de
metiste?!»
Su decepción fue grande cuando se
paró en la vereda y se volteó, no era
él, sino un joven malabarista que caminaba dando pequeños balanceos para
distraer a los conductores, quien inmediatamente pasó a ser parte de su nómina
de beneficiarios.
Otro día más, Maya se detiene en el
semáforo, salió un poco atrasada, no fue muy prolija esa mañana, llega al lugar,
todo es extraño, nadie se le acerca, todos los ambulantes miran en la misma
dirección, ella se fija por el retrovisor el cual extrañamente está empañado, el momento que voltea la mirada hacia a la ventana, se
encuentra con los tres policías.
—Estaciónese en la vereda —le dijo uno de ellos con mucha
firmeza.
El policía que parecía el jefe,
le hizo un recuento del tiempo que lleva ahí mismo interrumpiendo el tráfico causando
terribles problemas en la vía, le contó que han recibido varias quejas, y que
no ha sido posible decirle nada, además, ese día se le había olvidado abrocharse el cinturón de
seguridad, así que le iba a imponer una fuerte sanción, le recordó que le han
dejado pasar por alto muchas faltas, y que ya era tiempo de que por fin tenga un castigo,
esa esquina se ha vuelto un mercado, y ella es la causante. Mientras le habla empieza
a bajar el tono de su voz, intercambia cómplices miradas con sus compañeros, se
acerca más a la ventana del vehículo y observa sobre el regazo de Maya los
pequeños fajos de billetes y varias monedas.
—Señorita, nos ha causado muchos
problemas, la penalidad será un poco fuerte…
Ella se queda pensativa, segundos
en los cuales recuerda al extraño hombre, en ese instante que estuvo en su mente, lo imagina sonreído a través de las siluetas
de todos aquellos que diariamente reciben su dinero. En ese silencio solo
sonaba su respiración y su pecho latía
fuerte. Maya está segura que pronto se acercarán todos los vendedores para defenderla,
no permitirán que sea amonestada por los policías, está segura, pero nadie hace
nada; se trasmutan en sus propias imágenes, mientras un ensordecedor ruido de
bocinas, reclamos y bulla citadina
eclipsa los pálpitos de su corazón, todos fueron con sus ventas a ofrecer a
cuanto conductor aparecía, no la miraron más. Como reaccionando de un elevado
sueño, Maya mira a los policías, les sonríe con una frescura que parecía había
perdido hace mucho tiempo.
—Está bien —dijo a los policías
que quedaron sorprendidos y decepcionados, ellos esperaron un soborno.
Maya recibe la boleta, el valor
es alto. El tráfico empieza a fluir, la feria de los ambulantes se dispersa. Ella
da un suspiro, mira por el retrovisor,
ahora está limpio, sobre el cristal se
dibuja el hombre de las muletas
caminando de espaldas, ella vuelve sonreír, mientras inicia su marcha, rompe los fajos de
billetes y los lanza por la ventana al igual que las escasas monedas de
cincuenta centavos
—¡Pagaré la multa, pagaré la
multa! —grita eufórica mientras prende la radio y acelera para insertarse en la
gran avenida.