sábado, 30 de mayo de 2015

Crítica literaria: Caballos en la niebla, novela de Juan Carlos Moya

César Chávez Aguilar



El retorno de la idea acerca de la esencia de la Naturaleza al pensamiento occidental viene de la mano con el Romanticismo, quien en contraposición al racionalismo preponderante de la Ilustración, plantea su negación a «dominar a la naturaleza», como defendían los iluministas, sino más bien lograr una comunión con ella. Rafael Argullol afirma que esta relación más que religiosa o científica tiene que ver con su sentido mágico, con lo enigmático; al escritor romántico le fascinaba la naturaleza tanto como le inquietaba. Recordemos las caminatas de Wordsworth por los campos ingleses («Sea cual sea su misión, no hallará la leve brisa/ gratitud mayor que esta mía, escapado al fin/ de la gran ciudad en que, insatisfecho/ languideciera…»), o los llamados «años de peregrinaje» de Liszt por los bosques de Suiza e Italia buscando inspiración, o el panteísmo de Hölderlin afirmando «…y el espíritu de la Naturaleza, el que viene de las lejanías,/ el dios se nos muestra de nuevo, pausadamente entre nubes doradas». Todos ajenos a la vulgar realidad de las ciudades industriales y burguesas que estaban en pleno apogeo.

Al leer la novela de Juan Carlos Moya Caballos en la niebla (Seix Barral, 2014) podríamos vernos tentados a identificar completamente el pensamiento romántico con la actitud del protagonista, Lucas; él también huye de la ciudad, del contacto social, busca algo que no encuentra en la urbe. La diferencia –diferencia que es una marca de la modernidad, sucesora y a la vez destructora del espíritu romántico– es que en la huida de este personaje hacia la naturaleza, no halla la armonía, la calma, el sosiego; el bosque andino no se constituye como un refugio contra la crueldad de la sociedad sino más bien, como lo irá experimentando el personaje, será un doloroso enfrentamiento con su soledad, un encararse a sí mismo. La naturaleza que, a través de los elegantes trazos de la prosa de Moya se representa, se mira como un escenario en cierta manera ideal para el pensamiento, por medio de la mirada y del sentir de Lucas se configura en un cuestionador espejo con el que debe enfrentarse.

La primera parte de la novela nos deja ver a Lucas, quien junto a su entrañable perro Apache, intenta reconciliarse consigo mismo en un escenario natural, apacible en su incierta promesa; con habilidad Moya recrea las sensaciones que despierta el bosque: el movimiento de los animales, el sonido de riachuelos, los olores y sonidos de los árboles, el silencio nacido de la ausencia de civilización como una música de fondo en este paisaje. La naturaleza es parte de su presente existencia, el pasado es un recuerdo más bien difuso o incómodo en último lugar. La muerte de su padre es el recuerdo más presente y vívido, pero es un recuerdo de dolor, no de gozo, las memorias felices no existen para él, por eso es tan fácil desprenderse de su pasado e internarse en el bosque en una búsqueda tan indeterminada como inútil.

La otra línea de la novela nos presenta a tres personajes: Loco, Abel y León, quienes arman un desquiciado viaje de pillaje, violencia y muerte. Lo notable de esta sección es el cambio de ritmo narrativo respecto a la sección anterior. Mientras el devenir de Lucas es pausado, lento, reflexivo, visualmente detenido, el de la triada salvaje es rápido, dialógico, de indetenible cadencia. Estos dos ritmos se emparejan y contagian consiguiendo un final intenso y muy bien calibrado.

La correcta caracterización de los personajes, muy bien definidos y dibujados, hace que uno de los efectos de ubicarlos en un bosque sea más radical: cada uno de ellos tiene sus señas y rasgos particulares, y aún así, la naturaleza los va a nivelar. Mientras que la ciudad marca diferencias sociales, económicas, culturales, la naturaleza iguala a estos personajes, infunde su fuerza y somete a sus personalidades, impone su rasero, su llamado instintivo, nadie queda salvo de una marca, de una mancha. Así, Lucas, que se asquea de que el Árabe le haya robado a Mankell todo lo que pudo –personaje este que está refugiado en el bosque por alguna vergonzosa falta– matará a dos personas, quienes, a su vez, han asesinado a otros en su peregrinación sanguinaria. En un juego simbólico con el que Moya finaliza la novela, Lucas, luego de su batalla, ve la que tienen un lobo y una yegua por la vida de un potrillo, nadie es inocente, nadie es culpable; la naturaleza, esa compañera habitual de todos ellos, se los traga en plena igualdad.

Algunos de los actos que presenciamos en la novela, tanto de los animales como de las personas son violentos, pero la violencia no es un tema accesorio, casual; la violencia es el bosque en sí, es el estado natural de los seres que lo penetran o habitan, las reacciones de los personajes tienen algo de las conductas del lobo y de la yegua, pero en ellos al no poder obedecer de manera natural a ese «llamado de la selva», como diría London, ese llamado del bosque diría yo, ya sea por su nivel de conciencia, sea por los últimos resquicios de un sentido humanitario, su conflicto se ahonda y se expresa con fuerza y violencia desmedida. Tal vez ese sin sentido que ronda a Lucas solo es mediatizado en los demás personajes en los actos despiadados que les vemos ejecutar.

Otro elemento que Juan Carlos Moya trabaja de manera profunda es el dolor. La vida lleva aparejado el dolor. Lucas asume la tragedia del suicidio de su padre como una impronta de la que no puede o no quiere desprenderse, tan es así que él mismo piensa en suicidarse; queda la sensación que si bien el dolor físico es insoportable es el dolor psíquico, ese sentido de orfandad que lo marca, la causa real de la búsqueda de la aniquilación. La enfermedad lo somete, lo desgasta, lo torna débil, pero cuando tiene que cobrar venganza se fortalece su energía, la enfermedad no lo imposibilita en el ejercicio divino de la venganza; su cuerpo volverá a desfallecer seguramente, pero su alma ha quedado transformada tanto es así que no sabemos si volverá a pensar en suicidarse o empezará un viaje sin retorno guiado por un nuevo sentido de vitalidad, o de simple reconocimiento que la vida está más allá, que la vida se abre paso ante el dolor, la muerte, la enfermedad.

Podría parecer anacrónica la elección de un escenario rural para una novela en estos tiempos, pero como ya la historia de la literatura nos ha dejado ver, no es en dónde se actúe o se desarrollen las vidas lo que importa sino cómo lo hacen; sería descabellado decir que el ambiente no nos marca, no es así, pero las conductas humanas se desbocarán aquí o allá, en la ciudad o en campo, en la urbe o en el bosque. En la novela de Moya, Lucas cuando habita en la ciudad, ya es un ser torturado, y esa condición no cambia por variar de escenario, es más bien ahí donde se profundiza su desamparo y su extravío existencial. 

De cierta manera, y para volver al inicio, miro a Lucas como la configuración de un héroe trágico, como lo veían los románticos, enfrentando al mundo y sus reglas; el problema radica en que este personaje, Lucas, es hijo de la contemporaneidad, los principios que animaron a Byron, Shelley, entre otros, ya son solo polvo y recuerdo. El mundo actual nos somete a la indefinición y a la duda, la incertidumbre es la regla, por eso sentimos más su desamparo, pero aún así me lo puedo imaginar repitiendo, luego de mirar a los caballos salir de la niebla, lo que Hölderlin le hace decir a uno de sus personajes: «¿Es que en la muerte se me enciende, al fin la vida?».

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