viernes, 30 de agosto de 2013

El jardín medicinal; bonachón el gato

Mizard Seta



Esta es una noche tibia y pacífica, el aroma de los arrayanes impregna el aire nocturno y todos parecen tener pereza, pero aun así tengo deseos de relatarles una historia de esas que observo en mis correrías. Historias que viven cada uno de los hijos de las diferentes tierras con diferentes nombres que forman a este único y redondo planeta. Así que yo, el corredor viento, me sentaré en esta rama de araucaria para saborear sus frutos a la luz de la bella dama luna  y les contaré alguna de las historias por las que siempre preguntan aquellos que desean saber qué hay detrás del horizonte. Siéntense y escúchenme.

Bonachón era un gato que hacía honor a su nombre, tenía un corazón grande como los alerces y una disposición como la del sol para ayudar a quien lo necesitara. Era negro como la noche y regordete a fuerza de comer tanto atún, su alimento favorito y de moverse lo menos posible, las aves revoloteaban felices a su lado, seguras de que no les haría daño alguno.

Siendo un bebé, la abuelita María lo encontró en una bolsa a orillas del viejo río que corría entre las quebradas cordilleranas, donde buscaba plantas medicinales que no crecían en su hermoso jardín. Con cuidado tomó la bolsa y halló a un empapado gatito más en el otro mundo que en este, dejando de lado su recolección de ese día, volvió tan presurosa como le fue posible, para ocupar todo su arte curativo y lograr salvar al pequeño abandonado.

Tranquilo mi bebé, -decía la anciana mientras lo curaba, le daba sus medicinas, le proporcionaba calor y conversaba con él y el Señor- abuelita María está aquí contigo, no estás solo, no sufras, no te dejes llevar por esos sueños de muerte, eres un bebé fuerte y tienes la vida por delante. Mi señor Dios guía mi mano para curar a este bebé, tú y yo sabemos porqué estaba en el río, hay gente demasiado supersticiosa, seguro lo quisieron matar solo por su color pensando que atraería la mala suerte, como si la apariencia tuviera alguna importancia. 

Poco recordaba Bonachón de esos días en que la fiebre lo consumía y la abuelita María lo cuidaba con dedicación absoluta. En sus delirios escuchaba la voz de su mamá llamarlo desesperada, sentía terror y abandono, la oscuridad lo rodeaba, el agua le entraba por la nariz y la boca, no podía respirar, su corazón se apretaba, no sabía qué había hecho para merecer lo que le ocurría. Lentamente todo vestigio de su madre se desvanecía en aquel frío  en que él mismo moría, en su desesperación elevaba sus plegarias a no sabía quién que lo ayudara, pero al pasar de los días con los cuidados constantes de la abuelita María, los desvaríos fueron alejándose junto a aquellos terribles momentos, incluso su  único recuerdo bello, el sonido de la voz de su madre terminó por esfumarse, siendo reemplazado por sus primeras memorias al despertar en un lugar tibio y luminoso. La abuelita le hacía cariño entre sus orejas sujetando su cabecita para alimentarlo con algo que más tarde averiguó se llamaba biberón, desde ese día decidió que jamás saldría de aquel lugar, nunca abandonaría a la abuelita María.

Años más tarde cuando ya fuera un meico* maestro, entrenando a su propio aprendiz aún evocaría aquel momento, estaba inundado el lugar con una luz cálida, rodeado de algo tibio y la seguridad de que nada malo ocurriría. 
Era un bello día de verano cuando logró ponerse en pie y la abuelita le dio alimento más consistente, resultó que lo único que tenía en casa que le pareció medianamente adecuado era un tarro de atún, esta fue su primera comida solida y desde entonces también su festín favorito.

En sus primeros paseos por aquel lugar que sería su hogar, abuelita María le contó que su familia era inquilina del fundo que daba nombre al pueblo, y que en la época de la independencia el patrón regaló la casa a su ancestro en pago por los servicios prestados curando a los patriotas...claro está su ancestro en realidad atendió a quien necesitó su ayuda como era su deber... el lugar contaba con un cuarto de hectárea cerrado por una pirca de piedra de la altura de la abuelita, a la entrada corría una acequia ancha cruzada por un puentecito, donde nadaban los patos caseros. El puentecito estaba cerrado en ambos extremos por unas puertas de madera, en la externa había una pequeña campana de bronce con la que se anunciaban los visitantes. Esta puerta daba a la "Calle del Medio", que era la calle principal del pueblito que llevaba a la Plaza de Armas y que a ambos costados estaba resguardada por una alameda ancestral.  Se decía que esos álamos ya eran viejos y altos cuando el ejercito libertador de Bernardo O´Higgins pasó por el lugar, por esa misma calle  él y la abuelita caminaban al centro del pueblo a hacer las compras de la semana.

La casa tenía forma de L, contaba con cinco habitaciones que tenían puerta al amplio corredor que estaba cubierto por un techo de tejas de barro cocido, sostenida por algunas columnas de madera donde por generaciones los niños habían jugado en los días de lluvia cuando no era posible ir a trabajar a los sembradíos del patrón. Pero después del gran terremoto había sido remodelada  por ella y "su amado esposo que en paz descanse", así que una de las habitaciones la habían dividido para hacer cocina y baño dentro de la casa. La habitación del lado, que era la pata de la L, quedó repartida en centro de atención a pacientes y sala de estar-comedor, las otras tres habitaciones era donde dormían los niños  y ellos.

Atrás de la casa estaba el gallinero, la pesebrera, el corral de chanchos, las conejeras y las colmenas; al costado de la casa, detrás de la pata de la L, se cultivaban las hortalizas y frutas de la temporada para el uso domestico más la almaciguera; al otro costado de la casa donde empezaba la L, se cultivaban clarines, reinas luisas y gladiolos, estos últimos eran los favoritos de su difunto esposo.

Entre la casa y la acequia, estaba el sector principal, el jardín medicinal que le daba nombre al lugar, presidido por un enorme y anciano sauce donde aún se encontraba la artesa en que lavaba la ropa antes que su hijo mayor le regalara su primera máquina de lavar, el mejor invento del ser humano según ella. El jardín medicinal era espectacular tenía un aroma extraordinariamente agradable, había matas de ruda, menta coca y piperita, lavanda, romero, toronjil, manzanilla, ortiga, palqui, orégano, dedalera, maqui, entre otras muchas; los aromas eran agradables en su mayoría, otros eran fuertes como el de la ruda que le impregnó la nariz por días al gatito que encontraba el lugar realmente enorme. 

Pero abuelita –le decía una mujer que había venido a agradecerle, con un par de gallinas, su atención de hacía algunos días– trata a ese animal como si fuera persona.

Todo aquel que necesita ayuda la debe recibir –respondió la anciana con gran ternura acariciando al gatito– todos somos hijos de Dios y mi madre, que en paz descanse, me enseñó el arte de curar para todos los hijos de la tierra, los pequeños, los grandes y los medianos; no sólo para las personas.

Como siempre tiene razón abuelita –respondió la mujer, quien agradeciendo nuevamente su ayuda se retiró.

Aquellas palabras de la abuelita, aunque esta no lo supo, quedaron grabadas en el corazón del gatito, el que en unas semanas creció unos centímetros más, aumentó unos gramos más de peso y ya pudo salir a caminar por el jardín acompañando a la abuelita.

-  - ¡Gatito!, ¡gatito! –gritaba la señora a la hora de almuerzo, pues a pesar que sus horarios de comida no coincidan con los del minino, este había adoptado la costumbre de acompañarla.

El gatito aparecía corriendo a los brazos de la abuelita, que era en la única ocasión en que corría, y ella lo cargaba como a un bebito llevándolo hasta lo cocina y lo acomodaba en su mullida cunita para que estuviera cómodo mientras la acompañaba.

-  No puedo seguir llamándote gatito, –dijo de improviso la abuelita mientras tomaba su té de toronjil y menta- pero ¿qué nombre te pongo?, ¿sabes que el nombre es importante?, es un reflejo de la personalidad de cada hijo de Dios. Pero creo que deberemos esperar un poco más hasta que me digas cuál es el tuyo. Porque todavía no lo sabes ¿cierto? -preguntó mirándolo fijamente a los ojos- ...eso imagine.

Los días pasaron y la abuelita siguió atendiendo a los vecinos puerta a puerta, y a quien viniera en su busca, curando sus enfermedades y en algunas ocasiones más especiales curando sus almas, tanto de personas como animales y plantas.

El gatito vio que no siempre le pagaban sus servicios con aquellas cosas de papel o de metal que empleaba para cambiarlas en la tienda del pueblo por comida para los dos que siempre incluía su tan preciado atún, en muchas oportunidades le pagaban con harina, con gallinas y otras cosas así y en algunas ocasiones sólo recibía las gracias, siempre con una atenta sonrisa. 
 
Así el gatito pensó que debía poder ayudar en algo a la abuelita y empezó a seguirla cuando  salía en busca de aquellas plantas medicinales que no crecían en su jardín. Los caminos que hacían por los senderos y bosques cordilleranos eran largos y pesados, a él le costaba seguir el paso de la abuelita y unas cuantas veces se quedaba tendido bajo  alguna sombra, para después seguirla hasta alcanzarla.

- Mira gatito este es el pañil, huele y siente su textura -decía la abuelita pasando una hoja por su nariz y él la olía con todas sus fuerzas y con la ayuda de sus bigotes y lengua trataba de reforzar lo que sus ojos veían para no olvidar detalle- se corta cuando florece y puede ser usado en infusión o en compresas para el dolor de estomago, para curar heridas, detener sangrados, también se llama matico y los antiguos lo llamaban paguñi... si alguien me escuchara pensaría que soy una vieja loca, pero he recibido más atención de ti que de  las muchachas que vinieron a aprender el arte de curar y se fueron antes de terminar su aprendizaje pensando que ya lo sabían todo o se aburrieron porque nunca lograron averiguar el gran secreto pequeñito: “nunca se termina de aprender”.

La abuelita se sentía muy agradecida de aquella compañía, estaba convencida que como su abuelita le contaba cuando era niña el don de curar le podía ser concedido a cualquier criatura de Dios y que aquel que debía aprender tarde o temprano encontraba a su maestro, pero no dejó de sorprenderla verlo un día arrastrar o mejor dicho, intentar arrastrar su canasto para acercarlo a donde ella estaba recogiendo sus yerbas.

Muchas gracias pequeño -dijo ella agradeciendo su esfuerzo rascando entre sus orejas- eres muy amable.

Pero mayor sorpresa causó a los pacientes de la abuelita al verlo llevarle una u otra cosa de las que necesitaba para las curaciones.

Su gatito es muy amable y tranquilo, siempre la trata de ayudar y nunca se aleja de usted, ¿cómo se llama? -pregunto un señor que venía a que le curaran el dolor en sus articulaciones.

Aún no me ha dicho su nombre -respondía ella dejando al hombre intrigado con tal respuesta- pero creo que pronto me lo dirá.

Días después unos estampidos muy fuertes se escucharon en el bosque demasiado cerca de donde la abuelita hacían su recolección, y de pronto el gatito, que ya estaba más crecido, corrió internándose entre los frondosos árboles para volver donde la abuelita rápidamente. Saltaba, maullaba, se enredaba en las piernas de la anciana, y luego se alejaba en la misma dirección en que había desaparecido la primera vez, hasta que la abuelita lo siguió llegando donde yacía herida sobre la tierra una paloma torcaza.

Este es mi fin, si este gato no me devora, esa humana acabará conmigo o me matará el hambre por no poder volar -gorjeaba la paloma lamentándose y sintiendo que el dolor de la herida era solo opacado por el palpitar de su corazón que parecía que saldría por su pico en cualquier momento.

El corazón de la abuelita comprendió lo que el gatito quería y tomó entre sus manos al ave herida que temblaba como hoja al frío viento de invierno; aún estaba viva, pero muy asustada, era de suponer después de ser herida con perdigones y ver al gatito, seguro pensaba que se la almorzaría. La abuelita tomó la paloma colocándola en uno de sus canastos y volvió a casa, sin terminar su recolección del día, donde curó a la torcaza.

Debemos prodigarle calor esta noche -dijo después de curarla y alimentarla con gran esfuerzo, abrigándola con una bufanda- sólo espero que no se de vuelta y se dañe -dijo después de acomodar al ave lo mejor posible y se retiró a dormir, pues ya era entrada la noche.

Al día siguiente se despertó y fue a ver cómo se encontraba su paciente. Para su sorpresa el gatito estaba echado al lado de la torcaza afirmándola para que no se moviera y así ayudó en los cuidados de la paloma hasta que esta se curó y pudo volar en busca de su bandada, sin dejar desde ese entonces de pasar en las mañanas por el jardín medicinal y gorjear algo en respuesta a los maullidos  del gatito, que según la abuelita mantenían conversaciones muy interesantes. También la abuelita  observó que las aves desde la llegada del gatito habían dejado su jardín y habían vuelto en abundancia desde que curara a la torcaza.

La abuelita pensó para sí que las noticias buenas corrían también entre los animales, ya se creían esas aves que su gatito no las cazaría, aunque pensándolo bien se dijo,  nunca lo he visto cazar nada, ni saltar detrás de nada que no sea una lata de atún y la verdad tampoco salta, solo se queda esperando con ojos expectantes y bigotes felices.

Una luz iluminó sus cristalinos ojos, con paso lento se acercó al gatito que corrió a su encuentro y tomándolo en sus brazos lo acunó como un bebé.

Esta abuelita tiene sus ojos cansados mi amiguito -dijo con cariño acariciándolo en la pancita- hace mucho tiempo me dijiste tu nombre y yo no me di cuenta ¿me perdonas?

Miau -maulló el gatito queriendo decir- “no hay nada que perdonar, ni yo sé mi nombre, ¿cómo pude decírtelo abuelita?”

Eres amable, cariñoso, siempre estás dispuesto a ayudar a pesar de ser perezoso y estar panzoncito. Me recuerdas a una expresión que empleaba una tía mía, bonachón, ese será tu nombre, Bonachón, ¿te gusta?

-  Miau -respondió Bonachón feliz porque su nombre le gustó mucho.

Así, ese gatito regordete del jardín medicinal de la abuelita María, recibió su nombre y aprendió de ella a curar y ayudar a otros hijos de la tierra. Pero esa es otra historia, para otro día en que yo desee descansar y ustedes deseen escucharme.



*Meica o meico: también llamado curandero, es la versión criolla de un/a machi, posee dones para conocer las propiedades de las hierbas curativas y remedios naturales. Pueden reemplazar a la machi en el caso de enfermedades producidas por efectos del frío, calor, aire, alimentación y algunas causas mágicas, las enfermedades atribuidas a posesión de espíritu maligno, pérdida del propio espíritu y otras causas sobrenaturales. Una de las técnicas usadas y compartidas con lo/as machis, corresponde al pelotun o pewtun, diagnóstico que se realiza empleando la orina o humor del enfermo, la que es "leída".  Comúnmente son mujeres, la madrina de mi madre era meica, hasta donde yo sé es un término ocupado en la zona campesina de Chile central.

El último recurso

Ángela Haydée Gentile 


Las lanchas que van a la isla se mueven como un ballet sin coréografo. Ellas aguardan aquí, cerca de la costa los silencios de los habitantes que suelen tomarlas continuamente.

La mañana en la que José decidió regresar a la isla, ya se anunciaba el verano. Tiempo en el cual  los hombres y las mujeres caminaban con mayor lentitud.

La vida en verano no dejaba  a nadie  fuera de su circuito,  todos  eran convocados a celebrar los cambios  de estación.

José era silencioso, de caminar sostenido y ágil a pesar de sus años. Él vestía siempre como si estuviera en su lejana patria, la tierra de los césares; es decir sobrio y elegante aunque con ropas modestas.

Aquella mañana pasó frente al bar de la esquina y saludó rozando la visera de su gorra a sus conocidos de la vida.- ¡La vida! pensó y siguió rumbo al embarcadero.

Allá en la isla estaban algunos paisanos y con ellos podía recordar la lengua madre que tanto amaba; y además vivía el amor de su vida.

Él temía bastante a las aguas leoninas del río, pues jamás había aprendido a nadar; pero la necesidad de verla  a ella, era más fuerte y fue por eso que se subió al “último recurso”, la única lancha en espera en aquel momento y pagó con una moneda el viaje.

El río estaba calmo, inusualmente tranquilo; mientras navegaba hacia  destino, no se cansaba de mirar las flores que aparecían y desaparecían entre el follaje costero.

El viento soplaba  cálido hasta entrar de lleno en las Tres Bocas, lugar profundo y cementerio de barcos.

El calor hacía que de su frente cayeran abundantes gotas  de transpiración; a punto tal de entrarle en los ojos y dejarle la mirada nublada.

En cierto momento las gotas eran más abundantes sobre su rostro y  el calor no ayuda en absoluto. El río de pronto se agitó; pero en minutos  todo volvió a serenarse. Miró  la costa  y parecía otra porque los colores de las hortensias eran disciplinados y el follaje ya no entorpecía la visión.

Desde la lancha divisó en la costa figuras de gente amiga que hacía tiempo había encontrado en Ostia, el puerto de Roma. Por su mente cruzó aquel pasaje de la Divina Comedia cuando el gran poeta, indicaba que las almas de aquellos a los cuales esperaba el infierno eran reclutados en las aguas del romano mar.

Se pasó el pañuelo por la frente pero ya no era necesario, no transpiraba y la temperatura si bien era alta, hasta ese punto era más que soportable. No se movió en absoluto porque temía  caerse.

De pronto la lancha quedó en el medio del río y se persignó en silencio. Recordó los dichos de otro inmigrante cuando sostenía que hasta el más ateo, se acuerda de pedir en momentos de tensión y se sintió identificado.

El río inmóvil y la luz detenida hacían de aquel instante la eternidad. Se atrevió a llamar al barquero que siempre estuvo de espaldas a él; pero este no respondió, solamente estiró su mano y le tomó la moneda como paga  de su pasaje y luego descendió.

Nada  entendía pero de algo estaba seguro, temía abandonar la nave. El barquero furioso golpeó tres veces el remo en el agua  y luego, casi sin darse cuenta, se encontró aferrado a la escalerilla de madera del embarcadero de la isla e intentó pisar  tierra firme.

Trepó como quien sale del Hades, sin aliento y conmovido; y fue entonces cuando una mano de blancura extrema lo ayudó a subir.

Una vez allí se limpió la cara con un poco de junco y trató de mirar a su alrededor. Alzó los ojos y vio al amor de su vida que le sonreía joven aún como cuando la adolescencia la alcanzara. Se acomodó la ropa y trató de hablar pero la emoción lo dejó sin voz.

Miró hacia el río y vio como el “último recurso” se alejaba nuevamente en dirección al puerto.

Al girar su cabeza la visión amada  había desaparecido y  se encontró solo. Se estremeció y pensó que eso era lo más parecido a la muerte.

Comenzó a caminar sin reconocer el terreno y vislumbró entre unas matas algunas sombras que le parecieron familiares. Descartó llamarlas  refrenando su deseo inicial.

 Se sentó a la sombra de un árbol y  un lento sueño vino hacia él en aquella tierra de hortensias donde las sombras recibieron al recién llegado.

jueves, 29 de agosto de 2013

El regreso

Violeta Paputsakis


Una ruta de ingreso a la ciudad de Salta, una calurosa noche de verano, columnas de vehículos parados en todas direcciones, miles de historias por contar.

Son las diez de la noche y yo sigo atascado aquí, pensar que ya estaría en casa descansando de este largo viaje, pero no, desde hace más de media hora estoy plantado en el mismo lugar. No entiendo qué pasa, una manifestación, un accidente, una avería en el camino, mientras se solucione lo antes posible no me interesa, quiero ver a Valen y Lili, hace una semana que estoy fuera y no pude disfrutar de mis dos amores.

Sentado en su Toyota Corolla blanco Joaquín observa la marea de vehículos que lo rodea y se lamenta por su suerte. Se convence de que no tuvo otra elección, tenía que hacer ese viaje sí o sí, cerrar esa cuenta era un negocio importante para el banco y una reafirmación de la buena gestión que está haciendo como gerente allí. Con sus cuarenta y dos años lleva adelante una carrera exitosa y una vida que si bien está cargada de responsabilidades se ve recompensada por los momentos compartidos con su familia y el buen pasar económico.

Los detalles administrativos para el ingreso de Textiles Andino como cliente lamentablemente requirieron más tiempo del previsto, mi idea era estar de vuelta en cuatro días como máximo, la desorganización de la empresa me obligó a hacerme cargo de cosas que no me corresponden, pero estoy convencido de que si no las coordinaba la desidia de los dueños prolongaría varios meses la concreción del acuerdo. Ya está, ellos están adentro y yo soy el más beneficiado. Unos días adicionales y varias horas de viaje no serían tan pesados si no fuera que ahora tengo que perder tanto tiempo sentado aquí, cuando faltan pocos kilómetros para llegar a casa.

Joaquín sube el volumen del estéreo más todavía y se acomoda en el asiento del auto, en el exterior el calor es insoportable y pocos se aventuran a caminar en medio de los vehículos para buscar una respuesta al inconveniente. Adentro, en cambio, el aire acondicionado y la música de blues hacen la espera aceptable, pasados otros quince minutos, Joaquín empieza a preocuparse, la situación parece más compleja de lo que se imaginaba, no avanzó ni un milímetro y dentro de poco tendrá que pensar en apagar el coche por completo y enfrentarse a un calor que no parece tener la menor intención de aplacarse.

Ya son las once de la noche y todos siguen en el mismo lugar, un ruido que proviene del Fiat a su derecha llama la atención de Joaquín, es un sonido estridente, mira hacia el lugar y ve una niña de unos ocho años gritando y sacando los brazos por la ventanilla trasera desesperadamente, su madre prende el pequeño foco del interior del coche y trata de tranquilizarla hablándole desde el asiento delantero, pero no logra mucho, la pequeña continúa vociferando que quiere irse a su casa.

La joven debe tener unos treinta años, tiene el pelo teñido de color castaño claro y lo lleva recogido en un rodete desordenado, la pequeña lleva una remera de Kitty manchada de algo que parece chocolate, su largo cabello oscuro se mueve desordenado en todas direcciones.

Joaquín hace un bufido de hastío y vuelve a acomodarse en el asiento, si bien sus vecinas no se parecen en nada a su familia, la imagen le trae a la mente a su esposa Valentina y su pequeña Liliana. Mira una vez más su teléfono celular y confirma con molestia que continúa sin tener señal. Recuerda la mañana previa al viaje, Valentina llevaba un vestido de verano estampado con flores blancas y rojas, unas sandalias y pulseras que acompañaban con su tintinar cada movimiento, los rizos de su cabello color miel cubrían apenas sus hombros y dejaban disfrutar de las suaves líneas de su espalda. Liliana, estaba sentada en la alfombra junto a la mesa desayunador, jugando con su muñeca favorita, al evocar su risa contagiosa y su mirada alegre no puede evitar sonreír.

Con el asiento reclinado y los ojos cerrados, se siente en el límite entre el mundo onírico y la realidad, golpes en la ventanilla lo traen bruscamente de regreso, se incorpora y puede ver a un hombre de mediana edad que continúa haciendo sonar sus nudillos contra el vidrio mientras lo mira sonriente. Está vestido con una camisa desgastada y se puede observar el calor en su cuerpo. Joaquín mira preocupado hacia adelante pensando que quizás el atasco ya terminó y él sigue estacionado allí, pero no, todos los autos continúan en el mismo lugar. Baja la ventanilla con molestia y se dirige a su visitante.

-¿Si? –pronuncia secamente.

-Buenas noches señor –inicia el hombre con humildad- disculpe que lo moleste pero no sé a quién más acudir. Mi familia y yo estamos en el auto que está detrás suyo –continúa mientras señala hacia atrás. Joaquín observa desde el espejo retrovisor un Ford Falcon bastante deteriorado.

-Como verá está haciendo mucho calor y como mi mujer está embarazada le está afectando, se siente mal. Se me ocurrió que quizás podría venir un tiempo a sentarse en su auto, estoy seguro que el aire acondicionado le va a ayudar.

Joaquín vuelve a mirar por el espejo y observa dificultosamente en la penumbra a una mujer de unos treinta años vestida sencillamente, imagina que debe estar bastante sudada y que incluso puede llegar a descomponerse más aún dentro de su vehículo, luego observa el tapizado de cuero color crema, el torpedo prolijamente encerado.

–Es imposible señor, no recibo a extraños en mi automóvil, pruebe con alguien más, quizás tenga suerte.

El hombre lo mira desconcertado, le agradece la atención y se despide. Joaquín sube nuevamente el vidrio y se queja internamente por el aire caliente que el extraño hizo entrar en su vehículo. Lo observa acercarse al Fiat Palio color plata delante suyo, luego lo ve regresar a su viejo auto y llevar a su mujer hasta ese coche.

Es increíble como la gente se pone en peligro sin necesidad, después los asaltan y se quejan, se dice Joaquín, esta gente cree que uno tiene la obligación de solucionarles la vida, si yo tengo este vehículo es porque me esforcé para conseguirlo y tengo el derecho de elegir quien se sube a él, ellos seguramente se pasan el día de vagos y después sólo saben pedir a los que nos preocupamos día a día por mejorar. Lo peor es que ahora pasa delante de mí como diciendo que Dios te perdone, faltaba más, yo no necesito que nadie me absuelva ni me dé nada porque me preocupo por obtenerlo.

Pasada la media noche Joaquín escucha bocinazos, se incorpora y ve que a lo lejos los autos están comenzando a avanzar lentamente, pone en marcha su Corolla y espera ansioso reiniciar el recorrido. Su cuerpo está magullado de tantas horas sentado, se siente cansado y tiene hambre, cuenta los minutos para llegar a su confortable casa y dejar de lado el cemento y los desagradables vecinos que le tocaron en suerte. Del Palio delante suyo baja la mujer embarazada, justo en el momento en que los vehículos alrededor comienzan a circular. Con irritación aguarda que la mujer pase delante de su auto y luego acelera esperando recuperar los segundos perdidos, el ritmo es lento y recorren sólo unos metros.

Al revisar los marcadores del auto comprueba que tiene mucho menos combustible del que esperaba. No tendría que haberlo mantenido en marcha tanto tiempo, con un poco de suerte voy a lograr llegar a la próxima estación de servicio, sólo necesito que podamos continuar avanzando, se dice a sí mismo. La marcha sigue a ritmo lento, la desesperación por llegar hace que Joaquín aproveche todos los huecos que se forman entre los vehículos y se pase de un carril a otro intentando circular lo más rápido posible, recibe y toca bocinazos en todo el trayecto, pero no le preocupa, lo único relevante es cargar nafta y llegar a casa.

Pasada una media hora mira a su alrededor y advierte que ha dejado atrás a todos sus compañeros de espera, comienza a divisar a lo lejos la causa del atasco, un auto volcado atraviesa uno de los carriles, pocos metros más allá, sobre la banquina, se ve otro vehículo. Un choque, se dice, como siempre la inconsciencia de unos cuantos nos perjudica a todos, seguro que eran unos borrachos o unos adolescentes jugando a hacer carreras. Mira el indicador donde titila una luz roja advirtiéndole que está utilizando la reserva de combustible. Estoy conduciendo lo más rápido que puedo, sólo queda cruzar los dedos, reflexiona Joaquín en medio de la ruta de ingreso a la ciudad en una calurosa noche estrellada del mes de diciembre.

Luego de avanzar otro medio kilómetro está llegando al sitio del accidente, policías de tránsito con chalecos reflectantes y linternas organizan el paso que se hace más pausado, sin embargo Joaquín se muestra contento, sabe que una vez pasado ese cuello de botella podrá marchar rápidamente.

Cruzó ya el ingreso de la ciudad, el paisaje cambia con los postes de luz y la sucesión de casas. En el momento en que atraviesa el sitio del accidente la curiosidad le gana y atisba el vehículo volcado. Un Volkswagen Fox negro como el de Valen, como tantos otros, se dice, por el estado en el que se encuentra sus ocupantes deben encontrarse muy graves. Sigue avanzando a paso de hombre y observa a lo lejos algo en el asfalto que llama su atención. 

Un frío glaciar invade su cuerpo y lo paraliza, comienzan a escucharse los bocinazos tras él por haber estancado el paso, un policía se acerca y le toca la ventanilla, Joaquín reacciona pero en lugar de continuar la marcha se baja del vehículo y corre por la ruta, llega cerca del Fox volcado y levanta algo del piso.
Es la muñeca de Lili, dice con la respiración entrecortada, abraza el juguete y se agacha para revisar el auto, intentando encontrar pruebas que nieguen lo que su cabeza vocifera. Grita desesperadamente a los policías que se acercan.

–Es el auto de mi esposa, ¿qué hace aquí?, ¿qué le pasó?, ella tendría que estar en casa al otro lado de la ciudad.

Los policías tratan de tranquilizarlo pero el ruido ensordecedor de las bocinas no lo dejan escuchar absolutamente nada. Tras unos minutos logran convencerlo de apartar su vehículo de la ruta. Joaquín intenta asimilar la situación, le llega a su confundida cabeza el recuerdo de la madre de Valentina, ella vive en un barrio próximo, Joaquín comienza a suponer lo ocurrido. Los policías le explican que su mujer y su hija fueron trasladadas al hospital, se ofrecen a acompañarlo pero el hombre se niega y retoma la marcha.

Mil pensamientos cruzan por su mente, nunca se imaginó que podría perder a sus dos amores, siempre creyó que esas cosas les suceden al resto de las personas, los que son imprudentes, los que se emborrachan, los otros, no a él. El temor nubla su razón y avanza dejando atrás la estación de servicio, sigue la marcha hasta que escucha un sonido intermitente, observa el medidor y un mensaje titilante en el panel que dice: sin combustible. Estaciona en la banquina sumido en la desesperación, toma la muñeca de su hija y se para al borde de la ruta, quieto, sin saber qué hacer.

Luego de un tiempo un vehículo se detiene cerca de él, es un Fiat viejo. La ventanilla se baja y un humilde anciano le ofrece ayuda. Está vestido con un jean, unas zapatillas y una chomba color crema, ropa consumida por el tiempo pero prolijamente llevada, su cabello es cano y tiene unos ojos que transmiten tranquilidad. Joaquín entra en el vehículo sin pronunciar palabra, abrazado al juguete. –En el vehículo volcado iban mi mujer y mi hija, ¿podría por favor llevarme al hospital para poder verlas?, me quedé sin nafta en mi auto. La voz es lenta, tranquila, acorralada por el dolor. Durante el trayecto ninguno de los dos pronuncia palabra.

Al llegar al hospital el extraño baja del vehículo y acompaña a Joaquín al edificio, en la mesa de informes pregunta por su familia y lo guía hasta el lugar indicado. Joaquín está shokeado, la desesperación dio paso al sopor y simplemente se deja llevar. Las palabras del médico son tranquilizadoras y le devuelven la esperanza.

–El accidente fue grave, pero por suerte ambas llevaban el cinturón de seguridad y eso permitió que no sufrieran heridas de gravedad. Tuvimos que enyesar la pierna de su señora y a su hija ponerle un cuello ortopédico, pero más que nada por precaución. Tienen que pasar el resto de la noche para comprobar si hacen falta más estudios y mañana podremos darle un parte más completo. Ahora ambas están durmiendo, vaya tranquilo hombre, en cuanto se despierten les aviso que usted estuvo aquí y que va a venir mañana a primera hora.

Joaquín asiente sin protestar, Mario, el dueño del Fiat, se ofrece a ayudarlo para que pueda cargar nafta en su vehículo y llegar a casa sin dificultad. Nuevamente Joaquín acuerda silencioso y responde con un sincero –Gracias, al tiempo que sus ojos se llenan de lagrimas.

-Tranquilo amigo, estamos en este mundo para ayudar al otro, estoy seguro que si me hubiese sucedido a mí, vos hubieras parado tu vehículo para ayudarme.

Joaquín le brinda una mirada y comienza a caminar meditabundo, cuando están llegando a la salida del hospital, le dice a Mario –No sé si yo hubiese parado, lo siento. Agacha la cabeza y continúa la marcha, le estremecía sentir en su corazón el contraste con sus miserias. Una semilla de cambio parecía haberse sembrado, sólo habría que esperar que la cosecha fuese próspera. 

lunes, 26 de agosto de 2013

Ilusión a destiempo

Nelly Jácome Villalva


Lo conocí una mañana de verano entre la multitud apresurada, el cielo azul y despejado y un intenso olor a humo y gasolina, cuando me encontraba desilusionada porque no conseguí mi esperado ascenso, pudo más la influencia y la billetera del padre de Sofi, quien fue nombrada jefa departamental. 

Sofi era una mujer de mediana estatura, tenía el pelo tinturado de rubio, vestía siempre ceñido dejando ver sus formas y sus zapatos constituían para mí una gran hazaña por el alto de sus tacos, nunca me hubiese atrevido a caminar con algo así, pero a ella parecía que no le molestaban y se deslizaba con facilidad dejando una estela perfumada a su paso. Me dije a mi misma que las cosas cambiarían, así que seguí adelante. Y es esa mañana al dirigirme a mi oficina que apareció Rigo, un hombre alto, un poco más del promedio, con una melena castaña y rizada, su tez tan blanca que me iluminó con tan solo sonreír al ver que di un traspié por alcanzar el bus, enseguida me tomó del codo, me ayudó a subir, le devolví la sonrisa y empezamos a charlar, fue todo tan natural como si ya nos hubiésemos conocido antes y hasta nos citamos para tomar un café el fin de semana.  Este encuentro me hizo olvidar mi rabia y resentimiento, decidí encaramarme en esa ventana y aventurarme sin miedos.

Como esperaba, Sofi empezó a pedir mi ayuda, decidí no ser egoísta, porque por ahora esa no era mi preocupación, tenía otras cosas que hacer y con quien hacerlas; de pronto su rostro se me dibujó en la pared: forma ovalada, cejas pobladas, ojos grandes de color almendra con pestañas rizadas, nariz larga en debida proporción con su cara, mentón algo prominente con un lunar cerca de su oreja derecha y unos labios carnosos irresistibles.

La noche era fría, amenazaba la lluvia y mi calle se mostraba desolada de peatones, pero, como siempre, el ruido perturbador de los autos que la cruzaban a mucha velocidad, distraía cualquier meditación; nada importaba, me maquillé y recogí el cabello como sé que a Rigo lo enloquece. Desde mi ventana vi su automóvil llegar puntual y estacionarse, por lo que bajé rápidamente sin terminar de arreglarme para no hacerlo esperar mucho, no quería estropear la noche. 

¡Mmmm!, cómo me besa es maravilloso, nada me importa junto a él, pienso mientras me dirijo al baño antes de cenar.  Flotaba entre nubes cada vez que lo sentía hundirse en mí, mi lengua se convertía en una serpiente tratando de acaparar toda su geografía, mi mundo no tenía límites y ya ni me acordaba de Sofi.

Al regresar, observé la mesa ubicada en un lugar muy íntimo, cubierta con un mantel de color perla sobre el cual lucía un arreglo floral discreto con un globo de corazón en el centro y un sutil aroma a vainilla invadía el ambiente, todo de buen gusto incluido lo que Rigo había ordenado por mí. Luego lo miré a él, me esperaba con esa sonrisa que hacía que olvide cualquier preocupación, y de pronto -¡Cásate conmigo!, eres la mujer que he estado buscando, estoy seguro, dame el sí y seremos felices por siempre, ¡te lo juro!-  Al escucharlo, la alegría que me inundaba era indescriptible, no podía creerlo, casarme con Rigo, ser su esposa, pertenecerle y que todo el mundo lo sepa... Confundida gritaba internamente y sin pensarlo me lancé a sus brazos besándolo, y de a poco separé mis labios de los suyos, cogí mi cartera y huí del restaurante.

Desde ayer el timbre de mi casa no ha dejado de sonar, así que decidí enfrentar a Rigoberto y mientras  me dirigía a abrir la puerta, recapitulaba nuestra relación, me molesta que decida por mí, o tener que cambiar mis actitudes por temor  a que se enoje, ¡Oh Dios, pero cómo me gusta! mi cuerpo se transformaba con tan solo su presencia, sus largas piernas velludas, su cintura y pectorales ejercitados en conjunción con sus frondosos brazos, provocaban un cóctel de imprevisibles consecuencias, aunque todas gozosas. ¡NO, no! definitivamente no era con quien yo quería continuar mi vida.

-Hola Rigo, pasa por favor -dije sin mayor entusiasmo.  Me miraba en silencio con una expresión muy seria, tenía los ojos enrojecidos y ligeramente inflamados, -¡Por qué! -me dijo en tono furioso. -Lo siento, pero no quiero comprometerme -es lo que supe decir y agregué- por ahora. Quería que ya terminara esta escena, me resultaba incómoda y no sabía cómo explicarle mi confusión y mis temores. -Está bien, tú has querido que todo termine así, ojalá no te arrepientas -me respondió de manera amenazadora, se dio media vuelta y al salir dijo- ¡Adiós!

Lo miré cruzar la calle desde mi ventana y grité su nombre, quería proponerle que sigamos nuestra relación y que solo aplacemos el compromiso,  Rigo retrocedió unos pasos, bajó de la vereda para mirarme y como adivinando mi propuesta, nos regalamos sonrisas mutuas… Solo recuerdo el ruido estremecedor de un auto y el grito angustioso de una mujer: ¡RIGO!, que resuena en mi cabeza.


Hace más de un año, todas las noches caigo en un túnel oscuro sin fin junto a un hilo de sangre que se va ensanchando y entrelazando tibiamente a mi cuerpo y me despierto con el grito de Sofi.

jueves, 22 de agosto de 2013

El compromiso

Sonia Manrique Collado


Traté de pensar en una salida, ¿podía hacer algo? No, estaba atada. El día temido venía sobre mí con rapidez y yo me encontraba en estado de nervios. Mi amiga Patricia me había dicho que si quería podía irme a vivir a su casa pero no la tomé en serio. Varias noches las pasé rogando a mi papá que no me obligara a hacerlo. También intenté con mi mamá. Todo fue en vano, la decisión estaba tomada y no había vuelta atrás.

A veces me refugiaba en el jardín trasero de la casa grande, sentarme ahí y sentir el olor de la tierra me traía cierto alivio. Era el único lugar en el que me sentía bien. ¿Y si escapaba de allí? No, no era una actitud viable, ¿a dónde? En cualquier lugar me encontrarían y me obligarían a regresar. Además, todos se enterarían de lo que había hecho. Todos, toda la ciudad. Esa perspectiva era la que más me asustaba.

─Pero mujer, ¿te das cuenta de lo tonta que fuiste? –dijo Patricia mirándome con fijeza.

Llegó el día temido, fue un viernes. Tuve que pedir permiso a mi jefe quien se quedó muy molesto; “eres muy joven para casarte” fue su único comentario. Mientras el taxi nos llevaba hacia la municipalidad de Paucarpata, yo pensaba que el trayecto era demasiado largo. Mirar el color verde de los campos normalmente trae una sensación de tranquilidad pero ese día sólo lograba aumentar mi rechazo al destino.

Mis papás ya habían hecho los arreglos y parecían felices. Yo traté de sonreír todo el rato en ese lugar lleno de gente en el que faltaba el aire. Intenté pensar en lo bueno de casarme, ¿acaso no era ése el sueño de toda mujer? No tenía razón para quejarme.

─Tienes suerte –susurró mi hermana mayor tocándome el brazo- otro hombre no habría aceptado casarse contigo.

El señor que nos casó era ya muy viejito y hablaba de manera graciosa. Eso me hizo reír varias veces y por un momento olvidé las circunstancias. Horas después, ya en la casa grande, nos hicieron bailar el Danubio Azul. Las dos familias comieron y conversaron amigablemente. Mi mamá iba y venía de la cocina, mi primo Javier se encargaba de servir las bebidas. Mi perro no sé dónde estaba.

Hicieron discursos también, algunos un poco raros.

─En un matrimonio todo depende de la mujer -dijo mi tía María solemnemente-. Si falla, es porque la mujer no estuvo a la altura.

Esa afirmación me dejó pensando. Yo sólo tenía veinte años y mi flamante esposo, treinta. ¿Por qué todo dependía de mí? Pero me limité a escuchar en silencio.

─Tuviste mala suerte –dijo Patricia-. Naciste en una familia muy antigua, así pensaban antes. Pero estaba en tus manos la decisión.

Para mí las cosas estaban claras, había cometido un error y siempre se me enseñó que las consecuencias se asumen. No hacerlo habría significado el rechazo de mi familia y eso era lo más importante. Después de los discursos se pusieron a cantar, yo sólo sentía un aburrimiento infinito que se acrecentaba con el sonido de las rancheras.

─¿Sabes que eres un poco rara? –me dijo él.

Esa noche fuimos a dormir a un hostal pequeño de la calle Mercaderes, lo único que él podía pagar. La noche no fue tranquila, las voces de borrachos que gritaban interrumpieron mi sueño varias veces. Incluso uno de ellos trató de entrar al cuarto por confusión. Al día siguiente me sentí mejor: estaba casada.

─Encima ese tipo ni siquiera te llevó a un hotel decente -dijo Patricia-. Me da cólera lo que me cuentas, pero recuerda que te ofrecí mi casa.




─Eran otros tiempos –le digo a Patricia con una sonrisa-. Así se solucionaban las cosas, mis padres no lo hicieron por maldad.

─Pero tú sí fuiste mala contigo misma –dice ella y me hace sentir mal-, debiste quererte más y luchar.

─Ya pasó todo, ahora no quiero acordarme de esas cosas. Vivo bien.

─Sí, pero se habrían podido evitar. Tenías veinte años, ya eras mayor de edad.

Mientras parto en trozos el pollo a la brasa una imagen me asalta. No una, dos, muchas. Las imágenes del hospital y de mi hijo muerto antes de nacer. ¿Por qué murió? ¿No pudo soportar tantos golpes? Siento una lágrima correr.

─No llores, amiga –dice de pronto Patricia-. Perdóname, no quise hacerte sentir mal. Es que me dolía ver que no te dabas tu lugar.

El restaurant está lleno de personas que conversan alegremente. Es uno de los tantos que hay en la avenida Ejército. Todo ha cambiado en la ciudad, se ha modernizado bastante. Parece que las calles tristes de hace quince años no hubieran existido jamás.

─Pero me alegra ver que finalmente te superaste –trata de sonreír Patricia-. Siempre supe que eras mujer de bríos.

Me he dado cuenta que ahora me gusta el ají, antes no lo soportaba. Los mozos preguntaban “¿todas las salsas?” y yo respondía “todo menos ají”. Es bueno saber que las costumbres cambian y las formas de pensar también.

─Fue muy difícil conseguir el divorcio, no te imaginas –digo lentamente- antes no era como ahora. Además, nadie quiso ayudarme.

Pero no es del todo cierto. Mi mamá cambió de opinión poco después del matrimonio y sintió pena por mí. ¿La conmovieron mis lágrimas? Puede ser, pero el abogado que me consiguió resultó ser un patán.

─No era mala mi mamá después de todo. Sólo que tampoco tenía opción.

─¿Sabes algo? Tu familia parece salida de otro siglo. Yo tengo tu edad y a mí nunca me trataron así, no me obligaron a nada.

─Ya sé el camino que llevas –digo enarcando las cejas-, tratas de hacerme ver que todo se debe a mi falta de carácter.

─Mejor la paramos aquí, no quiero que terminemos peleando –dice ella-. Oye, este pollo está delicioso, ¿no te parece?

─Sí, riquísimo. Voy a venir siempre por aquí.

Miro alrededor: el ambiente está festivo. Se nota que diciembre está cerca. Patricia me mira sonriendo y pienso que todo está muy bien. 

lunes, 19 de agosto de 2013

Italianos

Víctor Mondragón


Corría la década de mil novecientos cincuenta, un viernes en el centro de la ciudad de Lima, finales de un febrero ardiente, cercano a las fechas  en que la ciudad solía celebrar los carnavales con fastuosas fiestas. Giovanny y Fiorella caminaban de la mano, ella con ojos del color del cielo al amanecer,  largos cabellos dorados, traje bien ceñido y tacones altos, él, sobrio en su vestir, alto y de  pelo rizado.

-Son doce soles –les dijo el dependiente de una tienda de artículos importados.

En las fiestas de carnavales limeños los jóvenes solían cortejar a las jovencitas con chisguetes de perfumes,  Giovanny acababa de adquirir un  Amor de Colombina lanza perfume. Las celebraciones  se daban de diversas formas, las clases pudientes asistían a fiestas de disfraces en clubes sociales o en las playas, los barrios medios organizaban fiestas en sus casas con chisguetes de perfume mientras  los barrios  populares  se consolaban jugando -o  peleando- con agua, talco, pintura y betún.

-Yo te pedí amor de Pierrot –dijo Fiorella y   torció su rostro disgustada.

-Estoy ahorrando para mis estudios –contestó el joven. Ambos se miraron a los ojos  y permanecieron en  silencio.

Minutos después, mientras transitaban por las calles del centro de la ciudad fueron impactados por un globo de agua lanzado desde un balcón, el  joven  la besó en la frente, le acarició el rostro y la secó con su pañuelo. Se acercaba la hora de la función de vermut, la pareja caminó hacia la plaza San Martín, ella con su  cabellera alborotada por el viento y el con un aspecto más sobrio que nunca, en esos años ir a un cine era todo un evento, los asistentes solían vestir y oler bien,  la pareja hizo una breve fila e ingresaron a un pulcro y bien conservado local, en el hall destacaba un caballero que vestía saco oscuro con numerosos y  relucientes botones, era el vendedor de golosinas, la pareja compró chocolates y chicles –no  como ahora donde asistir a un cine es exponerse a estar rodeado de asistentes que comen en baldes que parecen contener alimentos balanceados.

Los jóvenes  se ubicaron en la parte trasera, quizás  buscando la complacencia de la luz escasa, lugar donde los enamorados insaciables  suelen regalarse  besos sin fin.

-El traje que vistes es muy ceñido y provocador –dijo Giovanni, la joven  se hizo la desentendida y replicó:

-Mis amigas irán a fiestas en los clubes de las playas.

-Aún no concluyo mis estudios y ese costo no está a mi alcance –respondió Giovanny, el joven la  miró directo a los ojos y  tuvo la impresión de saber lo que ella pensaba.

-No quiero ir a tu fiesta de bomberos –dijo Fiorella sin poder disimular una ventolera juvenil excusada en orgullo.

-Allí estarán mis  amigos –repetía Giovanni.

A la salida del cine caminaron y se sentaron en una banca frente al teatro Municipal, había anochecido, se quedaron mudos, el apetito pedía ya por lo suyo, la pareja ingresó a una sanguchería de italianos en la esquina de los jirones Huancavelica y Cailloma. 

-Aquí tienen, un sanguche de pavo y uno de cerdo –dijo el servidor.

Tras aplacar el hambre, la pareja se dirigió a casa de Fiorella, la discrepancia en cuestión se mantenía.

-Además por ahí dicen que para tontos los bomberos –comentó Fiorella.

La pareja llevaba dos semanas discutiendo sobre el mismo tema:  típica e inmadura discusión de pareja donde nadie quiere ceder, en el jardín de la casa de la joven continuaron los litigios, ambos rostros se vieron desalentados,  sus voces se crisparon bajo miradas desafiantes.

-Sería feliz si me acompañaras a la fiesta de los bomberos –dijo Giovanni, su actitud no era tanto de desamor  como de orgullo propio, no  percibía  que ésta   es otra  de las tantas trampas que esconde el amor.

-¡No quiero verte nunca más! –respondió la joven, su voz antes  suave se mostró grave y sus ojos se tornaron insolentes,  se alejó sin despedir. La pareja había discutido por tonterías aunque creían que era por  amor;  realmente no era desamor, ni siquiera celos, estaban midiendo sus intenciones.

Don Giuseppe, padre de la muchacha alcanzó a escuchar la conversación y comprendió el motivo de la diferencia, animó a su hija y  le invitó a  pasear por el centro de Lima al día siguiente.

Limpias calles, día soleado, caballeros con terno y damas vestidas con hermosos trajes transitaban por el jirón de la Unión, los escaparates  lucían finos vestidos  y artículos importados, el caminar por aquel jirón era motivo de prestancia y elegancia.

-Quiero que escojas un traje para ti –dijo el padre de la muchacha.

La joven se enfrentaba a una difícil elección, iba y venía por diversas tiendas, dialogaba  con los vendedores; tras de ella, su paciente papá sonreía, una hora después finiquitaron su compra.

A continuación el padre pidió a su hija que le acompañara al balneario de Chorrillos, subieron a un taxi que los condujo a  la bomba Garibaldi, en la puerta de la misma los esperaba un caballero que lucía fino traje y unos  bigotes marrones que más parecían convenir con algún antiguo navegante, el padre de Giovanni, Angelo Cipollini, viejo amigo del papá de Fiorella, intercambiaron bromas sacudiendo el polvo de una añeja amistad.  

-Esta compañía de bomberos fue fundada por inmigrantes italianos en 1872, Compagnia di pompieri  Garibaldi di Chorrillos, lleva el nombre del impulsor de la unificación política de Italia, Giuseppe Garibaldi, héroe de dos mundos, quien  radicó  en Lima en 1851 y que  junto a otros inmigrantes italianos  fundaron  la primera compañía de bomberos del Callao –dijo don Angelo.

Con pasos cortos y lentos caminaron por el viejo local que les parecía  detenido en el tiempo, pidieron permiso a un encargado  e ingresaron  a una amplia habitación que hacía de biblioteca,  colgaban en las paredes cuadros con rostros de antiguos  bomberos, mudos testigos del paso del tiempo, los visitantes encontraron  un aire denso en el ambiente, mezcla de humedad, muchos años  y olvido; se sentaron sobre antiguas sillas y se dispusieron a sacar a relucir recuerdos propios y  otros tantos prestados de los libros que allí dormían.

-En la captura de Atahualpa hubo soldados de origen italiano, Lima tuvo virreyes  que vivieron en Italia o fueron emparentados con italianos, incluso uno fue italiano; durante la colonia y primeros años de la república los inmigrantes italianos provinieron de la región de Liguria, mayormente genoveses, destacaban por ser diestros navegantes –añadió don Ángelo.
Fiorella, estaba distraída, no parecía percibir las ideas que intentaban inculcarle, aun así se animó a intervenir.

-Cuéntenme como llegaron nuestros antepasados –dijo Fiorella, mitad por novelería y mitad por complacencia a sus mayores.

-La inmigración italiana si bien no fue masiva, fue selecta, en 1876 había más de siete mil italianos en tierras peruanas, mayormente radicados en puertos, destacaron por ser  prósperos transportistas marítimos y comerciantes, muchos fueron atraídos por el auge del guano y el salitre, en esos años en Italia se comentaba que entre los emigrantes italianos afincados en América del sur,   los más ricos e industriosos  estaban en el Perú; de los españoles retomaron el sembrío de olivos, vid, legumbres y pan llevar, impusieron la venta del pan fresco tres veces al día,  instalaron fábricas de fideos, chocolates, textiles y helados entre otras –respondió don Angelo.   

-Miren estas fotos, son del balneario de San Pedro de los Chorrillos durante la guerra del Pacífico, era considerada la perla del Pacífico, mansiones con hermosas terrazas moriscas, amplios jardines de flores circundados por detalladas verjas de hierro forjado,  plazuelas con estatuas de mármol y piletitas de puccis, lugar de veraneo de la aristocracia  limeña, comparable con los mejores balnearios europeos –dijo el padre de Fiorella tras ojear unas revistas amarillentas, cubiertas por el polvo ingrato del desinterés.

Era casi medio día, el apetito pedía ya atención, don Ángelo buscaba denodadamente algo en las estanterías, tras unos minutos ubicó una revista que llevaba el título de “Revista Ítalo Peruviana di scienze, lettere, arti e varietá Anno X, 1922”, pidió al encargado que se la prestasen y seguidamente los amigos subieron al antiguo auto Chevrolet del señor Cipollini, enrumbaron con dirección al centro de Lima,  hacia  un restaurante al costado del palacio de gobierno, en una esquina frente a la estación de Desamparados.  

Ambiente antiguo, techos altos, fina caoba, muebles sobrevivientes del siglo anterior, el tiempo detenido, austera ornamentación pero sobria a la vez; un camarero pulcramente vestido se acercó a los recién llegados, los saludó en italiano y les entregó la carta de platos, los visitantes pidieron como entrada conchitas a la parmesana, sopa menestrón como primer plato y diversas pastas como plato principal.

Mientras esperaban la orden comentaron acerca de la fusión  culinaria entre la cocina italiana y la criolla peruana.

-En el Perú se han encontrado todas las razas y los italianos no podían ser la excepción,  a la torta pascualina la llamamos pastel de acelga, a la trippa a la fiorentina la llamamos mondonguito a la italiana, a los spaghettis a la Bolognesa los  llamamos tallarines en salsa roja, los al pesto los llamamos tallarines en salsa verde, diversos platos italianos fueron adaptados a los ingredientes y a la sazón peruana; en Lima es tradición familiar  compartir los domingos tallarines como plato fuerte, yo  prefiero los tallarines con pichones  –comentó don Ángelo.

-Productos como el tomate, la papa o el maíz fueron llevados a Italia  y nos los devolvieron bajo otras formas: pasta de tomate, ñoquis y polenta –añadió don Giuseppe.

-Agradecemos al Altísimo por los alimentos que vamos a recibir… –dijo don Angelo, los comensales lo secundaron haciendo la respectiva  señal de la cruz.
Don Giuseppe repasó  la carta y finalmente seleccionó  un par de finos vinos, uno para aperitivo y otro para acompañamiento.

-¡Esos vinos son carísimos! – exclamó Fiorella.

-Lo más importante en un  vino no es su precio ni la calidad sino las personas con quienes se comparte –respondió el padre de la joven mientras su amigo asentía.

Una buena comida exige el complemento de la risa y a ella se entregaron, minutos después, durante la sobremesa, los amigos retomaron la conversación interrumpida aquella mañana.

-En el Perú los bomberos no son remunerados, se donan a la comunidad gratuitamente, incluso ofrendan sus vidas en cumplimiento de su misión –dijo don Angelo.

-Para cojudos los bomberos es una frase que pulula por  incomprensión y  desconocimiento  -añadió don Giuseppe, cuestionando  así esa mal entendida viveza criolla donde quien no los secunda corre el riesgo de ser marginado.

-Lamentablemente hay algunos  que no saben distinguir el  límite entre la travesura, la broma, la burla y la estupidez –complementó don Ángelo.

-Quiero contarte lo que pasó a  los bomberos de la compañía Garibaldi durante la guerra del Pacífico –añadió don Ángelo.

-¿Hubo batalla en la villa de Chorrillos? –preguntó Fiorella quien poco a poco se iba contaminado de curiosidad.

-Salvo una primera defensa en la estación del ferrocarril, no hubo  batalla al interior de la villa,  tras ingresar  las tropas del sur presas del alcohol y la euforia cometieron excesos contra las propiedades y la población civil. Varios comercios fueron saqueados y quemados, los bomberos de la bomba Garibaldi hicieron esfuerzos para evitar que el fuego se propagara pero fueron confundidos con soldados debido a  sus uniformes rojos, las tropas del sur atacaron a los indefensos bomberos, la manguera de la bomba se rompió con la caída y la ola de vapor ampolló a los más cercanos. Cipollini, Leopardi, Nerini, asfixiados, se llevaron las manos a los ojos y no vieron los corvos que se alzaron debajo de sus gargantas -replicó don Ángelo quien confiaba en introducir en la realidad a Fiorella, seguidamente extrajo de su maletín de cuero la revista que horas antes le habían prestado, la contempló, la acarició y procedió a leer:

“Un gran número de oficiales a caballo, que venían desde las defensas de Monterrico, sin saber ni preguntar nada, se pusieron a pegar a los inermes, y después, los ataron a las colas de los caballos y los tiraron por el suelo al galope gritando,  ¡tiradores italianos!

De esta infamante acusación, dictada por todas  las iniquidades de la guerra y de la cobardía humana juntas, nunca se ha podido entender mucho. La legación italiana de Lima, el comandante de la Piro Corvetta Colombo, Jefe de la escuadra italiana anclada en el Callao, se enteraron tres días más tarde. Ocho las víctimas, fueron: Angelo Descalzi, Guiseppe Orengo. Egidio Valentino, Astrana Lorenzo, Paolo Marsano, Paolo Risso, Giovanni Pali, Filippo Bargna, acusados de alta traición, de haber usado las armas contra los militares chilenos; fueron fusilados la mañana del 14 de enero del 1881, atrás las puertas del Panteón del viejo Chorrillos “ pronunció  don Ángelo quien  prefirió concluir leyendo la revista del cincuentenario de la bomba Garibaldi, valioso testimonio ante el insoportable olvido del tiempo.

La mano temblorosa del padre de Giovanni buscó con dificultad algo en el bolsillo de su chaqueta, extrajo un hermoso sobre color café, con parsimonia lo abrió y dejó  ver una amarillenta foto.

-Esta es la imagen de mi abuela, hermana de uno de los bomberos sacrificados, mi familia lleva el apellido bien puesto –añadió don Ángelo.

Fiorella no podía permanecer como observadora ajena al cauce de la verdad que fluía frente a ella, sus   ojos  se llenaron de lágrimas, reaccionó con desconcierto ante una evidencia abrumadora, se deshizo en el abrazador fuego de la realidad encontrada.

-No quisiera ahondar más sobre  los pormenores de  aquel infausto hecho; en nuestra juventud, Giuseppe y yo hemos  sido bomberos,  tradición seguida por  nuestras familias, por eso mi hijo es también bombero  –dijo el padre de Giovanni.

El silencio fue la mejor respuesta que pudo expresar Fiorella mientras su padre la abrazaba.

-Es bueno que conozcamos el pasado para que los errores no se repitan -concluyó don Giuseppe.

En otro lado de la ciudad, la vida obligaba a Giovanni a ocuparse de asuntos más terrestres que los afanes del corazón, laboraba desde muy temprano en una pastelería italiana en la calle Virreina, de pie varias horas, peleando con masas de indomable harina, contemplando un inmenso horno ardiente y pensando en ella; su aspecto se había tornado distraído, no ubicaba  la línea divisoria entre la desilusión y la nostalgia, estaba ensimismado  cuando  concluyó que a las mujeres les gusta hacerse de rogar y por lo tanto decidió  ir a buscarla. Aquella noche contó uno a uno los minutos eternos que faltaban para volverla a ver, casi al amanecer logró atrapar el sueño que tanto se le escapaba.

Horas más tarde el joven fue a casa de Fiorella y para que nada restara esplendor a su propósito portaba un ramo de rosas en la mano. Ella mandó decir  que esperara unos instantes para hacerse un maquillaje breve y  recibirlo de acuerdo a su condición, el muchacho al verla intentó un saludo indeciso que pareció diluirse al acercarse,  reaccionó a tiempo.

-Tengo una sorpresa, ¡iremos a la fiesta en la playa! –exclamó el joven, mezcla de enamorador y enamorado.


-Quiero ir a la fiesta de los bomberos –respondió Fiorella mientras sonreía  para que él no advirtiera cierta turbación, acercaron sus rostros, intercambiaron miradas, Giovanni percibió su respiración y el hálito floral que tanto añoraba. La noche  fluyó bajo un gran firmamento, embargados por el perfume fresco de unos jazmines se abrazaron tiernamente. Pese a la  insistencia, Fiorella   se negó a explicar la razón de su cambio, no quiso que Giovanni hallara   en ella contradicción y cierta  vergüenza.