viernes, 28 de septiembre de 2012

Contra el tiempo

Raúl Mendoza Cánepa



Al tomar la calle, deambulo por el linde del barranco. El faro me dispara, intermitente, su ráfaga de luz. Me siento en una banca a contemplar la vida. El ruido se amansa entre las luces. Con el rojo- rojo de los automóviles me gana la inquietud, la desazón de la inercia. El claror trenza el fulgor de la luna sobre los rostros. Leo una vez más el periódico “Mozos, técnicos de carga, mecánicos…”. Todo me es ajeno. Subrayo un par de párrafos y luego tacho una línea.  Desdoblo nuevamente la página para asegurarme de no haber descuidado ninguno de los avisos.

Al llegar a casa preparo el café de Laura. Ella es mi mujer. Yace, torcida sorbe del aire espeso y maloliente. Le han amputado el pie y se da fuerza para la última cirugía. Parece no tener fuerza para morirse. El dolor le perfora los intestinos tanto como la medicina amarga que debe beberse antes de la diez. Sin ese dinero morirá, morirá puntual, en noviembre, como le han dicho los médicos. Una operación cuesta, “los pobres se enferman de lo que pueden”. Y también se mueren de lo que pueden, princesa. El ojo se te triza en el vaso y bebes lejana de otros tiempos de ese frasco azulino insuficiente y entre las malvas muertas tu cuerpo ensangrentado desde la médula Laura como el guiñapo amarillo del clóset y apenas sin revivirte te arrastras por el corredizo como un espectro muerta fiera sin remilgos y me crispo deambulo entre las alcantarillas y el gris de mierda de esta ciudad de vapores y cuesta mantener en vilo el corazón porque es la tarifa del doctor hijoeputa y el impuesto a la sanidad y la gratificación de la muerte, Laura. Crispación sudor filos de metal hielo en las sienes que taconean sobre las losetas venas cordilleras sobre la piel lívida que late bajo el polvo tenaz que me ahoga.

La contengo en mis brazos. Cuando se duerme la contemplo, le hablo muy despacito. No sé si son horas o minutos. Luego escribo en un pliego de papel lo que minutos antes había anotado en una servilleta con un plumón azul. No logro contener mis pensamientos, ellos me abruman. Laura abre el ojo un minuto revélame el pulso de otras horas Laura clac clac clac se nos pasa el tiempo en innumerables vueltas de reloj y no hay recodo para el descanso ni un empleo inmediato que sostenga la vida, el polvo esculpe formas en el cuarto, cuaja. Martincito lame los barrotes oxidados de la ventana traza las líneas de sus monstruos con los ojos bien cerrados sin haber probado alimento y el tiempo se cierne sobre la osamenta niño gris entre las palmas cuando en agosto fue agosto la carta del despido señor Arrelucea y váyase a buscar pero me quebré al hablar jijuna y Martincito canturreando sentado con las piernas cruzadas sobre el arenal y Laura recostada en el césped con las palmas alborotadas llamando y yo el secreto lánguido y mortal de la cola sin respuesta al margen del mundo la décima segunda cola en el pasaje Quilca en Angamos Oeste en la Diagonal en el Jirón de la Unión y en la fábrica de la Venezuela CV sobre de manila “Laura, me quedé sin empleo” y el bostezo que no transmuta en palabras las palabras que dan a morir en el desierto el precipicio de un vacío sin tiempo ni espacios su tos pedregosa el respiro áspero que se atraca en la garganta, me contengo, “no se lo diré aún, la placidez de una mujer quebrada no debe ser profanada”. No. Por ahora guardo el secreto. Los ahorros se difuminan mientras se cierra el espejo de mis ojos alfilereteados, ralean, cubren algunos gastos, lindan el abismo y el rojo ¿Y qué haremos con Adolfito? La fiebre le raspa el paladar, como ayer, hoy se quedarán en casa. Presupuesto, colegio inicial Santa Teresa. Las muelas se aprestan a la batalla, las cortezas de los troncos ensanchan el faro de mis retinas y se encrespa la pupila, se me corta la respiración el aire denso fatigoso de la noche galopa el corazón…Crispación y fatiga. Clac clac clac.

Me siento frente al computador y digito con agitación. “Don Agustín Mairena: soy un vendedor de muebles. Recién perdí mi trabajo, requiero con suma urgencia una oportunidad en Livingstone Corp. Sé que es difícil, pero tengo bocas que sostener de urgencia. Se lo ruego por la divina providencia…”. Clac clac clac.

-       ¿Qué escribes? –me pregunta Laura, algo alterada por el tecleo incesante

-       Es un informe –respondo casi balbuceando– Hay que rendir cuentas.

-       No hagas locuras de quedarte hasta tan tarde –advierte ella, volviéndose a dormir casi de inmediato.

Torno mis ojos nuevamente hacia los niños que duermen apacibles. Los observo durante varios minutos recordando sus voces agudas, es una atmósfera opaca, cargada de alcohol metílico. Tomo unas frazadas del corredor y las extiendo a lo largo de sus cuerpos. Laura tiembla, luce más pálida y demacrada que de costumbre. Clac clac clac.

Continúo dándole contenido a esa pantalla de computador cubierta de vacíos. Vuelvo a borrar unas líneas y reescribo algunos de los fragmentos de los que había prescindido. Un chorro de viento helado me asalta por la espalda, continuo dando batalla.

“Don Artemio, se acordará de mí. Alguna vez lo asistí en una venta. Ha pasado mucho tiempo, sé que es difícil, pero…Le cuento que me quedé sin trabajo, cosas del presupuesto y qué más y tengo una familia, usted me entiende.”

Luego de dar detalles y precisar cada hecho retomo la lectura de los textos y vierto el café de la cucharita en mi boca. Borro dos líneas y me monto sobre las teclas: “Apelo a su piedad”.  Una sucesión de desgarros me quema los intestinos, el corazón me late a mil. Barajo mis reseñas laborales y las miro con insistencia hasta dilucidar cuál conviene  diseminar entre líneas.

Laura duerme y cecea. Por ratos parece sacudida por el espanto de un mal sueño, pero no alcanza a despertar. Nadie es imprescindible, me decía el viejo Lozano, mi padre, cuando sobrevolaba el Misti y me advertía que la muerte no tiene relojes ni calendario aunque suele improvisar a veces.

Son las once y pico de la noche. Me recuesto en el ventanal para no mirar el cuerpo abatido y frágil de Laura. Garúa y el parque se recarga de tinieblas a esa hora. Clac clac clac. El Jesús de la rotonda se ha cuarteado. Las deformidades del parque me impiden divisar el final de la calle. Me he gastado una fortuna y una fortuna es lo que requiero ahora para llevar a mi mujer a Boston. Allí las maravillas de las técnicas quirúrgicas le ofrecen la posibilidad de salvarse.

La imagen del Cristo luce a oscuras sus tenues contornos, a la luz de una vela que se difumina en su base. Rezo mientras puedo guarecido en el ventanal. Me lavo los dientes a la ligera y me acuesto. Atisbo los puntos de mugre en el techo, doy forma a las múltiples telarañas que me rodean, la lámpara de metal me cubre con sus claridades, por ratos divago y por ratos ensayo mi mejor plegaria. Me muevo, no dejo de moverme ni de pestañear hasta que el sol distribuye sus claridades.

Me cubro con la colcha tratando de disipar todas las brumas. Laura hace un mohín, balbucea algunas palabras que no logro descifrar. Le envuelvo los pies con una esquina de la sabana. Tiembla, roe ruidosamente, pero no despierta del todo. Trato infructuosamente de conciliar el sueño. Es inútil. Enciendo la bombilla y tomo las cartas de presentación para volverlas a leer, es como si intentara convencerme de algo. Los bocinazos me alertan de la vida en aquella mañana. El cobrador de una combi llama a lo lejos y un cúmulo de luces ya se apretujan en el espejo. Escribo con lápiz unas líneas adicionales, pero las borro y rehago el texto suprimido. Añado un párrafo en un papel en blanco. Al terminar la última letra empuño la hoja y la echo al tacho para proseguir. En una carta de presentación nos jugamos la vida, cuido de la sintaxis y que los párrafos sustantivos precedan a los accesorios. Cedo a la fuerza del agotamiento  y coloco cuidadosamente las cosas dentro de la mesa de noche para emprender a un nuevo intento de dormir, esta vez bajo los relumbres del sol en las cortinas. Sospecho que un detalle no concuerda dentro de la documentación. Torno mis pasos al escritorio.

Mientras preparo la consecución de hojas y las numero ordenadamente, la mirada centrada de Laura desde la pantalla del ordenador me captura por unos instantes. Se veía rozagante entonces. Las vivanderas empiezan a invadir las veredas y las teclas se dan al empeño de ametrallar sobre las densas humaredas de tabaco. El campo de batalla torna intenso y el aire irrespirable. El reloj continúa su marcha. Clac Clac Clac.
Me llevo una menta a la boca y trato de dilucidar el último tramo. Tecleo, al final, con mayor fuerza, tratando de imprimir cada letra en el ecran de luz que me cautiva y me somete retando el peso de mis párpados.

Bebo la última gota de la Coca cola, mudo de ropa y me apresuro a levantarme para caminar, para caminar a donde la vereda del frontis me lleve, me hago a la idea que debo deambular por la avenida hasta perderme en la longitud de una playa limeña. Laura duerme con placidez, me aseguro de guardar los papeles entre rumas de papeles al fondo de un cajón. “Voy a la oficina, Laura, estoy un poco tarde”. Apenas encamisado, bordeo la costa sin pensar, tratando de olvidar el hecho consumado y la descomunal prisa que me ahoga. Vigilo mis huellas en la arena, zigzagueantes, desiguales, sin destino. Clac clac clac.
Es, desde luego, el inicio de mi vida o es apenas el fin.

Edad: 44 años.
Profesión: Indeterminada.
Destino: Desde aquí todo es corto y delgado. Una zanja sin mayores opciones.

Leo en los impresos nuevamente lo que había enviado. Ignoro la razón y la hora en que añadí la última línea. Me recuesto sobre la arena húmeda, muy cerca del agua. Por ratos el mar helado me invade. Desde esta perspectiva las cosas no son iguales, la costa parece una torta de crema partida a dentelladas y los vehículos insectos de metal. Clac clac clac.
El reloj merodea y el minutero es inexorable, las venas rajadas que transportan una sangre que se descompone en su espejo pálido de medianoche y las canas que se suceden en la cumbre de su rostro que sin fuerzas apenas dan un brochazo débil sin la magnificencia de otros tiempos sin futuro cierto y ella yerta entre el sepulcro que asoma al ganar la derrota en su innúmera batalla y sigue y sigue y mientras largo el pie en los cien metros de arena y ventisca sigue y sigue y Laura abisma y el dolor que rompe las costuras de la boca asoma y el terror delirante que flaquea en mis piernas muñeca rota y los ojos húmedos de los niños náufragos del útero materno ya nada es sutil Laura niños el negro infinito y radical se enfrenta a esta posibilidad desmesuradamente mayor y entonces seré un héroe o un cadáver entre penumbras sólidas casi un héroe mitológico apenas en el resplandor de mi espejo.

A los cuarenta, Santiago Luna, tenía un volvo y una casa en Francia. Cuando dejamos de vernos hace unos años apostamos a que en cierta línea del tiempo ambos viajaríamos al Ártico a picar los hielos y sortear las espumas heladas del océano al norte del mundo. Yo viviría en La Planicie, en ese caserón que un día fue de Marita Luque y nos deslizaríamos en Bariloche, más lejos aún. A los cuarenta las cosas tienen otra dimensión y los plazos se vuelven más cortos y sustanciales.

Santiago es Director General de Cosas en Buenos Aires, tiene una compañía de barcos, un astillero y, a veces, intercambiamos noticias. Frente al abismo habría de ver su última nota del espectáculo bonaerense y una leyenda que le sugerí entre líneas. La playa luce más extensa ahora que casi me adapto a ella, a sus formas, a su platinada obstinación con la muerte. Ninguno traza las líneas de una respuesta. Luna mantiene el silencio denso abyectamente criminal desde la tarde del martes.

Muy por arriba la fachada de Livingstone Corp. Los descomunales vidrios ocres y su luminiscencia a lo largo de esta costa que me observa minuciosamente –sin respuesta, señor- un niño me mira con atención mientras juega con un montículo de arena. Me mira, más precisamente, como se mira a un bicho dentro de un frasco. Un bicho empuñando un cuchillo relampagueante, un trueno púrpura en mis ojos, las hormigas que devoran mi antebrazo y el sol que se triza en mandarinas sobre el océano, un bicho aplastado por todo su peso en medio del arenal.

Informe 0456 – 11. Oficina de Criminalística de la Policía Nacional del Perú: Sujeto, aproximadamente 44 años de edad. Playa Las Gaviotas. 9.00 am. Herida de bala en región craneoencefálica, a escasa distancia. Impacto con desplazamiento diagonal  y fracturas perpendiculares. Se registra aplastamiento, arrancamiento y salida de masa encefálica producto del impacto. Incidente: Revólver Scoot 25 cerca al cadáver.

El teniente Zegarra, lee las últimas líneas del informe final, expediente 275. “Revisados los documentos del occiso se anotan las incidencias de un presunto suicidio, no reportándose mayores datos en el entorno. En el último folio se da cuenta de siete correos electrónicos de diversa fuente, el más reciente (a una hora de transcurrido el fallecimiento según reporte oficial de criminalística), registrado como ‘No leído’: “Amigo, abrimos en dos semanas la agencia de Embarques Fortuna, necesitaré de un gerente de rutas e itinerarios. Buena paga. 
Fraternalmente: Santiago Luna”.

Misha


Nora Llanos


El ladrido de perros furiosos nos despertó bruscamente una madrugada… parecían ser varios, tal vez peleando por un bocado para calmar el hambre o disputándose los favores de alguna hembra en celo… los ladridos se escuchaban demasiado cerca, parecían provenir de nuestro jardín delantero.  Ya habíamos tenido una experiencia similar un día cuando varios perros grandes atacaron a uno pequeño que se refugió entre los arbustos y aunque con algunas heridas, felizmente salió bien librado gracias a nuestro auxilio. En aquella oportunidad, mi gran cariño y respeto por los perros fue puesto a prueba… ver al mejor amigo del hombre, actuar con tanta violencia y saña, hizo tambalear mis convicciones.

 - ¿Un animal siempre será un animal dominado por el instinto? -me preguntaba.

El recuerdo de ese episodio me sacó de la cama de inmediato,  dispuesta a espantar a los perros y defender a la nueva víctima;  en ropa de dormir, descalza y aun con ojos cargados de sueño, salí al jardín e inmediatamente vi a cuatro perros, de ésos que llamamos callejeros, casi rodeando uno de los árboles, en una de las esquinas; rabiosos, alterados, ladrando a más no poder… uno pequeño, de carita graciosa y pelo encrespado, luciendo un absurdo chalequito de colores, prueba irrefutable de que se trataba de una mascota, permanecía fuera del jardín, en actitud expectante y temerosa…  ¿cómo fue que este pituco pequeñín se había unido al grupo de pandilleros y había logrado que lo aceptaran?...  seguramente había demostrado ser muy sumiso y se había resignado a ser el último eslabón en la manada… ¿no era tal vez el mismo que rescatamos de aquella pandilla y de la cual ahora formaba parte? 

Un poco sorprendidos por mi presencia, los perros se dispersaron al oír mis gritos, pero no se fueron muy lejos… se apostaron a unos quince metros de la casa y desde allí observaban fijamente mis movimientos, como una jauría en espera, listos para el ataque… midiendo a su víctima.  Sentí un poco de temor, no eran mascotas del vecindario (excepto por pituquín) eran fieras acosando a su presa.

Revisé el jardín y no encontré nada –qué extraño– me dije, tal vez un ratón, una rata o un pájaro… pero en ese momento escuché un gemido lastimero… -maoooou- era un gato –pobre, tremendo susto que le han dado- pensé -menos mal que los gatos son ágiles y rápidos… no son presa fácil.   Más tranquila, regresé a la casa y me dispuse a volver a la cama, un poco enojada con los perros, repitiéndome una y otra vez  –son perros… son animales… es su instinto… no son malos.

Ya bajo las mantas y dispuesta a retomar el sueño, sentí nuevamente los ladridos  y ésta vez salí aún más rápido… dos, huyeron seguidos por “pituquín”… los dos más grandes, de raza indefinida, todavía estaban en la esquina del jardín,  podían ser peligrosos, pero mi pena por la pobre víctima pudo más que la prudencia y me acerqué un poco, pensando que este gato estaba siendo muy tonto al quedarse en un lugar tan inseguro  -¡FUERA, FUERA! –gritaba lo más alto que podía, pero los perros no obedecían, respiraban agitados y me lanzaban miradas amenazadoras… de pronto me di cuenta de la situación… no era un gato,  ¡era una gata defendiendo a sus gatitos!… los ojos brillantes, las pupilas dilatadas, el pelo erizado y el pequeño cuerpo encorvado, protegiendo a los recién nacidos que se agitaban inquietos en medio de unas ramas, sobre un montón de hojas secas, papeles y trapos…  la joven madre exponía su vida en lugar de huir,  lista para soltar el zarpazo a la nariz y ojos del perro que se acercara más de la cuenta, así como dicen que hacen los gatos cuando se ven acorralados;  la gata emitía ese sonido peculiar que parece un murmullo sordo, seguido de un chispazo…  el corazón me dio un vuelco y me recorrió un escalofrío… ¿cómo me sentiría yo si mis hijos estuvieran en semejante peligro? y el solo pensarlo, me estremeció de pies a cabeza…. a mi alcance había una rama y la azoté contra el suelo y los arbustos cercanos para atemorizar a los perros que, ésta vez sí salieron huyendo… pero llevando, uno de ellos, un gatito negro que se retorcía entre los dientes malvados, en los últimos estertores de su cortísima y trágica vida.  ¿Cuántos gatitos le robaron?... no lo sé… solo sé que la gata, asustada y temblorosa, maullaba desconsolada, incapaz de hacer nada.  Por un breve instante nuestros ojos se encontraron en la semi penumbra… los suyos desorbitados, todavía brillantes… los míos húmedos y espantados;  cerré la reja del jardín y me quedé quieta, con un nudo en la garganta. 

-Michi, michi, michi…. ven michi… ¿estás bien?

-Maaaoooouuuuu…auuuuu –contestó ella…

… ya no volví a la cama… me quedé atenta, dentro de la casa, al pie de la ventana, lista para salir,  pero los perros  no volvieron a terminar la matanza…

Temprano al siguiente día encontramos a la valiente madre, cómodamente instalada en una esquina del jardín interior, protegido por el muro que resguarda la casa. Ahora podíamos verla bien… era una gatita romana, pardo-atigrada, con hermosos ojos verdes.  La observamos, desde lejos, amamantar a sus hijos, procurando no acercarnos para evitar asustarla y dejándole a cierta distancia, comida y agua, evitando así toda relación directa con ella o los gatitos.  Allí estuvo algunos días, pero tal vez encontró un lugar más seguro y un buen día, no la vimos más… se llevó con ella a los dos hijitos que logró rescatar.

Pasaron cuatro o cinco meses desde aquel triste momento y una noche, después de una caminata,  ya en la recta final que conduce a mi casa,  sorpresivamente una sombra me salió al encuentro, sobresaltándome; me quedé paralizada en mitad de la pista; era sin duda un gato techero…  permanecía inmóvil, a escasos tres o cuatro metros,  la mirada fija en mí… al principio no me atreví a dar ni un solo paso, temiendo que pudiera atacarme, pero luego me di cuenta que su actitud era de sumisión y espera…  

-¿Eres tú? –pregunté

-Miau, miau –respondió… se quedó unos breves segundos mirándome y luego de un ágil salto trepó al muro más cercano, de allí a un techo y se perdió en la distancia.    Aquella noche, en un programa de televisión presentaron a una cantante de moda llamada Mischa, joven de mirada penetrante y voz arrulladora…  y  así, sin pensarlo dos veces,   la valiente madre quedó bautizada… MISHA… perfecto.

Durante un tiempo Misha rondaba por los alrededores de nuestra casa, sin acercarse demasiado, pero dejándonos saber que allí estaba…

-¡Hola gatita!... ¿ya crecieron tus hijitos?... ¿dónde están?

-Miau, miau –respondía alegremente Misha.

… un día la encontré sentadita en el jardín, esperando mi llegada… estaba muy quieta y callada.

-¡Misha…viniste!… ¡qué bien estás, has engordado!… ¿la vida es buena?

-purrrrrr, purrrr –responde y se acerca confiada...

-Ven acá gatita… ven…. ¡Oh no, no estás gordita… estás preñada!... ¿otra vez Misha?... acaso no has aprendido la lección?... ¿no sabes que ser madre es muy doloroso, además de difícil?; ¿qué vas a hacer?... ¿dónde tendrás a tus hijos y cómo los defenderás de los perros? Ya sé, no me digas, te encontraste a un gato muy guapo y no pudiste resistir la tentación… la misma historia de siempre… un rato de diversión, nueve meses (¿o son tres?) de sacrificio y otros tantos de angustia… pobre Misha… tienes hambre, ¿cierto?... sí, cuando estamos esperando un hijo sentimos hambre todo el tiempo y mucho sueño… menos mal que eres gata y puedes dormir todo el día… te voy a dejar un platito con comida en el jardín de atrás, bajo el árbol grande, como antes… pero no hagas ruido… es un secreto entre tú y yo.

-Miau, miau… prrrrr –responde Misha y me rodea con pasitos delicados, frotando su cuerpo suave y flexible contra mis piernas y levantando la cabeza para mirarme. Le acaricio la frente y se rinde confiada,  se tiende en el suelo, dejando a mi alcance y descubierta  la panza palpitante de vida.

A partir de ese momento, Misha nos visita todos los días… el platito de comida nunca falta… come y duerme entre las ramas del palto, mientras la naturaleza hace su tarea y la panza crece, crece. Ya no se aleja mucho, cada día está más pesada, trepar al muro le cuesta trabajo; sabe que ya no puede confiar en su agilidad felina y opta por quedarse entre los arbustos del jardín, esperando la noche.

-Pobre Misha, ¿qué pasará con ella ahora que nos vamos de vacaciones? –le dije a mi esposo.

-Ella sabe cómo sobrevivir… pero le encargaremos al jardinero que le llene el platito cada vez que pueda.

Una semana después partíamos de viaje, dejando un gran frasco lleno de comida para Misha y el encargo al jardinero… también una vieja canasta con algunos trapos,  estratégicamente ubicada entre las ramas del palto… tal vez le serviría para proteger a los gatitos que ya estaban próximos a nacer. Era inevitable sentir pena y preocupación… ¿la atacarían los perros?... ¿podría defenderse?...

Tres semanas después volvíamos a casa después de unas largas y descansadas vacaciones… el primer pensamiento cuando abrí la puerta de nuestra casa, fue MISHA… salí al jardín y con ayuda de un banco revisé la canasta… estaba vacía y no parecía haber sido ocupada… pobre Misha, ¿qué habrá sido de ella?...

Algunos días más tarde, apareció en el jardín interior… ¡qué delgada estaba!... daba lástima mirar el pequeño cuerpo mostrando las costillas, el pelaje opaco y la mirada huidiza…

-¡Misha!... ¿cómo estás?... ya no tienes panza… ¿dónde están tus hijitos?... no me digas que te los robaron otra vez… mírate, estás tan flaquita… ¿tienes hambre?… espérame, te traigo un platito y un poquito de agua…

-Miau, miau, miau –responde Misha mientras repite el ritual de rodearme y frotarse contra mis piernas.

-Mañana vienes, ya sabes donde dejo el plato… ¡a ver si engordas un poquito y a ver si aprendes la lección, Misha!... ser madre es solo para valientes, especialmente si eres gata… ¡ya estuvo bueno!

Durante tres o cuatro días la gata puntualmente me esperaba en el jardín interior, sentadita en el muro contra el cual se recuesta el enorme palto. Come con avidez, toma un poco de agua y luego igual que siempre, me rodea como una delicada bailarina ejecutando una danza, antes de tenderse para recibir unas cuantas caricias, dejando a mi vista las mamas henchidas, rebosantes de leche,  en señal de absoluta confianza.  – ¡Estas cargadita de leche, Misha!... eso quiere decir que estás amamantando… ¿dónde están tus hijitos?

Nada nos había preparado para la sorpresa que nos daría una semana después. Temprano en la mañana sentí su llamada suave –miauuu, miauuu- y al abrir la puerta que conduce al patio trasero, quedé muda de sorpresa… allí estaba Misha sentadita justo delante de la puerta, con dos gatitos pequeñísimos idénticos a ella… uno a cada lado, como posando para una fotografía.

-¡MISHA!...

-Miau, miau, miau –aquí están mis hijitos- parecía decir la orgullosa madre -mira qué bonitos son, se parecen a mí ¿cierto?

-Qué lindos gatitos Misha… son igualitos a ti… ¿solo tuviste dos o te los volvieron a robar?... 

¿Dónde los tenías?... escondiditos seguramente ¿no?... todavía no saben comer… tú tienes que comer bastante y tomar mucha agua para que tengas leche… espérame que te lleno los platitos. ¿Como los has traído si aún no saben saltar, ni correr?... uno por uno, claro… y ahora tendrás que volver a llevarlos al mismo sitio… seguramente es un buen lugar… ay, qué dura es la vida, ¿no?

-Miau, miau, miau…

Misha come hasta saciarse y luego se tiende sobre el pasto, casi a mis pies y amamanta a sus hijos, permitiéndome gozar de uno de los actos más hermosos de la naturaleza… alimentar con el propio cuerpo a un ser vivo absolutamente indefenso, para mantenerlo con vida, en un acto de amor increíblemente maravilloso e incondicional.  La emoción me embarga y no puedo evitar recordar mi propia experiencia de madre y vuelvo a vivir la sensación incomparable del líquido alimento, tibio, incontenible como un río que se abre paso dentro de mi pecho y se desborda ante el reclamo del hijo hambriento.   

Las sorpresas no habían terminado con Misha…  una semana después nos esperaba en el jardín con  ¡cuatro gatitos!… por alguna razón que solo ella sabe,  había esperado una semana para traer los otros dos que ahora nos presentaba, entre ellos el único totalmente negro y con los bellos ojos verdes de Misha.  Pero eso no era todo… detrás del palto, agazapado y expectante, un hermoso gato negro de ojos azulados nos observaba con desconfianza… Misha, qué buena madre y qué buena compañera eres… luchadora y protectora hasta el fin  – pienso.

-¡MISHA!... ¡ahora sí que la hiciste!... no solo son cuatro críos, sino que además trajiste al padre… y la verdad que está bien guapo… ¡estamos en problemas!

-Miauu, miauu- responde con voz tierna y ojos dormilones, la pequeña sinvergüenza.

Esta vez, mi esposo me miró muy serio… yo sabía que no quería que tuviéramos mascotas y los gatos no son sus preferidos (tampoco los míos),  pero ¿cómo no conmoverse ante la imagen de la joven y valiente madre y sus cuatro crías, rodeándome con sus pasitos delicados, la cola en alto, sus ronroneos y mirada tierna, en tanto los mininos tratan de imitarla, ofreciéndome un espectáculo absolutamente encantador?  ¡Yo ya estaba perdida!... no podría ignorarlos.

Pocos días después Misha se instaló con sus hijos en nuestro jardín, debajo de unas piezas de madera que les proveían seguridad contra los perros. El gato negro se mantenía cerca, pero no le permitíamos comer con Misha y los mininos…  -Ya es grande, fuerte y está acostumbrado a buscarse la vida –decía mi esposo- cuando la madre deje de amamantarlos también tendremos que evitar darle comida para que no olvide como buscarla por sí misma.

Han transcurrido ya casi cinco meses desde que Misha trajo a sus hijos y los dejó en nuestro jardín…  durante ese tiempo gozamos de verlos crecer, de sus travesuras y ternezas… y sufrimos cuando dos de ellos desaparecieron sin dejar rastro… y también cuando MISHA se fue, dejando a Negrito y Mishita, los sobrevivientes, a su suerte… tal vez sabiendo que de alguna forma, nosotros los protegeríamos.

Ya están fuertes, corren velozmente por los muros y se trepan al palto, aún no han aprendido a conseguir su alimento… duermen acurrucaditos en una esquina de nuestro patio, en una cajita de cartón, sobre una silla mullida, muy juntitos para darse calor.  Han aprendido a cuidarse de los perros y tan pronto sienten un ladrido, se trepan al muro o se esconden entre las ramas del palto y desde allí observan a su alrededor, con las orejitas tiradas para atrás, a fin de captar el más leve rumor y las naricitas respingadas al viento,  en busca del olor a peligro.   Cuando notan nuestra presencia, se sienten más seguros y se aventuran a corretear por el jardín, suben hasta una pequeña ventana que da a la cocina y desde allí nos observan, siguiendo cada uno de nuestros movimientos dentro de la casa. 

Misha, todavía ronda por nuestro jardín… algunas veces seguida por el gato negro. Nos observan a cierta distancia, saben que no recibirán comida… deben continuar luchando por sobrevivir… libres, dueños de su mundo. Los observaremos a la distancia,  deseando siempre que estén a salvo y si llega el caso,  dispuestos a salvarlos de cualquier peligro.  El tiempo vuela, pronto Mishita y Negrito serán adultos y deberán partir… o tal vez escojan vivir como hasta ahora,  no tan cerca… no tan lejos…. recibirán afecto, protección y alimento, pero solo lo suficiente para que su instinto de sobrevivencia no se pierda… deben aprender a  luchar por su vida y disfrutar su libertad… 

viernes, 21 de septiembre de 2012

Deseo escondido



Susana Arcilla



Mientras el país y la provincia se debaten en confrontaciones políticas aparentemente irreconciliables, una vez por mes se reúnen cuatro amigas para pasar el día juntas. Son todas de la misma profesión: licenciadas en Historia. Generalmente pasean, comen, se ríen, charlan mucho y se ponen al día con las últimas novedades de sus vidas. Todas de mediana edad y bordeando la etapa de la jubilación, están meditando cómo sigue la vida para ellas.

El restaurante frente al mar, que las convoca cada vez, está decorado en el mejor estilo minimalista: con colores neutros, predomina el vidrio y el metal sobre la piedra rústica. Cuatro mujeres, cuatro menúes, cada una con sus precauciones para comer; todas vestidas a la moda sport, un estilo muy apropiado para la hora del mediodía de una jornada de primavera. Suena una música muy tranquila de fondo –al estilo Enia- y la brisa marina entra por los ventanales del salón comedor perfumando el ambiente. El mozo de acerca diligente a la mesa todo el tiempo.

- ¿No te molesta estar jubilada?- me pregunta Isabelita con cara de interés y preocupación, a la vez que desdobla la servilleta con sus manos cuidadas sobre el suave mantel.

- ¡No, para nada! Disfruto del no tener horarios ni obligaciones- le respondo segura, mientras  tomo el agua mineral helada y muestro mi más amplia sonrisa.

- Pero, viste, esa idea que tenemos de que la jubilación es la vejez misma, la inactividad y el fin de la vida – argumenta Rosalía, dispuesta a llevarse a su boca una riquísima pasta rellena italiana.

 Creo que es hora de ir derribando conceptos viejos; quizá en la época de nuestros padres o abuelos esa idea hubiera sido cierta – contesto de la manera más suave posible.

– Yo siento que es la primera vez que puedo hacer algo que quiero sin que medie el tiempo ni el dinero, y eso es muy importante para una persona, me parece – insisto en no parecer una maestra ciruela, pero no estoy muy convencida de que lo logre al advertir las caras de mis amigas.

- ¿Vamos al cine?- propone Mariana, con la intención de dejar que el tiempo resuelva todas los interrogantes que nos impugnaban.

- ¡Dale!- gritan de común acuerdo. Son sabias mujeres que confían en el devenir y sus cambios permanentes.

Ya de vuelta, en casa,  cavilo sobre mi nuevo estado mientras riego plácidamente las plantas del jardín: la verdad es que después  de pertenecer  treinta años a un sistema tan pautado como es la docencia, la jubilación aparece como un estado paradisíaco. De sólo pensar que cada cuarenta minutos sonaba un timbre, cada ochenta íbamos a un recreo, en cada cambio de aula había un cambio de tema y de alumnos, cada cuatro meses teníamos que presentar un informe – las famosas notas- , que disfrutábamos sólo vacaciones en julio y en enero -con decirles que nunca había viajado en otros meses que no fueran esos-, considero que fui formateada y que ahora debo nacer a una nueva vida, me debo parir a mí misma una vez más. La humedad de las plantas se trasmite a mi cuerpo, ya cae la tarde, hora de entrar a la casa.

Cómo encontrar el propio deseo después de haber pasado por semejante aplanadora, esa tarea me llevó tiempo y concentración: qué quiero hacer, de verdad qué quiero…qué me gusta hacer, para qué soy buena… muchas preguntas durante muchos días develaron lentamente el gran misterio tapado allá atrás y hace tiempo. Corriendo un pesado telón fue apareciendo de a poco y a través de signos inesperados.

A los cinco años fui al preescolar, me contaron que era una innovación pedagógica en ese momento y mis padres decidieron que lo hiciera a pesar de que la única escuela que lo ofrecía quedaba lejos de casa. De los seis a los doce fui a la escuela primaria, recuerdo la emoción de comprar los útiles y el guardapolvo en  marzo de cada año. Salir a buscar los libros que me pedían los profesores del secundario, a las ferias de usados y a las librerías, fue una de las experiencias más interesantes que compartí con mi padre al inicio de cada ciclo lectivo, entre  los trece y los dieciocho años. De los diecinueve a los veintitrés años fui a la universidad. Me emociona con orgullo todavía aquella imagen de la colación de grados y la entrega del diploma; ambos  me ponían en el camino laboral. ¡Cuántas ilusiones! ¡El primer sueldo y todas las posibilidades! Ese mismo año volvía la democracia al país, después de una larga y oscura noche de gobiernos militares. Parecía que todo era posible y para bien.

Entré a la carrera docente a los meses de recibirme y hoy estoy jubilada después de treinta años en el sistema educativo. Soy consciente de que debo buscar mi deseo en una etapa anterior o paralela quizá. Durante todos esos años fui acuñando aspiraciones postergadas – algún día quiero hacer cerámica o  tal vez me gustaría aprender a nadar - que nunca  concreté por la falta de tiempo real y mental… En cada curso que tenía a cargo había un tema distinto que preparar cada día, además de corregir las evaluaciones de cursos superpoblados y llevar la burocracia del sistema a cuestas. Recuerdo una noche, en la que soñé con los cinco temas que estaba preparando en esa semana, todos mezclados; cuando desperté comprendí que ni dormida podía desconectarme completamente de la tarea docente.

Igualmente creo que, a fin de ser completamente honesta, la docencia es una profesión que te deja muchas gratificaciones en el alma; a menudo me encuentro en la calle con ex alumnos y su saludo y su sonrisa me dicen mucho del tiempo compartido con ellos. Pero esta etapa ya pasó; sólo quedan: ¡Hola profe! ¿Cómo anda? ¿Se acuerda de mí? Y muchos gratos recuerdos, fotografías mentales que siempre me acompañarán.

Cuando uno se jubila corre el riesgo de convertirse en satélite de los más próximos y de nuevo desdibujarse generando nuevas obligaciones, aunque ya más flexibles, pequeños itinerarios que uno se traza para sentir que se puede llenar el día. No hacer nada, tampoco llenaba mis expectativas de vida, aunque siempre había fantaseado con la idea de dejar que los días fluyan y vivir lo que deparara la jornada como algo insólito. Probé ese estado y me sentí inconclusa e insatisfecha.

-¿A vos no te parece que estamos forjadas por el capitalismo? ¿Cómo es eso de que para sentirnos bien tenemos que hacer “algo”? Y  que esa actividad se traduzca en un objeto que se materialice… es muy loco pensar que ya no podemos salir de este esquema mental- comenta Mariana reflejando su ser íntimo, que pugnaba por el disfrute de los momentos  únicos de la vida.

-¿Para “ser” hay que “hacer”? - reforzaba la idea Rosalía, que se caracterizaba por una predisposición a la reflexión analítica.   Esta vez nos habíamos encontrado en la casa de una de ellas a fin de festejar un cumpleaños, después de tocar otros temas un poco más frívolos – moda y viajes - caían en el tema que las preocupaba una y otra vez.

–Vivimos en Occidente, somos hijos de la acción – argumentaba Isabelita, devorando un pedazo de una exquisita torta de chocolate, a la vez que mostraba su incisiva mirada sociológica.

-¿Vos decís que en el Oriente es distinto? ¿Están más formados para la reflexión y la inactividad? – le contestaba Mariana abrazada al almohadón de plumas, que combinaba perfecto con el gran sillón donde se encontraba recostada. Los tonos marrones, naranjas y verdes predominaban en su casa, eran sus favoritos.

Al final del día me encontraba vacía, sabiendo que había hecho muchas cosas para mi entorno pero nada para mí, nada que alimentara mi ser interior, mi verdadera esencia. Fantaseé bastante con la idea de diversos tipos de actividades pero, por alguna razón, nunca concretaba las ideas, veía obstáculos y tenía prejuicios, encontraba trabas que probablemente no existían. Me quería encontrar a mí misma en realidad y no podía: ¿Haciendo “qué” me sentiría “yo”? Fueron días de recorrer la ciudad en auto, llamar por teléfono, hacer visitas desacostumbradas, todo en busca de signos que me llevaran a algún camino, a alguna evidencia…

- ¿Vamos a caminar?- sugirió Mariana al grupo de amigas, con ánimo de tomar sol y algo de color para el verano que se acercaba. De las cuatro era la más adicta a Febo.

 Esa sensación de no tener horarios, al caminar pausadamente alrededor de la laguna o frente al mar, observando la naturaleza en  su mayor plenitud; mirando cómo pega el sol sobre el agua, el cielo luminoso, las plantas florecientes…Todo esto es algo nuevo en mi vida, como un terreno no transitado nunca… pareciera como si estos  momentos guardaran algo más que un secreto, se percibe como un gran poder sobre el tiempo, nunca usado antes y ahora puesto a mi disposición. La libertad total es disponer del tiempo.

-¿Te acordás que la profesora de Lengua te decía que escribías bien? Recuerdo que una vez comentó que te ponía nueve sólo porque habías usado un ¡Qué diablos! en la redacción - me dice Rosalía. Ella había sido mi compañera de secundario. Nos largamos a reír a carcajadas de la profesora y sus prejuicios. No recordaba para nada esa situación y ese comentario: habían quedado tapados bajo el pesado manto del tiempo. Y ahora ella me lo venía a recordar,  justo ahora. La caminata se hacía larga y volvimos a casa a matear un rato.

-¿Sabés que estoy participando en un Taller de Escritura?- me dice mi amigo Isidro, en oportunidad de visitar mi casa – ¿No te querés prender? Te paso los datos y fijáte.
Su sonrisa amplia y bonachona me dio confianza. Y así fueron apareciendo gradualmente los signos impensados: una conversación, una invitación… Fueron meses de rastrear dentro de mí hasta encontrar el deseo perdido,  meditando profundamente y tratando de visualizarme en una nueva actividad…

Suena Joaquín Sabina de fondo preguntándose por qué tardó diecinueve días y quinientas noches para olvidarla. Estoy  en mi escritorio junto a la computadora; como escenario me acompañan todos mis libros, la vista al jardín y el infaltable mate amargo. Soy feliz…escribo y escribo sin parar, siento el proceso creativo que crece y crece cada día dentro de mí con una fuerza inusitada.  Espero las clases y las devoluciones de los trabajos  del Taller de Escritura con curiosidad y ansiedad, se me ocurren temas por doquier, estoy contenta. Encontré mi deseo escondido y lo estoy disfrutando. Existe otra vida después del trabajo y es muy buena.

La odisea de Laura

Aldo Francisco Frater



Luego de un reparador baño y mientras se vestía, Laura recordó las palabras de Héctor. “Si no vienes a despedirme es que no me quieres, entonces ya no volveré”.

Debía llegar a Flores antes de las quince horas o no lo vería más, así que salió con tiempo, caminó con tranquilidad las tres cuadras que la separaban del subterráneo.

Había mucha gente. Se preocupó un poco pero la tranquilizó saber que aún era temprano. Esperó unos momentos y fue cuando su corazón comenzó a latir con inquietud al escuchar por los parlantes que la línea se encontraba suspendida.

El andén se llenaba cada vez más, se sintió molesta y  se puso nerviosa, decidió salir y tomar un colectivo, le costó bastante alcanzar la superficie ya que la gente agolpada ni se movía.

Al llegar a la calle vio que un señor con valija y una mujer con un niño en brazos se peleaban por subir al único taxi vacío que había, no se preocupó pues no tenía dinero para tomar un taxímetro, pero igual se preguntaba qué estaba ocurriendo.

Miró el reloj y al ver que ya eran las catorce se apuró a llegar a la parada del colectivo. Al acercarse vio gran cantidad de gente agolpada hablando casi a los gritos.

-¿Qué diablos pasa hoy? –se preguntó asustada.
                                                                                                               
Trató de escuchar lo que decían, pero no entendía bien.

-¿Qué sucede? –le preguntó a una señora mayor.

-Parece que atentaron contra el presidente y se decretó un paro general –le informó emocionada la mujer.

 -¡No puede ser! ¿Justo hoy? –se dijo a sí misma en voz alta.

Un frío le corrió por la espalda, estaba aturdida, confundida, lo que pasaba parecía grave pero más grave sería si ella no llegaba a tiempo.

Decidió empezar a caminar, mientras pensaba “Si me apuro, en una hora llego caminando”.

Al pasar las cuadras comenzó a sentir cansancio, calor, miedo, la gente corría sin sentido, era todo un caos, pero ella seguía caminando con el objetivo puesto en Flores a las quince.

Eran las catorce y cincuenta cuando llegó, su corazón latía con tanta fuerza que parecía que se saldría de su lugar, con sus últimas fuerzas tocó el timbre, esperó un momento y nerviosa, volvió a tocar, a los pocos minutos salió un hombre de unos cincuenta años, quien al verla le dijo – ¡Hola, que alegría verte!, aunque no te esperaba hoy.

Ella muy confundida le dijo –pero... ¿no viajas ahora?

-No, el viaje estaba programado para mañana, pero con este lío del presidente, no sé si saldrán los aviones.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Vienen por ti

Raúl Mendoza Cánepa


Bebo hasta la última gota mientras reviso las facciones de los transeúntes. La cafetería adquiere un matiz verde amarillento a esa hora. Observo mi vaso vacío y el reloj de pared que me anuncia las siete. Arciniega advirtió que llegaría un poco tarde. Al llegar enciende un Premier y echa una bocanada de humo. Fuma como un tren, tiene los dientes entreverados y habla atropelladamente.

-       La historia que escuchará en adelante, señor Guzmán, no se la creerá nadie –Me advierte, mientras se recuesta en la silla.

-       Mi oficio es tomar notas, grabar y transcribir. Apenas eso –replico– pero pudo usted elegir a otro periodista, hay muchos en el oficio.

Arciniega continúa hablando. Juguetea con los restos de su cigarro y mira al vacío. Se desanuda la corbata y tras una pausa de silencio prosigue con su historia.

Tiene la mirada nerviosa, finalmente la deja reposar sobre las botellas de los anaqueles. Suda copiosamente, se bebe hasta la última gota del pisco y farfulla durante unos minutos. Tiene el gesto azorado y el semblante rugoso, marcado por las huellas de un antiguo acné y algunas protuberancias debajo de los párpados. Se recuesta en la mesa, alargando el cuello para oírme.

-       Así es, Arciniega, así es. Pero preferiría no escuchar su historia ¿Por qué me eligió a mí?
Trazo algunas frases a escondidas en mi cuaderno de apuntes, mientras el sujeto se apertrecha en su silla. “Arciniega se acomoda, es ancho y pálido, bastante serio, frunce el ceño y gesticula en exceso. Al principio fue muy huidizo, luego ganó confianza. Me mira fijo. Es de buen hablar, un lector de gacetillas y periódicos desde aquellos viejos años en que quiso ser periodista de Policiales de La Crónica”.

Yo, desde luego, no elegí este oficio, tengo la sangre recalentada por el odio, tengo escaso el temor, pero no elegí este oficio. ‘Ojos’ me dijeron desde aquella vez en Supe, el puerto a escondidas de las sombras, fue él, el viejo Agustín Arciniega, mi padre, el sacamuelas que abusó del güisqui, sí, que plomeó a la mama Andrea, a las tres, fue a las tres y desde entonces el odio inmortal que me crepita como una voz, sin ese odio sin la mama boqueando yo el asesino de las barracas, del Jirón Gamarra, de la Huerta, del Banco Continental, conocería la piedad. En la explanada terregosa, la mujer tendida, inmóvil con ese bostezo inerte y que hoy se cierne en mi garganta, es como una hinchazón entre mis cuerdas vocales. Un médico de la provincia me diagnosticó “pérdida progresiva de la voz como producto de un trauma”. Fue cuando el murmullo de las aguas se arremolinó en torno a ella, la mama, la fabulosa recitadora de Vallejo del popular “Monasterio”. Tres de la tarde y el pistoletazo en el llano, operó como operan los truenos, así de abrupto, así de mortal. Fue desde entonces que un malhumor endemoniado me sujeta y me induce a matar porque la muerte es banal y es banal mi odio. Si me interroga la policía diré apenas que todo tiene origen en ese episodio nimio, el de un par de segundos, el de la muerte de Andrea. El periodista que me observa, curioso bicho que recorre cada tramo de mi piel como de mi existencia, me observa sin comprender, sin medir mi cólera que sin razón aparente hoy se dirige hacia él, sin reparar en cuánto puede desbordar ella hasta tocarlo. Infeliz, tiene la corbata tan bien anudada que una mujer lo aguarda y ese plumón alineado en el dorso de una mano, tiene hijos, masca gomas, gusta del mentol. Parece haber sido zambullido en una bañera, el pelo a la gomina, la sonrisa mineral. Tiene la mirada helada del viejo, las comisuras en arco como mi padre…

El criminal me observa intranquilo como si se le retorciera el estómago, como si le recordará a alguien. Continúo con mis notas. Arciniega es un criminal pagado, un oficio novedoso e inusual en esta Lima que empieza a parecerse a la Bogotá de las motos raudas y los pistoletazos. Pero Arciniega está lejos de ser una pieza en el fabuloso enjambre de la fauna lumpen de esta ciudad de mierda, de esta ciudad de mierda de la que abomino más cuando relumbra desde el rostro oscuro de aquel hombre que nos mira como observando nuestros gestos desde la otra mesa. Mi ejecutor es diferente a todos los demás, sutilmente pretencioso y dado a la lectura, seguidor de Fantomas, el criminal enmascarado. Mira fijamente el bailoteo de mis dedos sobre la mesa.

Me citó para revelarme algunas cosas del crimen de la casa de los Botsi en el Olivar. Este hecho dio la vuelta al mundo, sacudió los cimientos de la high society limeña. Qué era lo que ese sujeto de rostro apretujado me podía contar que las páginas policiales no hubieran detallado. Pronto me narra la historia: “La sala no lucía tan iluminada como de costumbre. Martín Botsi se acomodó en el sofá. Escondido en el último apartamento del pasadizo creyó que viviría para siempre. Asomé por la calle con mucha cautela, asegurándome que no hubiera nadie cerca. Botsi no reparó, al fisgonear por la ventana, en la presencia de aquel sujeto extraño, fofo, al lado del farol de la esquina”.

En un recodo de la entrevista escribo en una hoja, al final de mi cuaderno: “Martín Arciniega bebe apuradamente del pisco, suelta bruscamente el vaso y se relame”.

Un silencio sepulcral rondó la sala de los Botsi - dice Arciniega. Apunto y me cercioro de que la grabadora cumpla adecuadamente su papel. Continuo copiando los detalles al margen mientras retrocedo y avanzo consecutivamente la cinta. El hombre mira de reojo el reloj y luego se sirve un trago. “La cosa es que no era un santo, era el señor Botsi un demonio. Se había llevado a mi Juana desde el altar, a rastras. Por eso lo maté. Es verdad que se conocían desde el San Juan Bautista y que estuvieron a punto de casarse, pero a ella le resultaba repulsiva la forma de hablar de aquel señor, tan cargado de interjecciones y de chirridos. Decía que Ricardo Palma era un volante de la selección nacional. Se dedicó pronto al mayoreo de partes, bujías, baterías, cuerina para interiores, le fue bien, pero a la Juana poco le importaba el ascenso social. Lo amaba y a regañadientes lo amaba y se quedaba quieta observando las líneas de su perfil romo”.

Fingí no oírlo, traté de que advirtiera de mi distracción, pero fue inútil. El temible asesino estaba allí frente a mí, convirtiéndome en el receptáculo de una información que debía permanecer oculta a cualquier costo. Es una ley del hampa y del sentido común, “sin testigos”. Alguna circunstancia lo condujo a mí, tenía que narrarme cómo murió Botsi, el gran Botsi, el gerente de la Pacific Motors Automotriz. Pero yo no estaba dispuesto a cargar con ese peso descomunal. Además, un testigo es siempre una carga por liquidar. Como estrategia de rigor debía asegurarme de citarlo al lugar las veces que fueran necesarias para largar el tiempo y expandir el lapso de mi existencia. Sherezada, “Las mil y una noches” asomaba como un ardid perfecto para postergar mi propia ejecución. “No me termine de contar, aquí quedamos por hoy, mañana proseguimos la siguiente escena. Perfilaré esta noche un nuevo interrogatorio, pero vayamos de a pocos, señor Arciniega”…

Unas horas más tarde transcribo la narración en borrador, trazo las líneas de la historia en un cuaderno aparte. El chorro de agua sobre el lavadero de la cocina me distrae, el cruento rugido de las voces al unísono me irrita, pero debo continuar la marcha: “Botsi parecía presentir algo extraño. Sorbe de su puro sin inmutarse. Arciniega se desliza como una saeta, rompe el viento, pronto a matar. Debe liquidarlo sin la interposición de ninguna piedad. Es sólo cuestión de tiempo, atravesar el pasadizo, la quinta puerta, junto a la escalera.”

El pescuezo entumecido, los ojos anegados como una mujer. Es tarde para volver. Arciniega empuña el arma, parece tener una cólera casi descomunal y absolutamente justificada. El ejecutor arquea una ceja y acelera el paso. Ojos negrísimos, el resto cubierto por una capucha de lana. Botsi siente un sudor frío, una corriente de aire que lo descuartiza con sus filamentos helados... no puede respirar... debe ser la impaciencia y el miedo.  Chocolate espeso en la mesa pascual la paz y tan lejos ahora la venganza de ese criminal y la novia que henchidos en un beso luego me robé a rastras y zancadas y casi de la Iglesia me la robé casi entre cánticos corales y la furia imbatible de aquel de aquel que bramó en medio de la plaza requiriendo ayuda y que hoy viene por mí, sí mi Juana redentora y ahora viene por mí. El criminal me sobrepasa. Algo se quiebra como leño seco, son sus pasos muy cerquita. No hay retorno. Chocolate espeso y rodajas de manzana eso es lo que recuerdo con absoluta precisión cuando Juana se lo dijo al gringo Arciniega al teléfono y mi identidad como mi paradero quedó en su oído de criminal diestro ahora dispuesto a matar y sobre la verja lo vi varias tardes con su camisa parda entre líneas y el sudor helado en mi frente noche a noche entre colchas agazapado y empapado de una traspiración que aún no cesa aterrado terror terris terrorífico doble erre sin tregua que me sacude en altas horas de la noche y sin tregua tremebundo malestar de enero a junio y él vendrá y desde entonces el intestino afloja a la vista del chocolate espeso gelatina mis manos húmedas igual si Juana ya no está con nosotros en el globo terráqueo me asalta la doble erre el asesino vendrá a cobrar con una Colt y la puntería afinada y como en los pronósticos menos reservados llegó hoy entre las sombras sólidas nubes oscuras me deshago Juana chocolate pascual y el terror que no cesa él ignoraba que te veía que a escondidas remendabas mis heridas pobladas cicatrices el adiós que fue a un tiempo y me amabas Juana en el fondo me amabas por más de páginas y kilómetros leídos era el mal él era el mal encarnado y viene por mí abriste mi capucha inca y mi identidad al revelado público vergüenza mortal la de aquel que viene por mí.

El interminable rencor de aquel hombre habría de ver la luz aquella noche. Un destello desde un letrero captura por un instante los perfiles. Botsi examina el resplandor de su arma y avanza despacio para anticiparlo, muy despacito, casi agazapado. Acezante asciende por las escalinatas hacia el piso inferior del edificio. ‘Matar o morir’, ya no hay diferencia. Sus manos tiemblan, hundidas dentro del sacón. Los ventarrones sacuden los ventanales. Está exhausto aun cuando apenas ha caminado algunos metros. Se detiene frente a la puerta, la abre con sigilo. Mi familia en la siguiente planta y yo presto a enfrentarme a ese sujeto hijo de Satanás, maldito porque lo sé de la Juana que prendió fuego a la casa de los Sevillano y que el Ministro Arguedas fue atravesado por una bala que salió de su fusil, malo, extremadamente malo y la casa ahora desguarnecida, mi Dios.

No pensar esto es todo lo que manda las instrucciones ni apiadarse que él, Botsi, es el burlador Botsi hijo de todas las maldiciones hasta la muerte de Juana, ignorante cecina de sesos que se la raptó y la llevó a París y ella tan niña tan bien inmensurablemente feliz, malparido que me arrastras al más trascendente de mis asesinatos, de los que no tienen paga ni itinerarios precisos y yo cobro yo cobro es el negocio de vanguardia pero es la furia la que me supera en este 25 de octubre y arrastra no pensar no pensar ni detener la marcha porque así habrás de morir sin derecho a más contemplaciones.

El criminal trata de no tropezar con los montículos de sombra que se agolpan  a su paso. Sus magníficos ojos relumbran en medio de la oscuridad densa del pasillo. Mientras, enfurecido, sube las escaleras lo más rápido que puede. Los espectros se arremolinan junto a Botsi, que hace guardia en el corredizo del segundo nivel. Un punzón invisible le perfora la garganta. Un fogonazo alumbra la planta, el estallido es como un martillo seco, sin eco, profundo y final.

A los pocos minutos que Botsi se desangraba en el primer piso, en la segunda planta Marianito Botsi, su padre, recibe un disparo en el cráneo. “Baluarte del arte moderno y la poesía, gran promotor de las galerías, muerte en Los Escuderos, ajuste de cuentas, dicen, y crimen a sangre fría. ¡Sucesos Sucesos!”. Un cuchillo con sus huellas, con esos dedos ovoides, malformados. “Enseguida, el asesino le propinó dos balazos a Lola Sifuentes, la empleada. Ignoraba que el único testigo lo observaba desde un armario”. Para Arciniega, su suerte no está echada. “Diario Ojo, a un sol, lea las noticias”. Nunca debe sobrevivir un testigo – dice, mientras se acicala el bigote.

“Mis ojos afilados se posaron sobre la puerta. Eso es lo que recuerdo”, señala Arciniega. "En un arrebato levanté el revólver y le asesté un tiro a la chapa de la puerta del hall que comunicaba con los cuartos. Todo estaba en orden. El mobiliario meticulosamente organizado, la cama tendida como si nadie se hubiese acostado allí esa noche. El ejecutor no repara en la sombra que atraviesa la sala. Leonel Botsi, el hermano, corre agazapado, vencido por el pánico y la debilidad. Se arrastra algunos metros. Frente al balcón no puede contener el mareo. Es su hora, la más lúgubre, pero no hay tiempo para pensar. De pronto, una madeja de luz cruza el pórtico. El último pliegue de una brasa sobre la chimenea, luego la oscuridad. La proximidad de la muerte es como la vieja catarata que precede a la ceguera. La bruma acechando los espejos. Leonel hubiera querido no sólo estar ciego y abrazar la noche, sino el silencio y la inconsciencia. Atravesar el umbral donde acaba todo lo existente. El terror más cruel. No percibir a su asesino merodeando tras de él. El sudor frío lo empapa. Aún más débil se desliza algunos metros hasta guarecerse en unos maceteros circulares. “Al ras del suelo las perspectivas son distintas y todos los seres peligrosos. Un ciempiés se detuvo frente a sus ojos”.

Los tacos presurosos sobre las losas remecen las ventanas, no eran policías, apenas unos niños escabulléndose. Si apenas asomara un hombre o un anciano, una mujer o un cartero. Cualquiera. No importa su fuerza o su debilidad sino su voz de alerta en medio de la calle. Puede oler los charcos podridos sobre unos platos cóncavos bajo su cabeza. Se desabotona, el calor es extenuante.

Es su fin. Boquear, exhalar una y otra vez densas humaredas; beber hasta perder la noción de las cosas. Revista Hoy: “Un sujeto desconocido asesina a una familia”. “Me rindo” dice Jacinto, el menor de los Botsi, jadeando, mientras observaba, temeroso, el cuerpo de su padre sobre el charco rojovivo. La bala le destroza una costilla, tose, la sangre le brota por las comisuras de los labios. Desde hacía varios años tenía los pulmones destrozados. Alberto Botsi, el primo Beto, salta sobre el ejecutor y le propina un par de golpes, luego tropieza y cae de bruces. Un golpe seco lo aturde. Una estatuilla de oro cae al suelo, el viejo Botsi la había robado en una feria de baratijas en Hamburgo. Cuando el joven recupera el sentido se desliza sigilosamente por el parquet y se incorpora nuevamente. El asesino lo amenaza con la pistola. Alberto se contiene, le tiemblan las piernas. Una sucesión de estallidos secos lo derriba.

Judith, la mujer de Martín, lo observa todo, agazapada. Es el vaho de su aliento sobre una botella vieja, un vaho, dos, sus dedos trazando letras sobre el vidrio. Todo ante sus ojos se hace trizas. Puede sentir el hormigueo en sus brazos, el recurrente vahído que precede a la muerte, el miedo absoluto. Recita muy bajito algunos versos de Keats. Entre sombras escucho; y si yo tantas veces/ casi me enamoré de la apacible Muerte/ y le di dulces nombres en versos pensativos,/ para que se llevara por los aires mi aliento tranquilo;/ más que nunca morir parece amable,/ extinguirse sin pena, a medianoche,/en tanto tú derramas toda el alma en ese arrobamiento.

“Tantas cosas se inician y dan a su fin al mismo tiempo, querido gran Botsi, odiabas a Keats, te parecía tan remoto, eras tan diferente de tu mujer. Ella llegó tras la muerte de la Juana, que te había ilustrado en Byron y Shelley y tú tan presto a retransmitir un conocimiento que te era ajeno, que era el mío en definitiva. El libro abierto en sus páginas centrales, una edición descuidada. No te gustaba la poesía inglesa, fingías en realidad”.

Los golpes llegan luego sobre Judith, es una incesante andanada de combas en el cráneo. Se rompen las costuras triza un vaso se desenhebra y el trueno Dios el trueno acecha en los oídos y es como mi primera vez porque recién reparo en los escombros de la casa reparo en esta trama mortal y en el infierno que el Padre Tomás trazó con un boceto negrilíneas y manchones grises esos seres mitológicos como los del gran Doré y esa necesidad imperiosa de narrarlo de expiar de evadir ese infierno Dante en medio de esta perdición sin retorno porque el crimen no tiene retorno en tanto la vida no tenga retorno y esa concatenación entre la te y la erre Juana me he arremangado la camisa para leerte de nuevo a Sor Juana Inés.

“Martín, adoro la quemazón de las malezas en los valles de Chosica, en aquel declive. Mientras canturreas adormilado te recitaré unos versos de Keats”. Así era la Juana, así la imagino adormilada por el perfume del gran Botsi en los cañaverales, pino viejo y humedad. Te trazo como las líneas de una gran ensoñación, imagino tus palabras malévolo señor: “Sí, mi amor”, decías, ávido siempre de sus percepciones, adorabas esas brasas arrobadoras desde el fondo de sus ojos pardos cuando poco a poquito (como ella creía) te tornaba en lo que, en definitiva no eras, un poeta que rutila en la intemperie azulada. Al decir verdad, no eras más que un ejecutivo vendedor de partes sin mayor encandilamiento literario. Te habían educado en el Juan Bautista y la Católica. Mientras mi padre en aquella jaula enmarrocado diminuto abismado y secuestrado caballero español emigrado para siempre y aquella larga fila de hombres cruzando un pasadizo me instruyó en los poetas románticos entonces me vine desde Supe me vine a matar a hacerme de algunos centavos y más para tener y para tener había que ser despiadado como el viejo y leer y leer pero me formé en aquella biblioteca pública de Pueblo Libre frente a un parque mientras Juana me trazaba las letras de una égloga porque bucólico soy y lo soy más aun frente a este espejo trizado que me fragmenta en cinco partes eso soy siempre cinco partes. Pero nunca fingí. Pero Juana vio más en Botsi, ignoro exactamente qué vio, Calibán, al final el odio cuaja, se hace mayor y la vida arrecia, me compré esta Taurus, calibre 40 SW. Semiautomática. La adquirí entre otras baratijas porque el pensamiento no es más rentable que la muerte que me concede el poder el poder real que somete todas las vidas a mi dominio. El decreto de muerte pesa más que el conocimiento.

Luego de rematar a Judith, el asesino da un salto, abre la puerta del estudio e irrumpe con violencia. Cuartea las lunas de una vitrina y destroza una colección de vasos. La puerta trona detrás de él. Se interna en el patio interior, casi puede sentir la respiración agitada de un niño. Lo toma del brazo arrastrándolo al interior y lo empuja sobre la alfombra, junto al cadáver de Gerald Botsi. Mami, un monstruo me devora el tigre de bengala viste de rayas rojas. Tengo miedo, mami. El niño se apretuja, “le disparé y ahí va otro angelito como decía la mama y no es el negocio sino el furor que me extravió y que es imperdonable y repaso entonces mama las lecciones del Infierno en el Santo Efraín y las rocallosas gélidas fétido el viento arrasador el azufre que encoge el pescuezo infinitésimo infinito la ene y la te anudadas sin fin in finis el umbral maligno donde no perdura la esperanza el genio del mal en una terrible hora inacabable inagotable inasible un cura un tonsurado bendito que me confiese porque el perdón no se agota un niño yerto más empequeñecido aun de cúbito dorsal setenta veces siete perdón galopante persistente ayes tres veces ayes y ayes por toda la sala que me mortifican setenta veces siete señor setenta veces siete…”

Arciniega era una fiera sedienta, lujuriosa. La calle estaba demasiado tranquila a esa hora. Sólo quedaba, al fondo de todo, el balcón con vista perpendicular a la plaza.  Un bocinazo golpeó el ventanal. Arciniega huyó. Un hombre lo vio saltar desde el segundo piso y perderse por una calle adyacente a la avenida. La policía había bloqueado la puerta. Un hombre que rengueaba y que caminaba cerca, dijo: “Sólo sé que era muy oscuro, llevaba lentes gruesos, que tenía los hombros anchos”.                           
                    
-       Requería decírselo, señor periodista –dice Arciniega– un hombre no puede permanecer impasible frente a sus culpas, debe liberar sus cargas inexorablemente para superar el infierno que lo aguarda ¿Cree en el juicio de Dios? Lo elegí a usted casi al azar. El padre Nieto está de vacaciones en Madrid.

-       Desde luego –repuse con una pizca de temor- Pero podemos continuar mañana y revisar las notas en la siguiente reunión y programar una serie de encuentros sucesivos hasta diciembre. Quizás le sea grato narrarme de los otros asesinatos que se le imputan.

-       No me han probado nada hasta ahora –respondió.

Las botellas arden, me crispa el paso del segundero que acompasa en aquel gran reloj de madera. Mi muerte como una expiación, yo el cordero que lo redime en un confesionario. Dante. Una cadena sucesiva de desgarramientos me derriba, una explanada infinita repleta de botellas, vasos y cubiertos se contienen en mis ojos, alfileres en la retina y humedades que me impiden ver, el aire se cuartea, se torna irrespirable, el humo oloroso de los cigarros entre esas nubes ralas, la mesa que aguarda todo mi peso. Empuño mi revolver en el despeñadero, sus ojos rojos, siniestros, me contengo antes de disparar.

El hombre rastrilla su arma escondida en un trapo. “Aquí concluye la historia. Sin testigos, es mi regla. Me deberá usted perdonar”, replica. Aquellos ojos apagados y el rostro lívido como el de un muerto, dos revólveres debajo de la mesa, apreté el gatillo con fuerza. El trueno fiero, el mantel salpicado. Resuenan las botellas y una marejada de voces me invade y me aprisiona. El minutero apura el paso. Mientras unos hombrecitos me sujetan con fuerza, otros llevan a Arciniega a rastras, lo envuelven en una cobija azul. Así ocurrieron las cosas, debo alargar el ayuno y ser más cuidadoso con la penitencia, que esto de la condenación eterna y algunos años en la penitenciaría, usted sabe,  asumo por alguna razón que Diosito papaíto lindo me ha de socorrer.